A veces, al topar con objetos del pasado, se tiene oportunidad de contrastarlo con el presente, valorar la obra realizada entonces y comprender mejor las distancias en el tiempo y los retos actuales… o lo que es lo mismo, asómese a una vieja caja de cartón desechada y su inesperado contenido.
Como expresión de lo que llega a generar cierta manera de administrar la periferia de una institución acosada por el centralismo, como llega a suceder en el caso de los centros estatales del Instituto Nacional de Antropología e Historia, cierta mañana de hace ya algunos años apareció al lado del tambo de la basura, discreta, una vieja caja de cartón ya deformada. El siempre digno hábito del rebusque o la inveterada curiosidad provocaron el rescate de su contenido, con papeles que, luego se vio, formaban parte del archivo del profesor Bernardo Beco Baytelman, creador de una instancia insuficientemente visibilizada y valorada en la institución: el Jardín Etnobotánico y Museo de Medicina Tradicional y Herbolaria en Acapantzingo (ALbala, 2003; Hersch, 2012).
Con la marca de sus grapas ya oxidadas, en la caja figuraban algunos informes, proyectos, reportes de reuniones, todos paridos a golpe de tecla y otros materiales diversos, entre los cuales descollaba un folleto a color, con el título de “El Tesoro del Pueblo”, impreso por la Secretaría de Educación Pública en 1974, el cual se reproduce a continuación y motiva las reflexiones que siguen.
La autoría del folleto ahí consignada es de Imelda de León, Ana Espinosa Mireles, Carlos B. Margáin y Alberto Beltrán. Imelda de León, entre otras temáticas, se ha dedicado al estudio de diversas expresiones culturales en el país, incluidas sus fiestas tradicionales y artesanías (1985; 1988; 2016); Carlos B. Margáin, arqueólogo venezolano, profesor de la materia de “Culturas de América” en la Escuela Nacional de Antropología[1], realizó investigaciones en diversas zonas del país, incluyendo entre otras muchas las de Bonampak (1951) y Huapalcalco (1954); Alberto Beltrán, reconocido ilustrador, grabador, pintor, fallecido en 2002, fue uno de los más relevantes exponentes de su ramo en México; “El Tesoro del Pueblo” fue publicado precisamente en el periodo en que Beltrán condujo, entre 1971 y 1976, la Dirección de Arte Popular de la Secretaría de Educación Pública (Katz, 1985; De la Torre Villar, 2002).
Con un tiraje de 200,000 ejemplares, dada su calidad expositiva y gráfica, se puede afirmar que El Tesoro del Pueblo fue una obra que cumplía a cabalidad con su propósito de divulgación, estructurada mediante una breve narrativa que arranca con un niño campesino que, al estar trabajando la tierra con su abuelo, encuentra entre surcos una figurilla prehispánica.
La trama es simple pero significativa: con el menor y la figurilla como ejes, se van desplegando diversos planos en el proceso de dilucidación de lo que será el destino de la pieza arqueológica, y esos planos de referencia aparecen dejando claras las instancias locales que orientan el sentido del hallazgo. Y es que el niño en la narrativa no se topa a solas con la figurilla: cuenta con referentes. El primero de ellos es su propio abuelo que, en su parquedad, le hace saber que el hallazgo lo liga a sus antepasados. En breve, la figura del abuelo, presente y escuchado, refleja la de un hogar que no está, en la narrativa, sometido a procesos exacerbados de desarraigo como los que hoy impactan a numerosas familias campesinas.
En la morada campesina, a la noche, el abuelo pregunta al padre de Pedrito: ¿tú serías capaz de vender las cosas que te heredó tu abuelo? Sin duda, se trata de una pregunta emparentada con otra por una misma lógica arcaica, formulada años después por un campesino de Atenco opuesto a la venta de su tierra para el aeropuerto que Fox pretendía hacer en Texcoco, cuando un locutor de radio le reclamaba a su entrevistado la razón de su negativa, a lo que éste le respondió a su vez, inquiriendo a su inquisidor: ¿usted, señor, vendería a su madre?
