Programa ASFM-INAH
Introducción
Como bien se sabe, los términos que utilizamos para describir e interpretar la realidad, las palabras de que nos servimos para comunicarnos e incluso para no hacerlo, reflejan la condición misma de quien las usa. Las palabras nos proyectan, proyectan nuestras expectativas y nuestra dinámica de vida. En la aproximación que los pueblos y sociedades establecen respecto a su entorno ambiental, el uso de la palabra es determinante. Un campo donde se expresa esta realidad es el que refiere a las plantas medicinales.
Exploro en lo que sigue algunos elementos ilustrativos de ese fenómeno, abordado desde un programa de investigación que se lleva a cabo en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, relativo a los diversos escenarios socioculturales de la flora medicinal de nuestro país y a los saberes que la enmarcan y que forman parte orgánica de nuestro patrimonio cultural.
En ese sentido, empezamos por advertir respecto a este término del “patrimonio cultural” que su conceptualización ha ido evolucionando, no solamente por su estrecha imbricación con el entorno ambiental y con la biodiversidad que posibilita los procesos civilizatorios y que deriva hoy en la figura del patrimonio biocultural como referente, sino en particular, al reconocer que es la población misma quien en primer término constituye ese patrimonio cultural, pues es ella quien lo genera y reproduce, por lo cual sus condiciones concretas de vida no sólo lo moldean, sino que permean su integridad.
Figura 1: Una perspectiva contextualizada del patrimonio cultural
Ahora bien, las principales líneas de indagación de las que se ocupa el programa de trabajo referido, derivan de la figura de los actores sociales que desde diversos ámbitos socioculturales, biológicos y políticos hacen uso de las plantas medicinales o se vinculan con ellas en alguna de sus múltiples facetas.
El primer escenario de esos actores sociales es el de la medicina doméstica y la autoatención, que constituyen el verdadero primer nivel de atención en México y en general en todo el mundo, y donde la mujer, sea madre, compañera, hija, abuela o hasta suegra de quien se enferma, es usualmente quien en ese primer contacto establece diagnósticos y aplica tratamientos. Es ella quien, sin formalismos, extiende o no el primer certificado de incapacidad laboral y envía o no al niño a la escuela y al marido a su trabajo. Se trata de realidades asistenciales estructurales pero escasamente reconocidas por el salubrismo oficial en nuestro país.
Figura 2: Líneas de trabajo del Programa Actores Sociales de la Flora Medicinal en México, del Instituto Nacional de Antropología e Historia
El segundo escenario es el propio de la medicina denominada “tradicional”, aunque no lo sea en un sentido estático, que es la ejercida por curanderos y parteras, a menudo en el marco de sus culturas originarias. En este conjunto puede también considerarse, aunque con sus particularidades, a aquellos que llevan a cabo acciones de atención mediante prácticas médicas que difieren de la biomedicina dominante.
El tercer escenario corresponde al propio de los circuitos de abasto de plantas medicinales en nuestro país, las cuales siguen siendo mayoritariamente de origen silvestre y donde opera una gama de recolectores, acopiadores y detallistas fundamentada en la diversidad fisiográfica de México, que permite y se expresa en redes de acopiadores regionales que aportan determinadas especies en una oferta diferencial, dependiente de su región de procedencia.
El cuarto escenario es un ámbito básicamente biomédico, donde médicos, farmacéuticos e investigadores constituyen actores sociales, potenciales o no, de la flora medicinal, en sus ámbitos laborales, a menudo institucionales.
Finalmente, el quinto escenario, tal vez es el más acotado de todos, se ubica también en el ámbito biomédico, y corresponde a la regulación sanitaria de las plantas medicinales y de sus derivados. Hay por supuesto otros escenarios de interés que aquí no toco directamente, aunque se encuentren íntimamente relacionados con los que he referido, siendo uno de ellos el de las empresas que generan y comercializan productos elaborados con plantas medicinales a diversa escala.
En todos esos escenarios, se percibe e interpreta la realidad de la flora medicinal a través de representaciones. En ese sentido, no es la flora en sí misma y como fin último o único el centro de nuestro interés, sino lo que ella motiva a través de los seres humanos en el seno de la sociedad y en sus diversos estamentos, porque la consideramos como una especie de ventana privilegiada que permite asomarnos a una pluralidad de dinámicas sociales y culturales significativas. La flora sirve, desde esa perspectiva, como un vehículo y a su vez como una instancia que desencadena o propicia en los seres humanos una serie de procesos, de relaciones, de apropiaciones o transacciones que al fin y al cabo remiten a la manera de construir significados y de hacer inteligible el mundo.
