Un recuerdo cariñoso a un gran profesor: “papá Melgar”

 

Trabajar con la memoria sin duda es arduo, ya sea con la propia o en el diálogo con los sujetos de la investigación antropológica. Mi trabajo de investigación recurrentemente me ha llevado a la realización de historias de vida, y he aprendido que el recuerdo es sólo una parte del relato. En general, en la investigación que he realizado en los últimos años, he podido percibir de qué manera los sujetos van reconstruyendo su biografía a partir de fragmentos, algunos más nítidos que otros, pero que casi nunca resisten el contraste con otros referentes. Al intentar escribir el presente texto, me he enfrentado a lo que yo supongo son mis recuerdos en torno a alguien que tengo más presente en términos afectivos que a través de anécdotas claramente guardadas en la memoria. Es por ello que ofrezco disculpas de antemano si mi relato pudiera estar más o menos distante de la realidad. De alguna manera mi intención a través de estas líneas, es expresar mi afecto por un profesor y amigo con quien la convivencia no fue mucha, pero que despertó en mi una gran admiración y estima que deseo compartir ahora.

¡Hace 36 años ingresé a estudiar a la ENAH!, en 1984, con el entusiasmo que me proporcionaba haber encontrado mi camino después de diversos pasos en falso en años previos. Una época en la que ya nos advertían los profesores, durante el curso propedéutico, que no nos hiciéramos ilusiones de lograr un buen empleo cuando termináramos nuestros estudios como antropólogos. A pesar de esa advertencia muchos nos inscribimos en el primer semestre en alguna de las siete licenciaturas que se ofrecían. De las cosas que nos enteramos en nuestros primeros semestres, fue que los grandes maestros de la antropología habían dejado de dar clase en la institución, y algunos de ellos habían sido reemplazados por jóvenes y brillantes profesores, en un reemplazo generacional, que llevó a algunos a formar una planta académica sólida en la ENAH, y a otros a migrar más tarde a la UAM Iztapalapa, principalmente.


Ricardo en Acayucan, 1986. Foto: Mauricio List

La de entonces era una escuela que yo percibía como un pequeño pueblo, en el que la mayoría nos conocíamos, al menos de vista, sabíamos quiénes serían en algún momento nuestros profesores, e igualmente nos enterábamos de los “chismes” que circulaban sobre profesores, alumnos y trabajadores. En esos lejanos años el director era Gilberto López y Rivas, conocido entonces como el “comandante perisur”, y lo sucedería en la gestión Manuel Gándara. Sin duda, se trata de una época en la que nuestra escuela funcionaba como una comunidad con sus fricciones y conflictos, pero en la que había un espíritu de gremio que no duraría mucho tiempo, debido a las presiones institucionales que se cernían desde el gobierno federal.

Igualmente, los estudiantes que ingresábamos en esas lejanas generaciones, éramos un colectivo absolutamente heterogéneo en el que lo mismo había campesinos, profesores normalistas, profesionistas de otras disciplinas, y recién egresados de la educación media superior, interesados por una formación académica crítica, que llegábamos de una diversidad de lugares del país y del extranjero. De ahí que no resultara extraño que los grupos escolares estuvieran integrados por estudiantes de diversas edades, orígenes étnicos y condiciones sociales.

Para ese momento yo ya tenía claro que quería ser antropólogo social, pero aún no sabía a qué me quería dedicar como investigador. Si bien la ENAH era ya entonces un sitio diverso, en el que la investigación era el aspecto medular de la vida académica, elegir un tema de investigación implicaba ya entonces, asumir la dirección de un profesor o profesora en una región específica del país: la región Chinanteca, la Sierra Tarahumara, la Sierra Norte de Puebla, o el sur de Veracruz, eran algunas de las muchas posibilidades, pero aunque el tema o la región fueran atractivos, elegir a una profesora o profesor era fundamental. No era raro entonces que hubiera una gran movilidad entre seminarios de investigación, lo cual ampliaba la posibilidad de establecer nuevos contactos y amistades de las diversas especialidades antropológicas.


Ricardo, primero de izquierda a derecha. Centro Coordinador Indigenista, Veracruz, 1986. Foto: Mauricio List

Ello me llevó a explorar diversas posibilidades en compañía de mis amistades más cercanas. Así, estuve en el Seminario sobre identidad de dos queridas profesoras: Sara Lara y María Ana Portal, que ya en ese entonces estaban desarrollando investigación en el centro de Tlalpan, lo cual además permitía hacer trabajo de campo en un sitio cercano. Muy probablemente hubiera seguido los estudios sobre identidad con ellas, pues disfrutaba las sesiones con mis queridas profesoras, sin embargo, en algún momento ambas dejaron la ENAH, y hubo nuevamente que iniciar la búsqueda de un seminario que cumpliera mis expectativas.

