Posturas teóricas sobre la vida cotidiana en arqueología a partir del estudio de género

Síntesis: El enfoque que diversos autores han propuesto para acercarse a la vida cotidiana es variado, ya que se puede partir de múltiples aspectos relacionados con las distintas formas de vivir; también es posible acercarse a la cotidianidad de la sociedad desde el papel que jugaba cada uno de los diferentes géneros, tanto en la vida doméstica como en la palaciega de los nobles. El estudio de género en arqueología puede permitir una perspectiva diferente en donde se revalorizan las actividades, no solo de los hombres sino en el reconocimiento de la presencia de la mujer desde otra perspectiva económica y no como mero sujeto de reproducción del sustento social, procurando con ello evitar los clásicos estereotipos y roles asignados a lo largo de la historia. Aquí se refieren algunas aproximaciones a las principales posturas de las y los teóricos de la arqueología de género.

Palabras clave: vida cotidiana, arqueología, género, mantenimiento

 

Significado y alcance de la vida cotidiana

El filósofo chileno Giannini se pregunta cómo se percibe la experiencia cotidiana, ese “pasar todos los días”, por lo que propone caracterizar la vida pasajera de lo cotidiano con todo aquello que sucede en la calle, o fuera de casa, que es, desde su perspectiva, en donde ocurren los asuntos rutinarios, considerado como el topos privilegiado de lo cotidiano, ya que la definición de rutinario proviene de “ruta” que es lo que se hace día a día con un movimiento rotatorio que describe el curso, las fases lunares, el tiempo de los hábitos por lo que se convierte en símbolo de universalidad y sociabilidad. Esos hábitos de las normas familiares, sociales o de trabajo pueden salirse del marco predefinido y descolocar a los otros respecto a los roles habituales con lo que se transgreden esas conductas (Giannini, 2004: 24-26). Por ello Gonzalbo Aizpuru también apunta que

la historia de la vida cotidiana se refiere a la evolución de las formas culturales creadas por los hombres en sociedad para satisfacer sus necesidades materiales, afectivas y espirituales. Su objeto de estudio son los procesos de creación y desintegración de hábitos, de adaptación a circunstancias cambiantes y de adecuación de prácticas y creencias” (2004: 15).

 

El mismo autor sostiene que lo rutinario pudiera parecer “irrelevante por su misma espontánea repetición”, sin embargo, esa cotidianidad es lo que mejor define el modo de vida (2004:11). No obstante, como lo ha dicho Escalante, “la historia de la vida cotidiana no se define propiamente, o solamente, por el tipo de actividades y espacios de los cuales se ocupa sino, por un enfoque o una manera de ver las cosas” (Escalante, 2004: 17). Como podremos explicar más adelante, la vida cotidiana no sólo sucede en la calle o fuera de la casa como refiere Giannini, o al progreso de esas formas culturales instituidas por los hombres, según detalla Gonzalbo, ya que la cotidianidad se representa en todas las acciones repetitivas que se dan por las prácticas efectuadas por niños, mujeres y hombres, tanto al exterior como al interior de los espacios públicos o domésticos.


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Las posibles reflexiones o enfoques que pudieron haber tenido los individuos del pasado remoto que no contaron con un registro escrito o logográfico sobre los diversos aspectos de su vida habitual, queda en el campo de las deducciones arqueológicas ya que sólo se cuenta con las evidencias de las actividades y de los lugares en donde se efectuaban esas labores cotidianas, ya fueran de orden domésticas o rituales. Sin embargo, la importancia de los objetos materiales es percibida por Mullins como un punto de inflexión reflexivo sobre la cultura material cotidiana y en específico, según él, de la arqueología histórica, en la que supone “patrones de comportamiento ampliamente compartidos, registrados en objetos materiales cuantitativamente comunes y en prácticas repetitivas, tales como la alimentación” (Mullins, 2020: 172), y en donde se lamenta y sostiene que la arqueología histórica todavía identificara persistentemente a los patrones de artefactos sin relacionarlos con los procesos culturales. Los enfoques arqueológicos posteriores de lo cotidiano a menudo se han centrado en la descripción de patrones y evadieron objetos anómalos que no parecen ajustarse a las tipologías de los artefactos funcionales, no se han considerado como especialmente significativos o simplemente como no debidamente “arqueológicos” (Mullins, 2020: 174).