La flora, como la naturaleza y el medio físico en sí, es motivo multifacético de apropiaciones diversas; sus atribuciones de uso, sus propiedades, sus características adjudicadas reflejan a quienes las describen en sus diversos escenarios bioculturales, altamente contrastantes y eventualmente antagónicos. Las plantas, desde los mismos términos que se utilizan para designarlas, proyectan a quien las nombra.
Tal vez era esa, a los pies del soldado mexicano,
una mata de chaparro amargoso (Biblioteca del
Niño Mexicano, número 28, Maucci Hnos., México, 1899-1901).
Así, por ejemplo, tenemos el trayecto histórico de una planta medicinal que nace en el norte del país en el escenario de la medicina de los pueblos originarios, conocida como chaparro amargoso o bisbirinda, y que en ocasión de la intervención norteamericana de 1847, en el marco del despojo territorial que implicó, médicos del ejército invasor se llevaron a su país la planta, al haberse percatado del uso que contra las disenterías tenía entre los indígenas. De hecho, el general Zacarías Taylor introdujo su uso y lo propagó en Estados Unidos (López, 1928: 132). Pero sería hasta 1914 que un médico tejano publicó sus hallazgos sobre la “amargosa” en el Journal of the American Medical Association y es entonces que varios médicos mexicanos, luego de leer esos artículos en inglés, conceden crédito como terapéutica a la planta, vendida en mercados y banquetas de su propio país. Luego, el chaparro amargoso será procesado por una industria nacional, los “Laboratorios Garcol”, y su extracto será llamado “Castamargina” y promovido entonces entre los médicos contra las amibiasis de diverso tipo, incluso contra abscesos hepáticos provocados por amibas y hoy menos frecuentes, como “el sucedáneo nacional de la emetina” (Laboratorio Químico Central, 1939; Hersch, 2000: 159 y ss), que era la sustancia utilizada entonces para tratar esas afecciones, contenida en la raíz de la ipecacuana, un bejuco procedente del Brasil. Venos aquí cómo una misma planta es chaparra y amargosa, es un matorral que cambia de identidad cuando su extracto aparece en otro circuito social como “Castamargina”, término comercial que adquiere connotación científica al provenir de su género taxonómico combinado con la terminación propia de una sustancia química como la de muchos alcaloides, por ejemplo.
Anuncio de la Castamargina en la Gaceta Médica de México, en 1942.
Y es que plantas como el chaparro amargoso, la vergonzosa, la hierba dulce, la lengua de vaca, el zopilopatle, el vaporrub se llaman así portando ya en ello una primera carga de sociedad y de cultura, al tiempo que los diversos escenarios bioculturales de la flora contrastan, no sólo por las aproximaciones diferenciales que ellas motivan en los seres humanos en el marco de las particularidades fisiográficas de los territorios donde cohabitan, sino también como expresión del marco de los sistemas culturales donde la flora cobra sentido múltiple.
Cada escenario social, en este sentido y como parte de ello, además de ser un espacio biológico y cultural, implica una terminología particular que vehicula los significados asignados a la flora. Y cada planta, por consiguiente, presenta en su biografía cultural (Appadurai, 1991; Kopytoff, 1991) una dimensión lingüística o terminológica particular, reflejando con ello a su vez su itinerario a través de las comunidades humanas, es decir, su historia social. Nombrar a las plantas deriva de un ejercicio clasificatorio, sea espontáneo o muy elaborado, sea lego o docto, en un proceso no exento de acentos y de connotaciones relevantes en la relación que la sociedad entabla con ese ente biológico.
Las aproximaciones a la flora medicinal, como las que establecen los colectivos sociales respecto a la realidad natural de la que forman parte, remiten esencialmente a una dinámica de necesidades humanas, apremiantes o no, las cuales se plasman a su vez en una terminología que favorece su caracterización diferencial. En ese sentido, como un elemento referencial para la etnobotánica médica, hablamos de la sinonimia de las plantas medicinales, de especies diferentes que comparten un mismo nombre y, a su vez, de nombres diferentes adjudicados a una misma especie; y estas diferencias remiten a coordenadas históricas y culturales contrastantes. Es el caso, por ejemplo, del linaloe, del árnica, del gordolobo, de la doradilla que se usan en México, rebautizados como tales por los europeos al encontrar en especies de América características de otras plantas que ya eran de su conocimiento y utilizaban antes de llegar al continente americano.