Una segunda instancia en la indagación que sigue el niño con la pieza encontrada es la escolar. En ese ámbito emerge la segunda figura referencial, la del maestro rural, que expande el sentido y la trascendencia de la pieza, motivo de atención en clase. En el horizonte del profesor existe una realidad nacional. El patrimonio cultural constituye en la narración, un elemento orgánico de la tarea educativa desde los niveles básicos. La liga a un pasado, que se concreta en la pieza arqueológica con un presente trascendente, no es una ocurrencia o una posibilidad interpretativa cualquiera: es convertida por el maestro desde su hallazgo mismo en una oportunidad para realizar un ejercicio identitario.
Y esta liga sintetiza precisamente la lucha por no separar al patrimonio cultural del ámbito de la educación. Se trata de un fundamento que no se quiso reconocer cuando a poco de fenecer el sexenio pasado, se impuso la salida del Instituto Nacional de Antropología e Historia de la Secretaría de Educación Pública, con la creación de una Secretaría de Cultura, instancia que no acaba de definir la naturaleza operativa de su vinculación con la educación pública, y tampoco de comprender a la cultura como un elemento fundamental de identidad, de pervivencia y razón de ser de todos los individuos, sean iletrados o potentados, en colectividad.
El maestro habla de algo que hoy pudiera parecer panfletario o anacrónico a muchos oídos: la figurilla encontrada por Pedrito es parte de algo que llama “bienes de la nación” porque –afirma en su delirio– “pertenece a nuestro patrimonio cultural e histórico”.
Es decir, la cultura es algo que se comparte o no es. Es participación o no es.
Ella trasciende al espectáculo y a la extendida noción que la asume como creación sofisticada y propia de circuitos exclusivos y a su vez excluyentes. El cuento de este olvidado folleto lo tiene perfectamente claro y así lo expresa diáfanamente, porque quien lo signa y produce era la mismísima Secretaría de Educación Pública a través de su Dirección General de Arte Popular. El folleto proyecta así una definida posición política.
Pero hay otros planos de referencia en el periplo de niño y figurilla, y uno fundamental, además de la instancia familiar y de la escolar, viene a ser la de la junta de vecinos convocada por el presidente municipal; es decir, aparece el plano de referencia de la organización política, sea en este caso el ayuntamiento, como en otros puede ser la organización agraria y el ámbito de lo comunal. Porque el asunto es llevado a las autoridades locales, y aparece entonces, en todo su significado, la figura sustantiva de la asamblea. Y ahí se topa el lector con la relevancia de la dimensión colectiva de la toma de decisiones.
El presidente municipal del relato afirma que “para defender nuestra riqueza arqueológica se necesitará la ayuda de todos”. Es decir, se trata de un asunto de incumbencia colectiva, de democracia, en un vínculo y principio esencial para ambos –cultura y participación social– pero que no quita el sueño a nadie.
¿Ligar al patrimonio cultural con la participación social? Está bien para los discursos de temporada, pero en los hechos, y por desgracia a menudo, la genuina participación social pone nerviosos a los funcionarios, les genera no sólo incomodidad, sino auténtico prurito, desasosiego e irritación. Les da chincual, diría el abuelo. Y las consecuencias están a la mano, cuando en lugar de proceder como el folleto recomienda, lo tiran a la basura, real y también metafóricamente. El caso de Tlaltizapán que en este mismo número se presenta, ejemplifica, como otros, y patéticamente, ese tipo de situaciones. Atropellos que no pueden darse sin dos factores en complicidad: a) la anuencia de una estructura institucional que se vuelve así pseudoacadémica, y b) el interés económico propio de los inversores y propulsores de megaproyectos -en el caso de Tlaltizapán carretero- definidos precisamente al margen y en contra de comunidades afectables y afectadas.
No puede faltar en la narración del “Tesoro del Pueblo” la figura del vecino que vende piezas arqueológicas, interesado en comprarle la estatuilla al niño. El relato presenta así de manera sintética pero elocuente la realidad de la mercantilización de la cultura, que es la mercantilización misma de la identidad. Y el niño, actuando en consonancia con los tres referentes con que cuenta –familia, escuela y asamblea– rechaza la oferta.