 

La anterior práctica es común que ocurra entre arqueólogos norteamericanos “descriptivistas” como suele verse reflejado en varios de los museos o salas que muestran la supuesta vida cotidiana sólo a partir de la acumulación de objetos debido a su enfoque particularista e inductivista, por lo que el mismo autor sostiene que “Las imágenes arqueológicas de lo cotidiano suelen utilizar descripciones densas de lo material para evocar los cimientos y patrones de objetos y prácticas comunes” (Mullins, 2020: 174), y como Charles Cleland refirió, “gran parte de lo que parece ser arqueología histórica no es arqueología. Parece perfectamente aceptable escribir o presentar trabajos que no involucren excavaciones o incluso artefactos” (Cleland, 2001: 5). Dicha práctica que se ha hecho relativamente común entre varios sectores de historiadores, filósofos, poetas e incluso de algunos arqueólogos, suele rebasar los límites heurísticos de la disciplina y deja de proveer información de calidad para la interpretación arqueológica.


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Qué papel juega la arqueología de género en la determinación de lo cotidiano

Las diversas opciones para lograr ese acercamiento a la cotidianidad nos ofrecen un amplio abanico interpretativo y es a partir de los estudios de la arqueología en donde se pueden lograr avances significativos. Es desde la perspectiva del análisis de la arqueología de género, vista como el estudio del constructo social e histórico de las identidades que se ha intentado examinar la división social del trabajo, a partir de los contextos de producción y de consumo localizados en las unidades habitacionales así como de las labores asignadas a los roles masculinos y femeninos, y en este último caso, de la orientación denominada inicialmente como “actividades de mantenimiento” para posteriormente cambiar el concepto por el de “producción de mantenimiento” definido como

“el conjunto de actividades relacionadas con el sostenimiento y el bienestar de los miembros de un grupo social, de tal manera que las actividades de mantenimiento incluyan todas las actividades cotidianas tales como la preparación, distribución, consumo y almacenamiento de los alimentos, el cuidado, la salud, la higiene y la protección de todos los miembros del grupo, y en general todas las actividades relacionadas con la socialización” (Falcó, 2003: 218).

 

En este sentido, González Marcén et alii (2005: 136) apuntan que esa reiteración o ritmo estable de las acciones humanas es lo que hace factible que esa cotidianidad se articule con las denominadas actividades de mantenimiento, como las anteriormente señaladas que se celebran en el entorno doméstico. A este concepto se añade el de “tiempo cotidiano” que se efectúa en un duración cíclica que permite caracterizarlo en una dimensión temporal dentro de la organización de esas actividades de mantenimiento, y si bien no se puede excluir al género masculino de dichas actividades ya que no se tiene la seguridad de que sólo hayan sido efectuadas por las mujeres, lo cierto es que desde la teoría social tradicional generalizada en arqueología, estas actividades consideradas domésticas, siempre se han asociado a las mujeres (Falcó, 2003: 219, 221).


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Ejemplo del pensamiento dominante expuesto anteriormente es citado en los últimos hallazgos encontrados en el yacimiento de Wilamaya Patjxa, en Perú, en donde después de tener serias dudas sobre el sexo de un enterramiento asociado con herramientas de caza de hace 9000 años, se confirmó a través del análisis del esmalte de los dientes que el esqueleto efectivamente correspondía una mujer joven de entre 17 a 19 años que se había dedicado a la caza y destazamiento de vicuñas y venados andinos (Hass, et alii, 2020). Semejante interpretación se ha hecho del hallazgo que corresponde al periodo Epiclásico ocurrido entre 597 a 670  d.C. en Tingambato, Michoacán, de una mujer de entre 16 a 19 años que fue depositada en una tumba con cerca de 20 mil objetos valiosos para esa época (Punzo y Valdés, 2020) y a quien en medios periodísticos Punzo y su equipo han denominado ”la princesa guerrera”, debido a que entre el ajuar funerario tenía cinco lujosos átlatl (lanzadardos) por lo que se comenta que

“Nos hemos dado cuenta de que los roles occidentales a los que estamos acostumbrados son mucho más complejos en las sociedades prehispánicas de como pensábamos. Probablemente las identidades y el género eran entendidos de maneras muy diferentes” (Barragán, 2021)  

 

Interesante perspectiva que desafortunadamente no fue desarrollada con mayor amplitud, dejando este importante aspecto de la actividad de la joven mujer a la deriva, ya que no explica por qué fue considerada de alto rango o “princesa”.