Fue en esa época cuando obtuve lo que se llamaba una “beca de trabajo”, que consistía en una cantidad mínima de dinero por laborar en alguna de las áreas administrativas de la escuela. Esa era una forma de subempleo que ayudaba a que funcionara la escuela, y a pesar de que la paga era insignificante, para mi era la coartada perfecta para pasar el día ahí donde era realmente feliz. Yo empecé a colaborar con el departamento de Becas y servicio social, lo que me permitió entrar en contacto con una buena parte de la planta docente de todos los programas académicos. Ello fue una ventaja para ir avanzando en la selección de cursos.

Posteriormente, en 1986, ingresé al Seminario de Antropología comparada Nahua-Popoluca que coordinaban Ricardo Melgar y Cesar Huerta. ¿Cómo llegué ahí? en realidad no lo recuerdo, pero supongo que fue a sugerencia de alguien, pues en ese momento no conocía a ninguno de esos profesores, y supongo que tampoco tenía muy claro la zona que habían elegido para el desarrollo del trabajo de campo.

Debo señalar que esa experiencia me resultó absolutamente sui generis, pues no funcionaba como un curso convencional. Lo que me encontré al inicio de cursos fue un grupo heterogéneo de estudiantes de diversas generaciones, quienes llevaban a cabo trabajos de investigación en el sur del estado de Veracruz, en la región de los Tuxtlas. Además los temas eran igualmente diversos, y daba la impresión de que no había una clara estructura de las jerarquías y las dinámicas del curso. Así, los nuevos rápidamente nos incorporamos a las actividades académicas del seminario, pues había mucho que leer para ponerse al tanto de la zona, y de las problemáticas que nos encontraríamos. Recuerdo haber visitado la mapoteca de la escuela revisando las cartas topográficas de la región, lo más parecido al Google Maps de ese entonces, tratando de ubicar la región de investigación.

Una de las primeras tareas que se nos asignó fue elaborar un texto que presentaríamos en un evento en Acayucan, Veracruz, en marzo del siguiente año, así que había que darse prisa con ese trabajo. Mi escasa formación antropológica de ese momento me llevó a retomar el tema de la identidad para la elaboración de ese primer texto, especulando sobre su carácter étnico en la región a investigar. La primera anécdota significativa de mi trabajo con Ricardo Melgar fue cuando me citó para revisar mi texto. Lo fui a buscar a su cubículo cuando él me indicó y en ese momento me dijo: —Acompáñame. Yo lo seguí, nos subimos a su auto, y mientras él conducía me dijo que leyera, y en el camino por un extenso recorrido por la ciudad de México, que duró varias horas, fue haciéndome comentarios y correcciones de lo que más tarde sería mi primera ponencia. ¿A dónde íbamos? No lo sé, pero debimos haber hecho unas cuatro paradas en el camino. Debo decir que esa fue una experiencia significativa para mi, pues lo viví fundamentalmente como una muestra de confianza por parte de mi profesor, que se me quedó muy grabada en la memoria.

Como bien nos informó Melgar, en marzo nos preparamos para ir a Acayucan a la que sería nuestra primera parada en el viaje de trabajo de campo. En esa ocasión llegamos al Centro Coordinador Indigenista, que en ese momento contaba con un albergue con literas en un enorme galerón, y donde nos hospedamos la mayoría de los estudiantes. No estoy seguro cuantos días estuvimos ahí, pero siendo unos cuantos los que íbamos por primera vez, preferimos quedarnos cerca de nuestro profesor, que en esa ocasión viajaba con su esposa Hilda y sus dos hijos: Emiliano, que debe haber tenido unos seis o siete años, y Dahil que debe haber tenido menos de un año. Así, con al lado de nuestro profesor conocimos al director del Centro Coordinador Indigenista, y al de Culturas Populares, quienes igualmente eran convocantes al encuentro académico que tendríamos esos días.

Para mis compañeras Gabriela Llano y Macrina Restor, y para mi, fue muy grata esa convivencia. Emiliano era un niño con mucha energía, que en ese momento estaba maravillado con algún personaje que practicaba karate, y constantemente nos mostraba sus habilidades en ese arte marcial, al punto que dábamos la vuelta para no encontrarlo con frecuencia. Como dije, Dahil era una pequeñita encantadora que solía estar con su mamá. Nosotros no podíamos evitar reírnos cada vez que Hilda le gritaba a su marido: —Ricky, pásame la bolsa de los pañales; — Ricky, pásame la leche de la niña. Para sus alumnos, a pesar de la afabilidad y de la calidez de trato, Ricardo Melgar era un académico serio y formal, y escuchar a su mujer decirle Ricky, nos sorprendía y nos daba risa. Otro recuerdo de esos días fue una ocasión en la que Hilda nos pidió que la acompañáramos a la tienda a donde llevaría a Emiliano para comprarle alguna golosina. Cuando llegamos a la tienda nos dijo a nosotros, —Elijan un dulce, yo se los invito. Esa invitación nos enterneció enormemente. Si no recuerdo mal, después de esa práctica fue que nos empezamos a referir a nuestro profesor como “papá Melgar”, pues sentíamos su calidez, su gentileza y por supuesto su autoridad académica.