La atribución de efectos iguales o similares a los de especies así nombradas fuera de México, así como cierta correspondencia básica con sus características organolépticas –es decir, que estimulan cualquier órgano sensorial– habrían de fundamentar dicha translación en la nomenclatura, motivada siempre, a su vez, por la necesidad de dar respuesta al requerimiento de dichos efectos; el aroma delicado de la madera del lináloe (Aquilaria agallocha) proveniente del sureste asiático y que ya Cristóbal Colón buscaba en su expedición a las Indias (Hersch y Glass, 2006:24-28), el uso externo de las flores de árnica (Arnica montana) “para facilitar el restablecimiento de la normalidad cuando, a consecuencia de una caída o un porrazo, conviene allanar chichones” (Font Quer, 1983: 828), el efecto benéfico en afecciones respiratorias buscado en las flores del gordolobo europeo (Verbascum thapsus), el astringente y diurético de la doradilla (Ceterach officinarum), entre otros, serían todos sustituidos respectivamente por el de la madera calada de lináloe, un copal aromático (Bursera linanoe), por el de las flores del árnica del país, menos tóxica (Heterotheca inuloides), por las flores de los gordolobos nacionales (como el Gnaphalium semiamplexicaule), por el de nuestra doradilla (Selaginella lepidophylla), que no es un helecho como el así nombrado en Castilla, pero que de manera similar “en tiempo muy seco sus frondes se encogen y apelotonan” (Font Quer, 1983:65).
Como bien se sabe, además de una aplicación y una funcionalidad, las palabras tienen su historia, lo que resulta fundamental también en el campo de la antropología médica. Se pueden mencionar entonces algunos elementos de ello en lo que sigue, tomando ciertos ejemplos de los diversos escenarios sociales de la flora en México.
Los escenarios de la flora son escenarios de la lengua
Hemos focalizado cinco grandes escenarios sociales de la flora medicinal en nuestro país, sin que ello implique su totalidad. En el primer escenario referido ya, el de la autoatención y en particular el de la medicina doméstica, las plantas ocupan un lugar como recursos en estrategias de sobrevivencia, y como tales se aplican de manera pragmática aunque correspondan a saberes de diverso origen: los que provienen de la tradición, de los consejos de la vecina en el momento de lavar o tender la ropa, de los discursos, prácticas y recursos de los médicos titulados o de los autohabilitados como tales, de los anuncios televisivos y de otras fuentes, como puede ser incluso lo que se escribe en los empaques de los medicamentos que se guardan en las alacenas de muchos hogares. De ahí que emerja una terminología heterogénea, asignada a los problemas de salud que motivan el uso de la planta, a la planta misma y a sus atribuciones.
La enfermedad puede ser o no caliente, fría o cordial, o puede ser nominada como “colesterol” o “presión” o “azúcar”; la planta puede ser “tética”, “agarrona”, dulce o amarga: el torneo de términos es inherente a las representaciones y prácticas puestas en juego, y ello vale para todos los escenarios socioculturales, que no lo serían sin nominaciones, sin palabras que reflejan el esfuerzo por hacer inteligibles esos saberes para quienes los portan. Y es que las madres en ocasiones expresan su perplejidad ante la terminología médica, como el caso de aquella joven que se pregunta cómo es que el médico le dijo que su hijo estaba enfermo por tener “el gato enterito” (es decir, gastroenteritis).
Así, en un segundo escenario, que es el de la medicina indígena, los términos, en su diversidad, remiten al derrotero al que se han visto conducidos los saberes de los pueblos originarios como efecto de su devenir histórico. Las plantas como recursos, las prácticas en que se inscriben y las representaciones que presiden a menudo esas prácticas o resultan de ellas operan en un medio terminológico que atestigua, en sus estratos, las diversas influencias sufridas por esos saberes a lo largo de generaciones. El “epistemicidio” al que se refiere Santos (2005) o sus gradaciones y alcances, o los efectos evidentes o tácitos de la colonialidad que implica la jerarquización impuesta y naturalizada de seres humanos, de saberes, de lugares y de subjetividades (Restrepo y Rojas, 2010) o a su vez, las luchas de resistencia provenientes de la necesidad de sobrevivir y del empecinamiento identitario, se reflejan también en los términos de una medicina que en mayor o menor grado ha sido expuesta a condiciones de precariedad para su propio desarrollo científico y tecnológico: ese mismo esfuerzo por hacer inteligible el uso de una planta o el padecimiento que motiva ese uso, es a su vez aplicado para dar cuenta de que no hay un solo camino para generar y sistematizar el conocimiento, de tal forma que para señalar eso en el campo que nos ocupa, se han generado a su vez otros términos de utilidad, y así se nos remite a las etno-medicinas, las etno-farmacologías, las etno-nosotaxonomías y las etno-semiologías diagnósticas, como delimitaciones de enfoque que dan cuenta de saberes acosados por siglos de colonialidad, que en el devenir de los años se han ido reformulando para persistir, lejos de esquemas estáticos y de transferencias intergeneracionales mecánicas.