Ante la oferta, el profesor aparece de nuevo en escena con aseveraciones que han dejado de ser las oficiales, para migrar al sentir de grupos hoy calificados como “conservadores”: aseveraciones tan subversivas hoy en el marco de un proceso galopante y extendido de mercantilización a ultranza, de larga data, que permea por todos los costados, como la de que “la cultura del pueblo y sus diferentes expresiones no son una mercancía”, u otra igualmente radical y desmesurada: “la riqueza cultural de un pueblo no puede medirse con dinero. Sus valores están fuera de esta forma de apreciar las cosas, pues la constituyen conocimientos que deben ser disfrutados por todos”.
A su vez, el profesor de Pedrito no se queda en el circuito cerrado del “disfrute” de ese patrimonio cuando pregunta a sus alumnos: “¿qué podemos hacer por nuestro patrimonio cultural?” Y dice más: “los bienes culturales son fuente de progreso. Nosotros somos herederos de una gran cultura que se ha enriquecido con el paso del tiempo y tenemos la obligación de cuidarla y acrecentarla”. Aquí el inevitable tropiezo es que el maestro no estaba puesto en antecedentes de que años después, el plantear a los bienes culturales como fuente de “progreso” ha servido precisamente para justificar que lo que más progrese sea su mercantilización, propiciando lo contrario al cuidado y acrecentamiento de esa gran cultura.
Es significativa la respuesta que da quien vende las piezas cuando Pedrito le habla de los conceptos vertidos por su profesor: “ese maestro no sabe de negocios”. Y es que, medio siglo después, todos debemos saber de negocios.
Hay una institución que casi pasa desapercibida en el relato, y sin embargo es la que da cauce a la derivación del mensaje. Asediada tanto como su cometido ya desde tiempo atrás, acosada tanto como su materia de trabajo, casi medio siglo después, el Instituto Nacional de Antropología e Historia, en la figura de sus integrantes, no debe asumir como algo natural y ajeno a su encomienda el efecto del modelo extractivista y de la serie de megaproyectos directa o indirectamente asociados al mismo. Pero es que no nos hemos enterado de que el tesoro ya no es del pueblo, sino de las empresas extractivas y de instituciones distanciadas del mismo.
Y si el tesoro del pueblo se ubica en su identidad y en su dignidad, dentro y fuera de relatos de divulgación, sin embargo, desde una antigua óptica hoy intensificada y extendida, ese tesoro está en todos lados, en todos los ámbitos y sustratos, y está ahí con un solo propósito: el de ser extraído y explotado sin pausa.
¿Se ha entonces de reeditar “El Tesoro del Pueblo” y de hacerlo leer a diestra y siniestra? Tal vez, pero el foco en todo este asunto no es el folleto en sí, sino el problemático contexto actual.
Una pregunta pertinente es si a casi medio siglo de la publicación que nos ocupa, siguen vigentes los conceptos de referencia o los principios que proyectaba entonces. Si bien el Instituto Nacional de Antropología e Historia ha funcionado como un ordenador territorial basado en la presencia diferencial de vestigios arqueológicos, en la dimensión histórica de los territorios y en las diversas expresiones actuales de diversidad cultural, la intensificación del extractivismo ha disparado e intensificado las presiones exógenas en los territorios, aunque esas presiones de hecho han existido a lo largo de la historia.
El niño de un relato actualizado vive en ese contexto, que incluye además una precarización manifiesta en las tres instancias referenciales mencionadas: la familia, el ámbito educativo y el de la organización en colectividad. No solo la inseguridad actual en el país impacta a las tres instancias del relato en mayor o menor grado (¿quién iba a imaginar, por ejemplo, el cobro de ”derecho de piso” a una escuela primaria?): también la migración parental, el abandono programado del campo, la condición precaria del profesorado y de los planes de estudio, y los embates contra la comunalidad misma constituyen, entre otros, condiciones favorables para la mercantilización de los recursos de todo tipo, para la transformación misma de la vida en un recurso y para el paso de lo dialógico a lo instrumental, es decir, de una lógica relacional a una lógica transaccional.
Y si esa comunidad rural de la narrativa fuera la de Tlaltizapán, en Morelos, el hallazgo de la figurilla sería, en síntesis, una mala broma. Porque los pobladores encontraron ahí figurillas y algo más: no solamente antiguas estructuras arqueológicas, sino que se toparon con una institución requerida urgentemente de un proceso de rescate de la coherencia básica.
El cuadriculado progresivo del territorio nacional como depósito o fábrica masiva de materia prima y la urbanización en función de una relectura de los territorios a través del lente de la mercantilización a ultranza, forman parte de ese cuadro.