Si bien los estudios etnográficos sobre las sociedades de cazadores-recolectores han jugado un papel decisivo en la orientación de los estudios e interpretaciones sobre las actividades de género, lo anterior nos indica que se debe ser cuidadoso con dichas conclusiones y extrapolaciones históricas, ya que se han presentado estudios sesgados para reforzar paradigmas tradicionales y asignar y favorecer ciertos comportamientos y actividades a los diferentes géneros. Lo anterior también hace evidente que lo que se considera “cotidiano” o “rutinario” depende de la época en que se efectúen las acciones; esto es, para la etapa de cazadores tempranos lo cotidiano pudo haber consistido en desarrollar una práctica social en donde se incluían por igual a los hombres y mujeres en las actividades de caza o en la defensa de la fauna que pudiera poner en peligro al grupo social.

Misma situación ha ocurrido con la participación comprobada de las mujeres en la guerra a través del tiempo y sin embargo esta actividad ha sido considerada como una transgresión a su sexo, como en el caso de las guerreras vikingas o de los enterramientos femeninos de la Península Ibérica, que a pesar de estar asociados a las armas en su contexto funerario, también por ello mismo y desde una visión androcéntrica, se consideraba que esas mujeres estaban “ejerciendo el rol de género masculino” por lo que en el registro arqueológico quedaban cuantificadas como si hubiesen sido hombres (Rodríguez et alii, 2015: 247). Otra interesante interpretación se hizo a partir del hallazgo de un brazalete considerado tradicionalmente como objeto femenino en una tumba con un esqueleto masculino, por lo que este fue calificado como un individuo homosexual; lo anterior, sin embargo, precisó de mayores reflexiones ya que se hizo después de analizar el contexto, la asociación a las costumbres culturales de los ornamentos corporales de la época y la asignación del sexo a una muestra en la que sólo las mujeres eran portadoras de brazaletes (Clarke, 1979: 52) por lo que Matthews se pregunta si “¿Es esta un área gris de la paleopatología en la que el sexado del material esquelético se convierte en poco más que un pasatiempo dudoso?” (1995: 128). Yo diría que no hay que confundir el sexo del esqueleto con el posible género que el sujeto desempeñó en vida.


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En el mundo prehispánico mexica se ha dicho que la mujer carecía de actividades destacadas en asuntos relacionados con la guerra y en ella tenían una importancia secundaria (López Austin, 2008: 229-230; Rodríguez, 2000). En este sentido, Monzón es enfática cuando se refiere a la interpretación sesgada que se hace de los códices, en particular del papel desempeñado por las mujeres en el Códice Xólotl analizado por ella desde un enfoque de género, al decir que

“a las mujeres se les coloca en el ámbito privado, caracterizado propiamente por lo doméstico, motivo por el que no parece ser relevante hacer mención de ellas [por lo que] las mujeres prácticamente están ausentes en las pictografías y en la narrativa histórica que elabora Dibble” (Monzón, 2006: 107).

 

Para el mundo mixteco, McCafferty y McCafferty (2007: 34) sostienen que algunas mujeres tuvieron papeles protagónicos que han sido referidos en los Códices Nuttall y Bodley, en donde aparece la Señora 6 Mono conquistando otros reinos hasta que es asesinada por el legendario Señor 8 Venado. Igualmente refieren que la señora de Cacaxtla (cuyo nombre se desconoce y que aparece en los Murales de dicha zona arqueológica) tuvo un papel importante hasta que fue derrotada por el Señor 3 Cuerno de Venado. Por lo tanto, la presencia de la mujer en contextos bélicos, como ocurre en las representaciones de los temalácatl de Tizoc y de Motecuhzoma Ilhuicamina, si bien son escasas o se ha dejado de lado en el estudio de las representaciones, éstas si aparecen referidas. El otro modelo interpretativo que se ha hecho de las mujeres es presentado como una epifanía, un relato único de la doncella mística guerrera, que recibió el mandato divino, como ocurrió con Juana de Arco (Muñoz, 2003: 123) a efecto de considerarlo como un caso atípico y sobrenatural en que resulta trasgresora desde la óptica masculina, por lo que sólo de esa forma se le permite intervenir en las actividades propias y exclusivas de los hombres.