De ahí que los actuales diagnosticadores y curadores de esas medicinas a menudo sincréticas, practicadas de los pueblos originarios y afrodescendientes, presentan rangos muy diversos de aculturación, con algunos de ellos consultando información por internet, mientras otros lo hacen aun atisbando granos de maíz colocados en una vasija, o haciéndolo en un vaso con agua donde han vertido el huevo luego de una limpia. Así, los motivos de atención incluyen terminologías y conceptos provenientes de la cosmovisión de esos pueblos, pero también, a menudo, provenientes de saberes incorporados paulatinamente. Se curan caxanes con caxancapatles y tlazoles con tlazoltomates, pero también disipelas que fueron alguna vez erisipelas, tropesías que fueron alguna vez hidropesías, disenterías mecas, ojeaduras, aires de panteón, garrotillos, en un abigarrado conjunto de problemas susceptibles de una gradación y un ordenamiento inteligible, tanto para el curador como para su paciente.
En cuanto al escenario socioambiental del abasto y la comercialización de plantas medicinales en nuestro país, cuyo origen sigue siendo predominantemente silvestre, con aún pocos ejemplos de plantas sometidas a domesticación y cultivo, un caso significativo es el de la valeriana mexicana, planta de efecto sedante y también denominada hierba del gato, por su intenso y desagradable olor. Esta planta (Valeriana edulis) no sólo tiene también un nombre importado, sino que la valeriana europea (Valeriana officinalis), siendo de la misma especie, compite con ella: la primera contiene proporcionalmente más valepotriatos y la segunda, más ácido valeriánico (Lorenz, 1990; Hersch, 1996:209-210). Ello nos remite a las definiciones de las propiedades de las plantas basadas en sus principios activos y no en la sinergia entre éstos. La valeriana mexicana y la europea se encuentran sujetas a la valoración diferencial que se hace de los efectos de sus componentes principales, lo que no es independiente de las variables que intervienen en su comercialización; es decir, la atribución de mayor efecto de uno u otro de los componentes llega a depender de la disponibilidad de la planta en el mercado (Uwe Schippmann, com. personal, 2003).
Los centros de acopio regional de plantas medicinales: otro escenario sociocultural. Foto: P. Hersch M.
Y son en efecto silvestres, es decir, etimológicamente provenientes de la selva, no casualmente, sino porque la farmacia moderna, en su apuesta por los medicamentos de síntesis, excluyó por muchos años a las plantas como tales, y muchas especies mexicanas de uso medicinal no le eran de interés como fuente de “principios activos”, como para derivar en su producción sistemática.
Es así que, como expresión de esa condición precaria desde el punto de vista industrial, numerosas especies se encuentran insertas en circuitos sujetos a las particularidades inherentes a su origen, que ocurre de manera natural y sin cultivo, en el ámbito de la espontaneidad, de lo no programado, de lo no domesticado, lo precapitalista, lo preglobalizado o lo comercialmente primigenio. La diversidad fisiográfica de México resulta entonces determinante en la estructuración refleja del sistema de provisión de las plantas al mercado.
Así, las redes de abasto se basan en el aporte diferencial de los acopiadores regionales en este país, proveyendo a los circuitos centrales de comercialización la diversidad de especies vegetales que conlleva también una diversidad terminológica y donde encontramos una especie de fósiles vivientes, como es el caso del “nido de perico” o “comején”, que figuraba en la primera Farmacopea Mexicana (Academia Farmacéutica de México, pág. 28) aparecida en 1846, y figura ahora como tal o como “comifén” también en la relación de existencias de acopiadores locales y regionales en el suroccidente poblano en 1988, consistente en una formación de termitas que se desprende de los árboles, denominada también “comegé” y consignado como “habitáculos del Fermes luteum” y de uso vulgar “tónico” y “astringente” por el farmacéutico Agustín Guerrero (1925: 56), tomado literalmente de la citada farmacopea.
