Iker Larrauri y el hablar de las cosas

Nota: el siguiente texto nos fue facilitado por Mayan Cervantes, compañera de Iker

 

Leído el 25 de octubre de 2006 en el auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología para celebrar los primeros 50 años de trabajo de Iker Larrauri, este texto pretendió ser un esbozo del ser y el quehacer del homenajeado cuando era aún una figura en movimiento y en tránsito, es decir, cuando vivía. Ahora, cuando su muerte nos coloca ante un Iker definitivo y perdurable, surgirán muchos otros asuntos que decir, aspectos para reflexionar e historias que contar sobre su vida y su obra. Tomará mucho tiempo.

 

Una diferencia importante entre Iker y uno es que, cuando uno viaja, suele visitar museos; en cambio, cuando Iker viaja, suele diseñarlos. Y como es un viajero incansable, ha hecho más museos de los que han visto no pocos turistas empedernidos.

Por algún lado había que empezar estas palabras y escogí la museografía, una disciplina que fue criticada desde la contracultura porque, se decía, convertía las expresiones del quehacer humano en fetiches, reducía las culturas a sus expresiones materiales, las cosificaba y, a fin de cuentas, convertía a los humanos en objetos.

Con Iker aprendí que el proceso es al revés: que la dignificación de los objetos restituye a los humanos, a su trabajo, su propia dignidad, y que todo artefacto guarda un saber sobre sus creadores.


Iker Larrauri. Foto INAH.

El oficio de nuestro homenajeado consiste, básicamente, en convertir ese saber en decir, en convencer a los objetos de que nos cuenten condiciones y temperaturas, desgracias y felicidades, desvelos y manías de quienes los fabricaron, o de las circunstancias naturales que les dieron origen. La cosa más humilde, el fragmento más irrelevante, se convierte en un profesor de historia, en un testigo de sociedades, en un cronista consumado, en un vínculo entre uno y los otros, aquellos que habían sido enmudecidos por el tiempo y la distancia.

Para hacer hablar a las cosas, Iker no emplea el método del torturador, sino el del seductor: les ofrece que sus historias serán escuchadas por muchas personas del presente y del futuro, les promete ponerlas en contacto con individuos que aprenderán de ellas, les propone convertirse en puente y vínculo entre gente de distintas épocas, latitudes, colores y credos. Y les cumple.

No quiero emplear el término “seducción” en su sentido de manipulación y aprovechamiento, sino en el que denota un acto de amor. Porque, como él mismo lo reconoce, Iker está enamorado de los objetos. La Coatlicue, aquí presente, es su amiga, y la Maja, vestida o desnuda, es un viejo amor al que visita siempre que pasa por Madrid.

 

La dignidad de la materia

Pero no sólo hay que hablar del museógrafo, en cuyo ofi cio se expresa, lo digo con sus palabras, esa tendencia humana, que no tiene ningún otro bicho en el mundo, de recoger canicas, piedras y estampas, de coleccionar y enriquecer su colección y de apreciar los objetos sencillos o las grandes obras. Es que Iker es también un productor de objetos, un hombre curioso ante todos los materiales que le fueron dados por la naturaleza y por los otros hombres: cemento, pintura, carbón, látex, fibra de vidrio, cartón, madera, tela, entre otros. Su capacidad creadora no puede constreñirse a términos rígidos como pintor, escultor, dibujante, arquitecto u orfebre. Iker transforma lo que toca, no en oro sino en algo más valioso: en expresión, en reflejo del mundo, en documentación fiel o en retrato de lo imposible.

Y si en su trabajo museográfico se muestra el sentido estético del artista, en la obra del artista se percibe el rigor del académico. O no: o da rienda suelta a una libertad juguetona que deja las decisiones al arbitrio de los propios materiales, y entonces descubre que el carbón y la fibra de vidrio y la loneta y el azul de Prusia traían ya en sus genes, o perdón, en sus moléculas, la proporción áurea. Y la obra restituye la propia dignidad de los materiales.

 

El amor de los oficios

Iker Larrauri da sorpresas. La más reciente que me llevé con él fue la de su pintura deportiva. Estamos acostumbrados a los apuntes taurinos, a la acuarela, a los murales que retratan obreros en plena labor, a la Hilandera de Vermeer, en fin. Pero la primera vez que vi una escena de salto de altura pintada al óleo, fue en un cuadro de Iker. Entiéndanme, no era un apunte estudiantil, no era una obra elaborada por encargo de un marquista ególatra, sino un cuadro elaborado con ojo y mano de pintor, con entendimiento de todo lo que hay que entender de Leonardo a la fecha, con sentido de la pintura.


Iker Larrauri junto a su escultura Sol de viento, que se encuentra en el estanque del patio central del Museo Nacional de Antropología. Foto de Héctor Montaño / INAH

Fue otra lección. No es raro que desde el quehacer intelectual se desdeñe un poco el deporte, que desde la academia se mire con desdén los quehaceres administrativos, que desde la praxis artística se observe la política con un poquito de asco y que en los ámbitos empresariales se vea a los artistas con conmiseración. Si alguien se identifica con una de estas actitudes, o con todas ellas, le sugiero que platique con Iker Larrauri. Hasta entonces, ningún deportista había sido capaz de hacerme entender la trascendencia de su actividad ni el profundo sentido creador que encierran los afanes por afi nar un cartílago, por precisar el desplazamiento de un miembro, por esforzar el cuerpo, por convertir en poesía el movimiento del organismo.

Me parece que una de las claves en el espíritu de Iker es el respeto y la comprensión del quehacer humano en todas sus expresiones.

Hasta aquí, habría ya materia suficiente para ir a traer el lugar común, endilgárselo a nuestro homenajeado y llamarlo “hombre del Renacimiento”. Pero sospecho que ese presunto halago es tan antiguo como la época a la que hace referencia, y además hace cinco o seis siglos no había electricidad, fotografía, cine, ferrocarril, viajes en avión, electrónica, televisión, ni aparatos de sonido, ni tantas otras cosas que convergen, junto con las materias esenciales y los pigmentos puros, en la obra y en la vida de Iker, quien es un artesano y un artista, pero también un especialista, un técnico y un erudito que se ha hecho a fuerza de enfrentar y resolver problemas, pero también montado en las ganas de conocer de todo y sobre todo y en la amplitud de espíritu para abordar cualquier asunto sin ideas preconcebidas. No, Iker no es un renacentisa, sino un hombre de sus siglos, el XX y el XXI.


Foto de Mauricio Marat / INAH

No voy a detenerme en las facetas de nuestro homenajeado como conversador excepcional, como colega leal de muchos aquí presentes, como marido que conserva intacta la admiración por su mujer, como padre amantísimo, como amigo espléndido y solidario. Ya hablé mucho de algunas de las cosas que me gustan de él y no quiero terminar sin mencionar sus fallas: deploro que haya desperdiciado sus dotes de narrador y que no haya escrito –no todavía, al menos– un par de novelas, o que haya echado en saco roto sus capacidades diplomáticas y que no se haya desempeñado como alto funcionario de la Organización de Naciones Unidas (ONU), en donde sería tan necesario, o que no haya escrito hasta ahora un texto de historia universal, que la platica tan sabroso, que no haya dirigido un documental sobre Mozart y Wagner, él que es melómano, o que, siendo un comunicador tan experimentado y lúcido, no haya iniciado aún una carrera periodística.

Querido Iker: Te necesitamos. Todavía hay mucho por hacer. Tienes que echarle ganas.