Por ello Falcó (2003: 45-46) enfatiza que no es una tarea fácil encontrar en el registro arqueológico a las mujeres, pero tampoco lo ha sido identificar a los hombres, ya que simplemente se ha asumido que son trabajos cotidianos asignados al hombre sin que las pruebas hayan sido mostradas analíticamente. En este sentido la principal aportación de la arqueología de género es de gran importancia, ya que demuestra que  “las relaciones de género no son un simple hecho natural, sino que son una categoría social, es decir son relaciones construidas desde el punto de vista social, histórico y cultural” (Falcó, 2003: 44).

Por lo anterior se hace imprescindible definir la diferencia teórica entre los términos analíticos de género y de sexo. El sexo está determinado por las características biológicas, específicamente por los genitales y por el aparato reproductor; esto es, por particularidades fenotípicas y genotípicas, en tanto que el género es una construcción de análisis de orden social y cultural, por lo que muchas de las facultades de los distintos géneros son atribuciones creadas ideológicamente por interés o por conveniencia de las relaciones sociales y “nada acerca del género es genéticamente hereditario” como ya lo ha enfatizado Nelson (1997: 15). Por ello y a propósito del desarrollo de la arqueología de género, Apen Ruíz destaca que

“Demostrar de qué manera el ser mujer u hombre afecta la naturaleza de nuestras investigaciones no es fácil. Es posible que estas diferencias en estilos arqueológicos se deban a que mujeres y hombres tenemos diferentes estrategias de investigación, o nos gustan ciertos temas y también a que existen unos condicionantes sociales y por tanto académicos que hacen que las mujeres elijan ciertas temáticas y que los hombres otros. Cada disciplina tiene sus propias lógicas de género y es bien sabido que algunos campos de estudio son mucho más feminizados que otros. En arqueología por ejemplo, tradicionalmente los hombres han estudiado más la industria lítica y las mujeres los restos cerámicos, y esta diferenciación sexual del trabajo arqueológico ha alimentado una visión de las sociedades del pasado [que] se describían con la misma estricta diferenciación” (Ruíz Martínez, 2009, 149-150).

 

González y Picazo han insistido en considerar la relevancia de las tareas que le dan cohesión al grupo social ya que esas actividades de mantenimiento, asignadas androcéntricamente a las mujeres, incluyen el tejido, la comida, las prácticas de salud, curación, bienestar e higiene, por lo que al descuidar su estudio en la arqueología tradicional

“la arqueología ha generado poco saber sobre unas formas de trabajo humano que son universales y generalmente estrechamente relacionadas con la división de roles sexuales. Además, no se ha prestado atención al hecho de que las actividades de mantenimiento implican y han implicado siempre la creación de redes sociales, que frecuentemente asumen la forma de relaciones entre quienes prioritariamente cuidan y quienes son cuidados. Son formas de interacción que generan formas importantes de comunicación y conexión de la vida social y se gestan, superponen o interconectan a otras formas de relación social. De hecho, las decisiones tomadas en la vida cotidiana del pasado (y, por tanto, quienes las tomaban) se interrelacionaban con las demás esferas de la acción social y formaban parte indisoluble de la complejidad de los grupos humanos” (González y Picazo, 2005:3).

 

No obstante, como podemos intuir en todos estos planteamientos, la vida cotidiana se observa en las actividades asignadas socialmente a los géneros aunque continúan permeados por un pensamiento mainstream hegemónico, y en este aspecto poco es lo que la arqueología ha avanzado. En este sentido considerar que las mujeres del pasado solo se han dedicado a las actividades de mantenimiento o a las actividades de producción de mantenimiento, si se quiere aderezar un poco el término, es parte del mismo discurso teórico dominante que supuestamente se está censurando sin modificar los esquemas tradicionales, por lo que sigue representando un círculo explicativo vicioso y androcéntrico y no contribuye en la transversalidad de género.   