En el momento de publicarse la obra de marras, terminando el tercer cuarto del siglo pasado, México aún no se veía sometido a la fase neoliberal del capitalismo que fue irrumpiendo en todo su devastador apogeo, aunque el régimen político imperante se hallaba muy lejos de una verdadera apertura democrática, a la cual por cierto aún no llegamos a cabalidad.
Sin pasar por alto los usos del patrimonio cultural como recurso de legitimación de un régimen, el Instituto Nacional de Antropología e Historia, antes de esa inmersión neoliberal que persiste y como una de las instituciones emanadas de la ya cada vez más soslayada Revolución Mexicana, era un integrante orgánico de la institución del Estado dedicada a la educación pública. En la misma narrativa centrada en ese vestigio prehispánico, vemos cómo adquieren relevancia ciertas instancias locales, y una de ellas, protagónica, se encuentra representada precisamente por el profesor de la escuela primaria rural. La cultura no es en esa narrativa, como no lo es tampoco en la realidad de cada día de la gente, una dependencia gubernamental, ni adorno, ni espectáculo: es una realidad que permea la vida cotidiana de los pueblos, enlazada estrechamente a su identidad y un objeto esencial de la educación pública.
Es decir, este material se ocupa centralmente de la identidad, pero también, sin artificios, remite a la dignidad. No sólo a la identidad y dignidad de los pueblos, sino a la identidad y dignidad de las diversas instituciones involucradas en el periplo de niño y figurilla. Y nada de todo eso es una mercancía.
Hoy, a casi medio siglo del relato, nos tenemos que formular, como pueblo y como institución, las mismas preguntas. Y una de ellas, central, remite a ese binomio identidad-dignidad. ¿Dónde radica? ¿Existe una dimensión compartida de ese binomio? ¿Cómo se genera? ¿Qué procesos y fuerzas lo condicionan o determinan?
Y la cultura es biocultura, o no es. Pero a eso no llegó el cuento.
Referencias
- Albala, Eliana (2003). “Bernardo Baytelman Goldenberg”, en: Parrilla, Laura (Coord), Jardín Etnobotánico, Museo de Medicina Tradicional y Herbolaria. Cuernavaca, Morelos. México: INAH, pp. 31-38.
- De la Torre Villar, Ernesto (2002). “Alberto Beltrán (1923-2002) I”, Periódico Humanidades (Coordinación de Humanidades, UNAM). No. 232, junio. Disponible en: http://www.aceroarte.com/coleccion/Alberto_Beltran.htm
- _______, Ernesto (2002). “Alberto Beltrán (1923-2002) II”, Periódico Humanidades (Coordinación de Humanidades, UNAM). No. 233, julio. Disponible en: http://www.aceroarte.com/coleccion/Alberto_Beltran.htm
- De León, Imelda (1984). Artesanías tradicionales de México. México: Secretaría de Educación Pública.
- _______, (Coord) (1988). Calendario de fiestas populares. Dirección de Culturas Populares. México: Secretaría de Educación Pública.
- _______, (2016). “Un archivo de memoria”. Artes de México, 42:68-72.
- De León, Imelda; Espinosa Mireles, Ana; Margáin, Carlos B. y Alberto Beltrán (1974). El Tesoro del Pueblo. Relato sobre el patrimonio cultural. México: Secretaría de Educación Pública.
- Hersch Martínez, Paul (2012). “Bernardo Baytelman, Jorge Angulo y Alfredo Barrera en los antecedentes del Jardín Etnobotánico en Cuernavaca”, En el Volcán Insurgente, 2012, 6:45-55.
- Margáin, Carlos B. (1951). Los lacandones de Bonampak. México: Ediciones Mexicanas (Una reimpresión del libro se hizo en 1972 en la colección Sep Setentas, de la Secretaría de Educación Pública).
- _______, (1954). “La zona arqueológica de Tulancingo”. Anales del Museo Nacional de México, 6:41-47.
- Tibol, Raquel (1985). “Alberto Beltrán: de grabador a dibujante”, Revista Proceso, diciembre 7.
[1] Comunicación personal de la Mtra. Lina Odena Güemes, quien fue alumna de Margáin en esa asignatura.