25, Septiembre de 2013

Los condenados

 

"…Debo dejar la casa y el sillón, la madre vive hasta que muere el sol,
y hay que quemar el cielo si es preciso, por vivir. Por cualquier
hombre del mundo, por cualquier casa."

Silvio Rodríguez

 

Según la OMS (Organización Mundial de la Salud) La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades.  Bajo esta premisa, me es fácil suponer que vivimos en una suciedad sociedad insana.

Estamos condenados a la resignación de una vida así de insana, o a la búsqueda aún más insana de cambiarla. No puedo saber quién es más insano: quien se resigna a vivir en esta realidad, o quien decide apostarlo todo por cambiarla.

Los primeros están condenados. Confinados a aceptar de buena gana las migajas que desde arriba les tiran. Condenados a enajenar su mente y su voluntad a cambio de ser incluidos. Están confinados a un sillón y al control remoto. Condenados a apagar la mente y vivir felices, según el esquema de felicidad prediseñado que se maneja en las altas esferas.

Los segundos, están aún más condenados. Condenados a pasar por las brasas ardientes, por los vidrios molidos, a perder la calma, a perder la cordura, a perderlo todo a cambio de la esperanza de saber que algo ha cambiado. Ellos saben que la apuesta tiene un alto costo; pero están dispuestos a pagarlo. Los padres están condenados a dejar a sus hijos, y los hijos están condenados a dejar a los padres. Están condenados a dormir en suelo duro, a pasar hambre y frío. Aprenden canciones y las entonan como himnos, apaciguando así la soledad. Gritan consignas y se desgarran la voz que exige ser escuchada.

Son capaces de sentir el dolor ajeno como si fuera propio, y de pelear por la justicia como si en ello se les fuera la vida. Se condenan a la indiferencia sembrada por el mismo sistema contra el que luchan. Son llamados alborotadores, revoltosos, comunistas, huevones, rojos, anarquistas, inconformes, intransigentes, pseudo-estudiantes, y son tratados como delincuentes.

Los ojos se les llenan de rabia, y las manos de impotencia cuando presencian alguna injusticia. El estómago se les contrae, los dientes se aprietan y los músculos se tensan. Se convierten en blanco de amenazas, de la intimidación y la persecución. Conocen el miedo, y la fuerza dentro de sí, los obliga a ser valientes. Han llegado demasiado lejos, no pueden claudicar ahora. El miedo se convierte en coraje, y se abre su pecho para entregarse a la lucha sin reservas.

En la noche una guitarra suena. Café, tabaco y alcohol acompañan la alumbrada. Los compañeros se vuelven familia. Las canciones evocan recuerdos de una vida que –sin darse cuenta- han dejado atrás. Vuelven suyas las calles, sus gargantas disparan el puño que ha de ser clavado en las fauces del mismo sistema que los condena.

Lo apuestan todo, con la seguridad de nada. A cada paso avanzado, la incertidumbre crece. El cansancio pesa, pero es opacado por el deseo de ver cumplida la utopía. Duermen de día, y en la noche la vigilia se hace necesaria. Sueñan despiertos. Porque no hay seres más soñadores que los condenados a luchar.

Están condenados a la cárcel, a sitios escondidos que nadie conoce, donde han de llevarlos sin que  nadie lo sepa. Están condenados a la muerte en batalla, con una bala atravesando sus órganos vitales, atropellados bajo las llantas de un autobús, desaparecidos. Condenados a sentir la lucha perdida, al triste sabor de la derrota, al amargo sabor de la traición, al ácido sabor de la opresión. Están condenados al nudo en la garganta, a la taquicardia, al hueco en el estómago, al asco, a la gastritis, al duro golpe de perder a un compañero.

Después de todo, y solo después de todo. Están condenados a sentir una inmensa alegría al ganar una batalla, al cosechar el fruto de su esfuerzo. Están condenados a pequeñas dosis de felicidad. A una felicidad no convencional y no estereotipada. Una felicidad que sólo podrán conocer los condenados a la vida, los condenados a la insatisfacción, y a la intensidad de la pasión que sólo las cosas más sublimes pueden darles. A la patria, la justicia y la verdad, a la libertad, al amor, a la vida…