Desde otro punto de vista, Márquez y Hernández acotan que el poder y el prestigio son identificados con hombres y este es desde su punto de vista el punto crítico en el análisis de la arqueología de género, aunque esta herramienta de estudio no trata de privilegiar o “hacer grandes planteamientos acerca del papel de las mujeres en el pasado, sino más bien enriquecer la variedad de experiencias, comportamientos y sistemas simbólicos, de las negociaciones sociales, económicas y políticas de muchos tipos” (Márquez y Hernández, 2003: 474). No obstante, hay que considerar que en etapas tempranas el poder y el prestigio son dos categorías que no marcan una diferenciación social en las sociedades igualitarias, ya que de acuerdo con Marcus y Flannery existen diferencias de posición que son adquiridas y no heredables, ya que

“los individuos pueden adquirir prestigio por su edad avanzada, por sus hazañas personales o por la acumulación de bienes cuantificables. Pero no heredan una posición elevada, como ocurre en las sociedades compuestas principalmente de linajes o de un estrato noble” (2001: 87).

 

Cuando las diferencias son heredadas o transferidas y no adquiridas por méritos personales y se mantiene constante esa transmisión, es cuando se puede pensar que ha surgido la diferenciación social, lo que ocurre en las sociedades de linaje, aunque no resulta tan fácil su interpretación ya que depende de la asociación de los materiales en contextos claros y bien definidos. En este sentido, a partir del análisis de la ciudad de Teotihuacan, Manzanilla refiere que si bien la población estaba jerarquizada en varias dimensiones

“al analizar las diferencias en el acceso a bienes diversos en las unidades habitacionales, observamos que no existen diferencias tajantes que pudieran sugerir estamentos sociales claramente distintos, sino muchas oportunidades de acceder a posiciones diversas en las jerarquías. De forma general, todos comían lo mismo (maíz, frijol, calabaza, amaranto, quenopodiáceas, perro, guajolote, conejo, liebre y venado), y tenían acceso a materias primas y bienes locales y foráneos, pero en distintas proporciones” (2017: 83)

 

Y como quiera que se haya logrado esa diferenciación social, la arqueología tradicional siempre ha suscrito que el hombre es el generador del cambio. Por lo anterior, sobre los rituales de las mujeres a partir del análisis detallado de los contextos explorados en Oaxaca en unidades habitacionales del periodo Formativo, Marcus sostiene que

“Una crítica frecuente dirigida a la arqueología de género es que a menudo consiste en declaraciones programáticas, en lugar de ejemplos basados en datos arqueológicos reales. Espero que al basar mis conclusiones en datos empíricos muy específicos, pueda proporcionar una discusión de los roles de género que sea menos vulnerable a tales críticas.  No importa cuán poderoso  o moderno sea el marco teórico, no se pueden aplicar con éxito datos arqueológicos mal recopilados. Si este estudio de los rituales femeninos tiene éxito, será porque se basa en amplias exposiciones horizontales de unidades domésticas del Formativo, con un cuidadoso mapeo de las características y un paciente trazado de piezas de todos los artefactos, incluidas las figurillas. El contexto es crucial para los estudios tanto del comportamiento ritual como de los roles de género construidos socialmente, y el contexto no se puede reconstruir a partir de colecciones de museos que carecen de una buena procedencia” (Marcus, 1998: 4).  

 


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Las reflexiones analíticas que Spector hizo para llegar a tener un conocimiento académico de las diferencias que la arqueología androcentrista había tenido en el transcurso del desarrollo de la disciplina, consistieron en hacer preguntas básicas sobre si se podían reconocer las actividades desarrolladas por los géneros masculino y femenino, así como sus relaciones sociales y sus creencias a partir de los restos arqueológicos; cuáles serían las dimensiones materiales de las relaciones de género, si forman parte del registro arqueológico y se conservan y finalmente, si a pesar de la distancia histórica y cultural entre esas sociedades del pasado y la nuestra se podrían reconocer e interpretar los indicadores sobre el género (Spector, 1999: 234). Sin embargo, como la misma autora menciona, las teorías arqueológicas tienden a persistir y a reforzar las ideologías occidentales sobre el papel que desempeñan las mujeres y las relaciones entre los sexos (1999: 253)

En este sentido Rodríguez et alii, plantean que el objeto de estudio de la arqueología de género se construye a partir de tres esferas de investigación

“en primer lugar los cuerpos de las mujeres, haciendo hincapié en el estudio del cuerpo, es decir, la Arqueología del Cuerpo; por otro lado, el contexto en el que se asientan y desarrollan sus actividades, además del registro funerario, algo de vital importancia para su estudio; y por último los objetos y la relación que se pudo establecer con ellos” (2015: 239).

