Mi amigo Ricardo

 

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En sus múltiples viajes por el mundo, en algún momento Ricardo recaló en Costa Rica, un país pequeño en el extremo sur de Mesoamérica. Lo invitamos a dictar un curso en la Maestría en Estudios Latinoamericanos por recomendación de nuestro común amigo Guillermo Castro, de Panamá, quien en México había trabajado con él su tesis de doctorado.

Pronto, nuestra relación rebasó lo estrictamente académico. En mi casa, en las montañas que rodean el Valle Central costarricense, en donde se haya enclavada la mayor aglomeración urbana del país, en medio del bosque tropical nuboso, me compartió secretos de jardinería cuando yo trataba de crear un jardín alrededor de mi casa en un claro abierto al bosque de altura.


Ricardo Melgar Bao, Costa Rica, 2013. Foto: Archivo familiar

En esa primera oportunidad, junto a Mario Víquez, quien en ese entonces fungía como director del IDELA, fuimos hasta el volcán Poás en una mañana lluviosa y neblinosa por una carreterita alambicada y estrecha. Quiso tomarse fotos ante el inmenso cráter y ahí quedamos los tres, ateridos de frío en aquella lejana mañana finisecular.

Fue la primera de muchas visitas, tantas que perdí la cuenta de cuántas fueron, la última, hace poco menos de un año, cuando nos visitó con Marcela Dávalos para un coloquio con el que conmemoramos el centenario del inicio de la publicación del Repertorio Americano, revista emblemática de Costa Rica en cuyo archivo había buceado en alguna de sus visitas. 

Como siempre, lo académico se combinó con su amor por la vida y su disfrute, tal vez porque sabía que el límite de su estancia entre nosotros tenía un término cercano. Desde entonces, no cesamos de comunicarnos casi diariamente a través de los artilugios de las redes sociales. Muchas veces, madrugadores ambos, el amanecer nos sorprendía chateando y discutiendo los últimos acontecimientos del mundo.

Así hasta un día antes que, desde Mérida, Yucatán, me hicieran llegar la infausta noticia de su muerte. Sabía que, a pesar de todo, estaba marcado irremediablemente, pero su vitalidad y su inmenso deseo de vivir a veces me hacía olvidar lo inexorable, al punto que cuando enfermó del Coronavirus hubo un momento en que creí que bromeaba porque sus mensajes no traslucían la situación crítica por la que atravesaba, y que lo dejó con los pulmones mermados, adelantando el desenlace.

No he querido referirme en estas líneas al gran aporte que ha dejado Ricardo para la comprensión del movimiento obrero y las redes de intelectuales de esta Nuestra América sino, más bien, hacer un brevísimo recuento de la imagen amorosa y humana de mi amigo Ricardo, con quien bromeé y me reí hasta el penúltimo día de su vida, como si tuviéramos por delante años y años, como si no fuera a irse para siempre al día siguiente. 

 

[1]    . Profesor-investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos (IDELA) de la Universidad Nacional (UNA) de Costa Rica.