Tlachinaste, comején, nido de perico. Foto: P. Hersch M.
En ese circuito de los abastos y procesamientos premodernos, los términos acompañan a las transformaciones de las plantas, como sucede con las combinaciones prehispánicas de especies medicinales, recicladas hoy para ser introducidas al mercado; tal es el caso del tlanechicolpatle, compuesto que se utiliza para tratar afecciones de la mujer. El término de tlanechicolpatli denota precisamente dos de las características más importantes del preparado, pues proviene del nahua tlanechicolli “cosas ayuntadas y recogidas, o amontonadas” (Karttunen, 1983: 284) y de pahtli, “medicina”.
Este tlanechicolpatli, que acaba siendo vendido en las ciudades como “Ovaritón” u “Ovaricol” en una cajita de cartón, constituye un ejemplo claro de las vicisitudes que las plantas medicinales tienen a lo largo de su biografía cultural, donde un término de origen nahua remoto acaba cediendo su lugar, para un mismo preparado semi-arcaico elaborado con plantas medicinales provenientes de la selva baja caducifolia (entre ellas cuachalalate, quina amarilla, zacatechichi, pericón, tlacopatle) y de otras regiones (gobernadora, cáscara de cacao), a un término comercial, tomado de un producto farmacéutico moderno que fue vendido en el país en los años cincuenta del pasado siglo veinte (Hersch 1996: 125). Así, el tlanechicolpatle, combinación ancestral de plantas con efecto benéfico en las menstruaciones, se disfraza de Ovaricol para realizarse comercialmente en los circuitos del naturismo urbano y semiurbano.
Ovaritón en el mercado de la ciudad de Oaxaca. Foto: P. Hersch M.
Los términos no sólo acompañan ese proceso de adecuación o de mimesis, sino que resultan determinantes en él. Es el caso de las numerosas combinaciones de especies medicinales que se ofrecen en mercados y en tiendas naturistas adecuadas en empaques de cartón o en frascos, refuncionalizadas con la ayuda de una terminología fármaco-popular estratégica. Estas combinaciones, siempre funcionales en el marco de las estrategias de sobrevivencia, se dirigen a la optimización de ciertas funciones fisiológicas en los aparatos circulatorios, digestivos, respiratorios o urinarios de sus consumidores, y ahí, de nuevo, los términos forman parte sustantiva del fenómeno, porque es vestida con esas atribuciones que la planta se presenta para su venta. Las atribuciones, las propiedades, las virtudes de las plantas medicinales y de sus preparados se expresan terminológicamente. Pero además, tenemos los términos que proyectan una visión de exotismo y/o de retorno a la naturaleza en boga, destinados a preparados herbolarios: Arvensis, Florizar, Tikal, Aulaga, Yagabil, Huitzol, Quinol, Sidronel, Pulmonar, Azteca, En línea, Varicel, Tepeyac, Riñosan, Estomacal, son ejemplos de este conjunto heterogéneo de preparaciones comerciales que sin embargo comparten entre sí el hecho de proyectar no sólo las características o las propiedades de las plantas en cuestión, sino las expectativas del posible cliente. Es por ello, a su vez, que la terminología que alude a sus efectos –que no necesariamente los preparados de plantas en sí– se acomoda también a un imaginario popular de la modernidad, para aparecer como Astroton H3, Soluto Vital, Relaxil, Figuran, Pensol Concentrado o Sexopronto.
Aun siendo francamente contrastantes con los anteriores, los escenarios socioculturales relativos al ámbito de la biomedicina, como el de los médicos y farmacéuticos en los sistemas formales de atención y en el espacio de la regulación sanitaria, la terminología juega en ellos a su vez un papel determinante en lo que toca a la lectura de los efectos terapéuticos de la flora.