 

Entonces, como ya ha comentado Pohl (1994a y 1994b), a partir de la representación y estudio del cuerpo de los hombres y de las mujeres, así como del análisis iconográfico de las insignias que estos cuerpos llevan puestas, como son el escudo y las armas de guerra, las pinturas faciales, el malacate, el algodón y el machete de tejer, es factible desarrollar un planteamiento sobre las actividades productivas que tanto los hombres como las mujeres pudieron haber desarrollado. En este sentido, Gómez y Alfaro han analizado las actividades que debieron efectuar las mujeres representadas en los códices Tonindeye (o Nuttall) y en el Yuta Tnoho (o Vindobonensis) a partir de las insignias más representativas que portan y concluimos que

“esas señoras debieron estar asociadas con alguna de las etapas de producción y distribución del hilado y del tejido, lo que puede indicar el papel significativo que desempeñaban en el control y organización de la producción textil. También sugerimos que determinadas mujeres nobles que aparecen en los códices mixtecos fueron responsables de que la producción de textiles cumpliera con las normas establecidas por la sociedad” (Gómez y Alfaro, 2016: 18).  

 

Y siguiendo esta misma línea de análisis Byland y Pohl (1994) manifiestan que los componentes del traje ayudan a identificar a los personajes no sólo por sus nombres calendáricos o personales sino que precisan las actividades de su condición y las relaciones entre los protagonistas. Lo anterior nos remite a la valoración de que las insignias que portan las representaciones de las mujeres no son solamente adornos o complementos en sus nombres, como frecuentemente se les denomina, sino que también nos permiten hablar de las actividades que tenían tanto los hombres como las mujeres.


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Así, podemos entender que la producción de textiles bajo control estatal que correspondía a los objetos de tributo y a los destinados al uso, distribución y consumo de la nobleza encargada de velar por dicha producción, esto es, la de los textiles de diferentes calidades y con colores que solamente los nobles podían utilizar, estaba bajo la responsabilidad de las mujeres, y es sabido que la redistribución estatal de los textiles tenía un valor social y ritual de primordial jerarquía, por lo que dichas prendas actuaban no solo como piezas de tributo sino que servían para fomentar las lealtades y mantener la cohesión política y administrativa entre las comunidades, estableciendo con ello los criterios de reciprocidad y redistribución. A partir de ello se puede entender que esta actividad productiva femenina era y es de primerísima importancia y no se puede encasillar en una de las denominadas “actividades de mantenimiento”.

Márquez y Hernández apuntan que la metodología propuesta para el estudio de la arqueología de género se sostiene en varios datos que contribuyen a entender el papel desempeñado por los diferentes géneros. Estas evidencias se conforman de acuerdo con las autoras (2003: 480-482) por cuatro tipos de datos:

  1. Datos etnográficos que permiten desmitificar y contrastar los roles que cada sujeto desempeña, evitando preconcepciones modernas.
  2. Datos etnohistóricos que permiten entender los aspectos de la vida cotidiana, así como la actividad y trabajo desempeñado por los hombres, mujeres y niños referidos en las crónicas, relaciones geográficas y códices mesoamericanos.
  3. Datos antropofísicos ya que a través de los esqueletos se puede determinar el sexo, identificar huellas de ciertas actividades a través del estudio del estrés ocupacional referido en los huesos.
  4. Datos arqueológicos, en donde el sexo del esqueleto no debe ser relacionado a priori con los materiales arqueológicos. Sugieren que los enterramientos y la arquitectura indican diferencias de estatus social, pero la distribución de artefactos también revela el lugar en donde se llevaban a cabo las actividades rutinarias básicas y rituales.