Ricardo en Acayucan 2, 1986. Foto: Mauricio List

En esa salida, como he dicho, éramos muy novatos y por supuesto, aparte de estar emocionados, estábamos nerviosos. No queríamos hacer alguna tontería, no queríamos cometer alguna imprudencia. Fue en esa ocasión cuando conversando con Ricardo le pregunté ¿qué debo escribir en mi diario de campo? y su respuesta fue Todo. Yo me reí e insistí pensando que me estaba tomando el pelo, pero ¿qué es “todo”?, y él repitió Todo. Debo reconocer que pasaron algunos años antes de que entendiera qué quería decir, pero al fin lo logré. Cuando llegó el día en el que debíamos partir, se despidió de nosotros afectuosamente, deseándonos buena suerte, que vaya que la necesitaríamos en un viaje increíble hacia una pequeña localidad llamada “Perla del Golfo”, a la que llegamos después de una travesía a pié que duró cuatro días, pues entonces no había camino, y de la que tuvimos que salir varios días después en lancha, por el mar, antes de que entrara el norte, que amenazaba con dejarnos atrapados en esa pequeña ranchería.

Mi recuerdo de Ricardo Melgar es de un profesor que nos orientaba pero que era poco directivo. Podía hacer comentarios agudos, correcciones muy precisas, pero no lo recuerdo persiguiendo a sus alumnos, mi impresión es que nos daba mucha libertad, para bien y para mal. Sin embargo, no podíamos evitar hacer contrastes con los seminarios de investigación de nuestros condiscípulos, y era claro que nosotros nos sentíamos más cercanos afectivamente a nuestro profesor que el resto de los miembros de nuestra generación.

Las clases de Seminario con Ricardo Melgar eran interesantes y productivas. A pesar de que los alumnos de semestres avanzados eran quienes regularmente hacían las exposiciones de clase, él siempre estaba listo para corregir o complementar alguna idea. Estaba claro que por más brillantes que fueran sus alumnos, todos le guardaban un enorme respeto y aceptaban de buen grado sus observaciones.


Papá Melgar:  Ricardo y Dahil. Foto: Mauricio List

Debo decir que la siguiente práctica de campo la hicimos solos, en esa ocasión ya no nos acompañó, aunque siempre supimos que contábamos con su guía y orientación cuando la necesitábamos.

No puedo recordar la razón por la que no continué trabajando con Ricardo Melgar. Es probable que haya sido porque al terminar los cursos de la carrera, me fui a vivir a Tlaxcala para trabajar en un museo de arte popular, y durante los siguientes años me adentré en los estudios de museografía y museología, que me permitieron culminar mi tesis de licenciatura. Al ingresar a la maestría mi trabajo de investigación dio un giro para centrarme en estudios de género y sexualidad en el contexto urbano.

Pasaron muchos años, y en el año 2000 lo busqué nuevamente. Fui a contarle que hacia algunos años me había titulado de la licenciatura y que recién había concluido la tesis de maestría, y le dije que sería un gran honor para mi si aceptaba ser mi sinodal en el examen de grado. Por supuesto, de una manera muy generosa aceptó la invitación y fue nombrado presidente del jurado que me examinaría. En esa ocasión me acompañaron Elsa Muñiz, mi directora de tesis; Mariana Portal, Amparo Sevilla, entre otros académicos y compañeros, y Ricardo dijo durante el examen que ya que estaban presentes los sinodales suplentes, que sería muy bueno que igualmente pudieran preguntar. A pesar de que me hizo sudar la gota gorda con eso, reconozco que fue un gesto muy bello de su parte, que al final tuve que agradecer.

Después de eso, en 2004, me invitó a escribir un artículo para Memoria, Revista mensual de política y cultura, del Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista. Gracias a ese pretexto nos encontramos nuevamente y pudimos conversar, siempre pensando que debíamos mantener el contacto.


Papá Melgar 2: Ricardo y Dahil. Foto: Mauricio List

Lamentablemente después de esa ocasión pocas oportunidades tuvimos de encontrarnos, pero en cada ocasión fue muy cálida la reunión. Siempre le tuve un cariño enorme, siempre pensé en él como un profesor entrañable, y sospecho que intenté parecerme un poco a él en mi trato con mis alumnos.

Realmente me dio tristeza no haber tenido la oportunidad de reunirme nuevamente con él. Como profesor uno conoce a muchos estudiantes a lo largo de los años y no se puede recordar a todos, pero hay algunos con los que se da una mayor afinidad. Siempre sentí que con Ricardo Melgar logré esa conexión a pesar de que el tiempo y la distancia no nos permitió una mayor convivencia. Estoy seguro de que como en mi caso, muchos de los múltiples alumnos que tuvo a lo largo de los años, lo recordarán con el afecto y la admiración que le guardo.