Una cosa es hablar de las atribuciones de la planta, otra de sus propiedades y otra de sus indicaciones. Las aproximaciones a los efectos terapéuticos de la flora medicinal en ese medio se encuentran canalizadas a su vez en una terminología particular que refleja el soslayo progresivo de la mirada clínica y la emergencia de la aproximación experimental. Así, en las antiguas farmacopeas y en los textos clásicos de farmacia y de terapéutica, las plantas medicinales eran caracterizadas en función de los efectos observables directamente en los pacientes: las plantas o sus extractos pueden ser, entre otras muchas posibilidades, catárticas, depurativas, tónicas, béquicas, carminativas o balsámicas, mientras que los principios moleculares activos, característicos de la perspectiva analítica propia de la farmacología consolidada en el siglo pasado, tienen, entre otros, efectos hipoglicemiantes, antiinflamatorios, antihipertensivos, estrogénicos o vasodilatadores. Dichos efectos expresan a su vez otros aún más abstractos: los evidenciables en el nivel específico de la dinámica celular o de los receptores moleculares, por ejemplo. Estas caracterizaciones, a pesar de su terminología contrastante, no son contradictorias, sino potencialmente complementarias: acompañan precisamente el nivel en el cual fija su atención el observador. La paradoja es que la mirada del clínico, cualitativa y cuantitativa, integradora por necesidad, sintetizaría la caracterización de los efectos del vegetal o de sus extractos en el paciente, pero no es reconocida a suficiencia, dada la atomización de la perspectiva biomédica dominante, funcional a una poderosa estructura económica.
Por lo que respecta a la dinámica de regulación de productos naturales, hay también una vertiente semántica fundamental. Lo mismo puede decirse de las categorías regulatorias que llegan a operar como francos eufemismos, como es el caso del uso del término mixto “suplemento nutricional” para con ello dar una salida conveniente para algunos de los actores sociales e inconveniente para otros. Y es que esa peculiar figura del “suplemento alimenticio” resulta a menudo un subterfugio que permite en los hechos a la biomedicina institucional y al sector público eludir la responsabilidad de llevar a cabo investigaciones clínicas acordes con las modalidades de uso popular de las plantas, modalidades que recurren al uso de extractos totales de las mismas y no de principios químicos aislados; el énfasis exclusivo en éstos pasa por alto la integración de aportes complementarios, como si no existieran o fueran irrelevantes las sinergias o asociaciones de principios que modelan los efectos de las plantas.
Así, la planta entra al laboratorio –y al mercado– para ser desmenuzada en nuevas familias y categorías. El proceso analítico tiene sus propias reglas y su propia narrativa, cargada también de énfasis simbólicos aunque se le arrope de “objetividad”.
El remedio no es el medicamento, el medicamento herbolario no es el fitofármaco, el extracto total no es el principio activo molecular, y la receta estandarizada no es la prescripción magistral. Las palabras no son ingenuas. El “suplemento alimenticio” consagrado como categoría regulatoria, no se vende ni se compra porque sea capaz de alimentar o de suplir nutrientes, sino por su reclamo tácito como producto terapéutico pero inconfesable, en una cortada terminológica que permite no invertir en las comprobaciones e investigaciones que se le exigen al medicamento herbolario.
Detrás de toda esta terminología se encuentran aproximaciones no sólo contrastantes, sino a menudo contradictorias o incluso antagónicas, que remiten a su vez a racionalidades difícilmente armonizables. Se llega, en el ámbito regulatorio, a presenciar lides entre disciplinas en torno al efecto de una determinada planta, donde la terminología particular empleada por cada una de esas ciencias tropieza con modalidades epistemológicas a su vez diferenciales y excluyentes.
La realidad se define en el ámbito de la aplicación de los productos. La investigación clínica constituye no sólo el espacio que valida al medicamento como tal, sino el proceso que convierte a una sustancia o procedimiento cualquiera en una mercancía. Y ese proceso tiene su propia narrativa. El “principio activo” cobija y sintetiza un paradigma analítico de acercamiento a la naturaleza lejano de las modalidades de uso empírico, y lo “empírico” se carga de peroración descalificadora.
La hegemonía actual de ciertas aproximaciones de la química, que subordinan en este campo incluso a la medicina clínica, llega a establecer las propiedades terapéuticas de recursos que se definen en el ámbito artificial del laboratorio (Stengers, 1997), en un escenario descontextualizado difícilmente armonizable con la naturaleza relacional y sinérgica de la fisiología animal y vegetal. Y la terminología que acompaña esa lectura predominante, basada en un enfoque analítico, contrasta entonces con la propia del enfoque etnobotánico, al grado de llegar a pretensiones peculiares, como la de retirarle su nombre a la “cancerina” (Hemiangium excelsum) en la Farmacopea –el código oficial de farmacia– para que ese bejuco –llamado también “ixcate” por la apariencia semialgodonosa que toma su corteza machacada cuando se deja colgando al sol–, no genere expectativas en los consumidores de productos regulados, bajo el razonamiento de considerar explícitamente como “trivial” a éste tipo de términos populares como el de la “cancerina”; es decir, algo pueril, pequeñito, insustancial, vano, ligero, fútil, infundado… o bien, recurriendo ya a su etimología, algo común y corriente, pues lo trivial proviene del latín trivialis, de tres vías, con el sentido implícito de que es algo que puede encontrarse en todas partes, aun en los cruces de caminos (Gómez de Silva, 1989: 694).
