Número 69

94 Hambre en Matamoros Emiliano Hersch González Hoy, nuevamente, se presentó a consulta un niño semi inconsciente. “Obnibulado”, diría el libro. Lo atendió mi compañero enfermero, y me llamó preocupado, ¿necesitaba ir al hospital? Él, de pensamiento ágil, ya le había checado la glucosa, y eso era: el niño estaba hipoglucémico. Por hambre. Le dimos un jugo, luego otro, luego una barrita, y un rato después el niño ya estaba caminando. Le pedí a la mamá que pasara conmigo al consultorio para platicar. Cierro la puerta detrás. La mamá está serena, pero un brillo en los ojos la delata. Me explica que no ha podido darle nada de comer a su hijo desde las dos rebanadas de pan que le dio ayer por la mañana. Le explico que su niño está bien, en este momento. Que se le bajó el azúcar, nada más grave. Por hambre. “Hambre”. A pesar de que he trabajado antes con poblaciones vulneradas, hay un efecto devastador en esa palabra que no conocía. Un efecto devastador en un padre. En cuanto la escucha, los ojos de la mamá se llenan de lágrimas. “Ya no quiero estar aquí, solo quiero regresar, no quiero que mi hijo siga pasando por esto”. Y las lágrimas se convierten en llanto. Es como si un padre pudiera tolerar que sus hijos estuvieran enfermos de cualquier cosa, menos de hambre. Hambre. Ninguno de ellos pensó nunca antes que sus hijos sufrirían algo así. Porque ella tenía una vida normal, tranquila, clasemediera. Pero ahora es refugiada. Refugiada, como el otro niño desfalleciente de hambre que atendí antier. Ese día, mi compañero me pidió que revisara a un niño que venía casi desmayado, según su padre, porque era asmático. Efectivamente, lo vi muy mal, apenas podía hablar. Lo revisé con cuidado. Signos vitales normales, pulmones normales, color normal. Todo dentro de parámetros normales. “¿Qué tienes, qué sientes?” El niño me contestó con un murmullo: “tengo hambre”. Dos segundos de silencio, y el padre no resistió más. Se puso rojo, se dobló en dos en la silla y empezó a llorar y a berrear descontroladamente. “Nunca debí salir de allá, no debí hacer este maldito viaje”. El niño seguía apagado, impasible, mientras su papá se derrumbaba en lágrimas y mocos y yo, conteniendo el nudo en la garganta y la humedad de mis propios ojos, trataba de calmar al hombre farfullando palabras de aliento que sonaban huecas a mis oídos. Hay algo particularmente devastador en ver a un padre llorar por no poder darle de comer a sus hijos. Y pues nada, le conseguimos algo de comer. Al menos para aguantar un día más. No estoy en un remoto país empobrecido. Estoy en Matamoros, Tamaulipas, a unos metros de la frontera con Estados Unidos, donde miles de refugiados se han reunido esperando a que se derogue el título 42, una infame ley de Trump que permite a la Border Patrol expulsar de manera “express” a los solicitantes de asilo humanitario sin tener que darles la protección que el derecho internacional exige, bajo pretexto de que representan “un riesgo sanitario” por el COVID. Una ley absurda y xenófoba, pero que le ha permitido a Estados Unidos resguardar su blanquitud frente a las hordas de la otredad. Así, millones de personas que han recorrido miles de kilómetros huyendo de guerras, persecución política, violencia

RkJQdWJsaXNoZXIy MTA3MTQ=