 

Ahora bien, ¿Por qué se retoma aquí la cuestión de la arqueología de género en el análisis de la vida cotidiana? Ello es debido a que desde la teoría tradicional las actividades femeninas se ven y analizan desde una perspectiva de lo que se ha denominado “de mantenimiento”, diligencias relacionadas con el sostén del grupo social que se describen como habituales, tradicionales e incluso ordinarias y sin grandes expectativas de episodios espectaculares, contrario a las actividades masculinas que se narran llenas de aventuras y de emociones producto de las actividades de caza y de pesca, de chamanismo consiguiendo el trance para lograr efectuar esas maravillosas pinturas rupestres, de las exploraciones hechas a tierras lejanas para establecer el comercio, de nuevos descubrimientos de otras fronteras logradas por tierra o por mar, de grandes obras arquitectónicas y escultóricas adornadas con pinturas, todas ellas elaboradas por los artistas masculinos.

 Contrario a las cuestiones claves ya mencionadas por Spector, existe un malentendido de lo que se presupone debe ser la arqueología de género de acuerdo con Tringham (1999: 103) quien considera que debe ser capaz de identificar el género en el registro arqueológico y para ello parte del análisis de la unidad doméstica (household archaeology) como la unidad de análisis de las relaciones sociales de producción corresidenciales o familiares entre las que se incluyen las relaciones de género; sin embargo, prefiere denominarlas “unidades de cooperación [ya que] resulta arqueológicamente más atractiva porque resulta posible partir de la premisa de que las acciones corporativas también tenían lugar a otros niveles: linajes o aldeas” (Tringham,1999: 107).

Entendido de esta forma, las unidades domésticas pueden ser desplazadas por esos componentes corporativos en donde las mujeres ya no juegan un papel marginal y de reproducción sino de colaboración y organización productiva, por lo que las actividades de las mujeres consideradas “domésticas” o de “mantenimiento” ya no son actividades secundarias frente a los trabajos productivos generalmente asociados con los hombres. Por ello Wieshew refiere que siempre se ha considerado que la especialización se efectúa por fuera del ámbito doméstico, por lo que rebasa lo que serían las líneas de parentesco y pone en entredicho la división del trabajo por género, ya que lo más probable es que hubiera una participación de varios miembros de una unidad doméstica, acotando que

“distintas tareas específicas o pasos dentro de la cadena operatoria del proceso productivo pudieron haber sido ejecutadas por diferentes integrantes del grupo doméstico, no solamente de acuerdo con la categoría de género sino también con la edad o las habilidades artesanales de determinados individuos de la unidad” (Wieshew (2006: 146). 

 

Sin embargo, no se le llama grupo doméstico a cualquier grupo multifuncional, ya que éste se constituye, de acuerdo con Hammel y según refiere Devillard, “en torno [a] las actividades más directamente relacionadas con la reproducción social inmediata…[y] a mayor densidad de actividades, mayor corporativismo del grupo doméstico” (Devillard, 1990: 104).

 Como concepto analítico, el grupo doméstico tiene que construirse a partir de las actividades registradas en las diferentes unidades. No obstante, la definición de la unidad de residencia, la casa o el domus a la que se asimila ese grupo doméstico, no sólo debe ser analizado a partir de la evidencia material de vivienda (en donde se vive, descansa o come) y que como concepto de análisis resulta complejo, ya que es posible que visto con los ojos actuales, ciertas actividades resulten subordinadas o no trascendentales para llevarse a cabo en el interior de las unidades domésticas de las distintas épocas. Y al parecer la integración sine qua non en una unidad de trabajo es, de acuerdo con Devillard (1990: 104, 108) lo que define la pertenencia a una casa y a los derechos redistributivos de su pertenencia (manutención y herencia) y no al revés, por lo que debiera darse prioridad a las actividades que distinguen a los grupos domésticos y no a su morfología, toda vez que

“el análisis puesto en la morfología y la práctica corriente de tomar las relaciones genealógicas como su rasgo más sobresaliente nos lleva a menudo a olvidar que la estructura del grupo doméstico no se limita a dichos lazos, sino que abarca todo un conjunto de dimensiones significativas irreducibles al parentesco” (Devillard, 1990: 104). 