¿Y es que cómo se le ocurre a esa planta aceptar el nombre de “cancerina”? ¿No entiende acaso que la siempre ingenua y trivial población va a creer con ello que cura el cáncer? La cancerina podría aludir en su defensa, con toda razón, que entonces hay que dejar de usar términos como democracia o soberanía, ambos tan equívocos o embusteros como el suyo. Pues es que “cáncer”, en la terminología médica popular, es con frecuencia un término genérico que refiere a problemas de la piel de tórpida evolución y no necesariamente el proceso maligno de proliferación celular a que se refiere el término en la biomedicina.
Ello nos recuerda esa definición dominante que subraya Foucault de los saberes populares como saberes ingenuos, provisorios o esencialmente equivocados y precientíficos, requeridos siempre de enmienda y que nos remiten, a fin de cuentas, a la genealogía del racismo (1992). Y es que ¿quién utiliza términos triviales, sino aquel que es trivial?
En cada escenario hay entonces una dinámica de términos que refleja perspectivas contrastantes, y esos términos constituyen una especie de llave para explorar sus contextos y su función, pues el término refleja pero a la vez participa activamente en la construcción de una realidad referencial.
El aporte de la dialogicidad en la etnobotánica y la antropología médica: Bajtín y lo dialógico como referente
Un elemento que proviene de la lingüística y nos ha sido de utilidad como referente en el trabajo con cada una de las cinco líneas de investigación ya referidas, se encuentra en los aportes del semiólogo ruso Bajtín cuando se ocupa de la alteridad, en particular cuando describe y analiza la tensión entre lo monológico y lo dialógico como dos polos o modalidades de aproximación a la realidad, extrapolables al campo de la etnobotánica y de la antropología médica, e incluso al dominio de los procesos diagnósticos y terapéuticos.
Lo dialógico como un horizonte de referencia preside nuestra reflexión y también algunas propuestas de intervención con actores sociales en sus diversos escenarios, sintetizando una definición de cómo podemos aproximarnos a esos otros y a la alteridad de sus representaciones, de sus prácticas y de sus recursos.
Señalo algo muy elemental aquí, al recordar el acento puesto por Bajtín en la existencia de prácticas significantes polilógicas o dialógicas, en oposición a las prácticas monológicas dominantes en diversos discursos. Si lo dialógico exhibe su pluralidad semántico-ideológica, lo monológico es una tendencia a suprimir todos los acentos ideológicos que no sean el dominante (Silvestri y Blanck, 1993: 63). Lo monológico conlleva el rechazo de una visión pluralista de la realidad: es algo concluso, cerrado. Y ese es un reto y una realidad que se nos presenta en cada escenario: en efecto, si en los escenarios socioculturales que nos ocupan, en tanto que producto social, “la palabra es siempre dialógica”, “en condiciones sociales determinadas puede aislarse, asumir un carácter monológico, puede volverse palabra a una sola voz” (Ponzio 1978: 29, citado en Silvestri y Blanck, 1993: 63), lo que conlleva riesgos de diverso tipo.
Así, los escenarios sociales de la flora medicinal en México remiten a situaciones comunicativas concretas, a situaciones objetivas donde lo contextual se encuentra con lo subjetivo (Silvestri y Blanck, 1993: 50). Esta situación desemboca en dinámicas que luego se plasman en prácticas determinadas por parte de amas de casa, de terapeutas indígenas y no indígenas, de recolectores, acopiadores y detallistas, de médicos, farmacéuticos, investigadores, reguladores sanitarios. Ellos se acompañan, como todo mundo, de una terminología, pero esta rica terminología heterogénea relativa a los múltiples aspectos de la flora de uso medicinal, salta a un campo de encuentros y desencuentros, en una especie de torneo de connotaciones que resultan fundamentales en la práctica de los actores sociales involucrados.
¿Qué tanto estamos entonces lidiando en esos escenarios también con problemas de discurso, de interacciones discursivas, de procesos de sentido y de comunicación, cuando todo ese cúmulo heterogéneo de palabras remite a un “entramado estratégico de acciones a través del cual los sujetos emergen, se definen y se modifican mutuamente”? (Lozano, Peña-Marín y Abril 1993).
Se trata de discursos en confrontación que a su vez remiten a contextos en confrontación, lo que nos lleva a señalar otro referente fundamental, que es el de la contextualización de diversos saberes y aproximaciones en torno a la flora medicinal, en un proceso que parte de los variados términos correspondientes a esos escenarios. Es decir, la necesidad de explorar las relaciones sistemáticas entre contextos sociales y culturales y las estructuras y funciones del lenguaje en esos escenarios. Y si otro referente en estos escenarios sociales es el de su contexto, fueron justamente los lingüistas quienes han enfatizado la urgencia de tener en cuenta el contexto para desambiguar expresiones polisémicas (Lozano, Peña-Marín y Abril 1993: 48). Así, los procesos de descontextualización de los recursos, constituyen a su vez procesos de descontextualización terminológica, donde las palabras reciben connotaciones cambiantes de acuerdo con su entorno sociocultural. La planta puede ser mero recurso para aliviarse, para no agravarse o para no morir, o refleja a una deidad, o se vende de mil maneras, o constituye un insumo industrial, y acompañando esas dimensiones diversas, las palabras operan poderosamente.
Se trata al fin de definiciones de la realidad, de constructos sociales con un correlato terminológico, de narrativas y de racionalidades en competencia sobre sus “recursos” y sobre sus “efectos”: al final, en una polifonía, los signos se encuentran efectivamente adscritos a sistemas y procesos de significación contrastantes e incluso eventualmente antagónicos, en retículos múltiples y cambiantes: ya no es, en efecto, el signo ingenuo y atomístico que podemos equiparar con una determinada planta medicinal, sino redes que presiden ese signo o ese recurso, sistemas de significación en competencia. Así, estos escenarios sociales remiten a una vertiente semiótica escasamente analizada, en espacios y circuitos donde “el sentido se produce y a su vez produce”, como refiere Eco (1981: 641, en Lozano, Peña-Marín y Abril 1993: 16), y donde importa tal vez más lo que esos signos hacen que lo que representan (Lozano, Peña-Marín y Abril 1993: 16), en discursos diagnósticos y terapéuticos que remiten a sociedades, a través de textos escritos y orales que constituyen objetos relevantes de estudio, y que demandan hoy el concurso de la lingüística en un abordaje transdisciplinario.
Algunas conclusiones
Hay mucho por analizar en la vertiente lingüística de la antropología médica y de la etnobotánica. Ya un referente emblemático en esta tarea lo tenemos con los trabajos que realizó Francisco del Paso y Troncoso al ocuparse de la taxonomía nahua de la flora, destacando cómo los nombres de las plantas remiten a sus características y uso (cihuapatle o medicina de la mujer, tlazoltomate o tomate de basura, etc).
Flor de camarón (Caesalpinia pulcherrima): especie de uso medicinal procedente de la selva baja caducifolia, utilizada contra la tos. Foto: P. Hersch M.
Cada escenario social de los que se han esbozado aquí implica lenguajes particulares en una relación dinámica y en una práctica de interlocución. Esos lenguajes, haciendo una paráfrasis de lo señalado en su momento por Marx y Engels nacen, como la conciencia, de la necesidad (Marx y Engels 1971: 31, en Silvestri y Blanck, 1993: 30). Este papel motor fundamental de la necesidad, que nos liga con las condiciones concretas de la vida cotidiana, es el motor que subyace en la relación entre el ser humano y su entorno ambiental, de tal forma que la etnobotánica tiene en las nociones de dialogicidad, interlocución y contexto, una materia común de trabajo con la lingüística. Es en la identificación de las necesidades comunes que cae por su propio peso la división impuesta entre lo social y lo biológico.
En una sociedad actual como la nuestra, donde se topan tensiones y compromisos, definiciones y narrativas de la realidad tan contrastantes, y donde justamente la dialogicidad, la interlocución y la perspectiva contextual se encuentran acosadas, aparece en toda su relevancia la identificación de vías que permitan enfrentar la pretensión dominante de quienes hoy propugnan por la instrumentación de la población y de la vida a favor de intereses particulares ajenos al bien común.
La prescripción a ultranza de sentidos únicos y de enfoques unilaterales y excluyentes que acompaña a esos intereses particulares se apoya justamente en el desprecio de la dialogicidad y la interlocución, en la práctica sistemática de la descontextualización, en la proyección de elementos aislados de su contexto e incrustados en realidades a modo, en un proceso que impone sin ambages una aproximación monológica y conclusa en muchos campos. Ahí radica un desafío común de interlocución para todos nosotros.
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