 

Tringham (1999: 128) insiste en que para abordar las relaciones de género en los estudios de arqueología, es necesario entender “la complejidad de los nexos entre organizaciones domésticas, formas de herencia y la división sexual del trabajo” en los cuales los modelos tradicionales de la prehistoria europea, caracterizados por el paradigma dominante del macho-cazador y hembra-recolectora enfatizan en que hay “una correspondencia del tipo agricultura de azada/trabajo de mujeres/poder masculino encubierto/control del trabajo/herencia a través de la unidad doméstica”, y se sustituye en la etapa posterior

“por una correlación del tipo agricultura de arado/trabajo de hombres/poder masculino manifiesto/control de la tierra/interés en la propiedad de la tierra y la herencia/herencia a través de unidades externas a las domésticas” (Tringham, 1999: 128).

 

No obstante, y como principio teórico, aquí se considera que en la división del trabajo se debe resaltar que efectivamente hay una diferenciación, más no una jerarquización en la valoración de las tareas que cada género efectúa, como lo ha supuesto la arqueología tradicional (Díaz-Andreu, 2005: 25) en donde se supone que los hombres efectúan tareas esenciales en tanto que las mujeres realizan sólo tareas auxiliares, léase de mantenimiento.   

En este sentido, como lo ha expresado Tringham (1999: 133), el estudio de la arquitectura residencial y de la organización y producción de las unidades domésticas, es por incuestionables razones, un requisito ineludible en el estudio de arqueología de género.


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De esta forma, la arqueología de género hace una revisión de las actividades cotidianamente asignadas y atribuidas apriorísticamente al género masculino, ya que no han pasado por el tamiz analítico y reduce a las mujeres al discurso clásico de las labores de estabilidad familiar y de mantenimiento, en donde se confinan a los saberes “domésticos”, y en un plano secundario, dentro de las tareas de supervivencia para ser relegadas y caer en el olvido, o simplemente ser referidas como reproductoras sociales. En un intento de reafirmar lo dicho anteriormente, López Hernández sostiene que

“Las investigaciones en arqueología se han centrado en actividades masculinas, o todas las actividades como la caza, pesca, gobierno, se han considerado a priori masculinas. Al realizar una revisión sobre generalizaciones culturales y formulaciones teóricas, distintos autores han mostrado que son inadecuadas debido a que tienen un sesgo de género” (López Hernández, 2011 : 41). 

 

Y la misma autora, siguiendo a Sorensen, refiere con sobrada razón que “al interpretar la producción cerámica se ha asumido que si el material está relacionado con mujeres entonces era una actividad doméstica, y si se piensa que fue hecho por varones entonces se considera una industria (López Hernández, 2011:41).

Lo anterior nos habla del largo camino interpretativo hacia la deconstrucción que se tiene por delante sobre nuevas fuentes de información arqueológica y reinterpretación de lo ya documentado, a partir de una nueva reflexión incluyente que analice con detalle los contextos de depósito de los objetos que son producto de la disciplina arqueológica y que permitirán la asignación de los roles a los diferentes géneros.

La arqueología de género puede y debe ser considerada como una arqueología crítica que requiere un deslinde analítico entre lo que se considera arqueología feminista y lo que es la arqueología de género, y como ya lo ha explicado Cruz Berrocal

El feminismo es más bien una reflexión y distintas prácticas que resultan de dicha reflexión. Exige una toma de decisiones caso por caso. Y sobre todo, el feminismo es una práctica comprometida con la definición y los límites de lo que es la ciencia, su objetividad, y las implicaciones de adoptar un punto de partida teórico explícito” (Cruz Berrocal, 2009: 25).

 

La arqueología de género es consecuencia de la arqueología académica feminista (aunque este última ha estado centrada exclusivamente en el papel desempeñado por las mujeres), y considerada por las feministas como un beneficio que careció de compromiso político con el propio feminismo y sus planteamientos políticos y académicos. No obstante, el objetivo de la arqueología de género ha radicado en reconfigurar la epistemología tradicional y redefinir el trabajo femenino en la construcción social, que en la mayoría de las ocasiones ha sido calificado como de dominio masculino y, como ya han insistido en señalar Conkey  (1993) y Conkey y Spector (1984), la exagerada presencia del género masculino en las interpretaciones arqueológicas debe ser tratada como un defecto en la interpretación de los resultados, aspecto que requiere ser solucionado por los arqueólogos.

 

Referencias

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