Comunidad, identidad y conflicto: Apuntes generales sobre resistencia y reorganización social durante el Formativo en Mesoamérica

Introducción

El presente texto surge de una ponencia presentada en el 2014 en el III Coloquio de Estudios Arqueológicos, Antropológicos e Históricos Sobre la Guerra en Mesoamérica, titulada “Comunidad, identidad y el conflicto intertribal durante el Formativo en Mesoamérica: Planteamientos generales para el estudio de la resistencia en la arqueología”.

En dicha ponencia se presentaron algunos esbozos teóricos que pretendían marcar líneas que creemos necesarias para el estudio de los fenómenos de resistencia en la arqueología. Sin embargo, en el proceso nos dimos cuenta de que teníamos que realizar ciertas reflexiones generales acerca del rol que jugaron las comunidades en la consolidación de las sociedades clasistas del llamado Formativo mesoamericano, particularmente durante la reorganización que se desató después del surgimiento de las primeras sociedades clasistas y de su expansión[1].

            Consideramos que es necesaria esta problematización pues si asumiéramos que la desigualdad social es el resultado “natural” del acceso diferencial a recursos, de la búsqueda de prestigio, de poder político y de beneficios económicos, significaría que asumimos que la naturaleza humana es egoísta (Chomsky y Foucault 2006; Sahlins 2011) y al adoptar esta postura corremos el riesgo de normalizar y legitimar el sistema actual de exclusión, explotación, violencia y guerra (Dussel 1998; Freire 2005).

Como alternativa, aquí se reconoce que los fenómenos sociales no se derivan de un sistema genético que pre-determina el comportamiento humano, que los sistemas sociales son finitos y están en transformación por sus propias contradicciones, que las dinámicas de los fenómenos sociales cambian conforme cambia la estructura propia del sistema y que las comunidades son participantes activas en los procesos históricos y no simples receptoras de la voz de las élites.

El Formativo, como cronología, encierra el periodo en el que se concreta el establecimiento de las sociedades clasistas en Mesoamérica. La conformación de este tipo de sociedades se dio entre el 2000 y el 500 a.d.n.e. (Grove 1981). Esta idea puede sustentarse en la existencia de sitios tempranos de distintas filiaciones étnicas: San Lorenzo, La Venta, Izapa (mixe-zoques), Monte Albán, San José Mogote (zapotecos), Cuello, El Mirador, Nakbé, Colhá (mayas), entre otros (Clark et al. 2000; González Lauck 2000; Wiesheu 2000).

            Cabe aclarar que no es nuestra intención determinar si la reorganización socio-política que se infiere del Formativo correspondió a sociedades cacicales o estatales (en lo que se refiere a institucionalidad), o si se trató de la formación de estados primarios o secundarios (cf. Carneiro 1970). En todo caso, creemos que se trata de un periodo revolucionario que culminó con la consolidación de los sistemas clasistas en la región (Acosta 2012; Florescano 2009; Grove 1981).

            Lo que aquí nos interesa es cuestionarnos por qué las comunidades aldeanas con organización tribal, que existieron previo a la conformación de las sociedades clasistas, estuvieron dispuestas a subordinarse a miembros de su mismo grupo (Clark y Blake 1994; Godelier 1990), a adoptar instituciones que seguramente les resultaron ajenas y, sobre todo, a transformar la estructura interna de su propio sistema social.


Escultura Olmeca característica del Formativo, Parque-Museo La Venta, Tabasco. Fotografía: Israel G. Ozuna García

 

Comunidades tribales y  sociedades clasistas iniciales en el Formativo

Desde la periodización de la Arqueología Social (posición teórica de línea materialista histórica) se propone que, antes del surgimiento de las sociedades clasistas, la región que por consenso se denomina Mesoamérica debió estar poblada por sociedades con una estructura tribal (Bate 1984).

Las sociedades tribales se distinguieron por tener una propiedad colectiva sobre la fuerza de trabajo y sobre los medios de producción (instrumentos y objetos de trabajo). Para ejercer una propiedad efectiva sobre los objetos de trabajo, constituidos principalmente por los recursos naturales, estos grupos requirieron tanto de un crecimiento demográfico sostenido como de una organización estratégica para defenderse (Bate 1998; Sarmiento 1992, 1993).

En las sociedades clasistas iniciales -modo  de producción que creemos surgió, se expandió y consolidó en Mesoamérica durante el Formativo- las clases explotadoras se habrían apropiado de la fuerza de trabajo de la clase explotada (mediante la imposición de tributo en forma de productos o de trabajo vivo) y habrían tenido propiedad de una parte de los instrumentos de trabajo (el conocimiento especializado). Los miembros de la clase explotada habrían sido copropietarios de los objetos de trabajo y de los instrumentos de trabajo dedicados a la producción agro-artesanal (Bate 1984, 2002).

En esta posición teórica se considera que el motor del cambio y desarrollo se encuentra al interior del sistema social y no en aspectos externos, aunque tenga distintos niveles de interacción con estos. Por esta razón partimos de la idea de que fue en el interior de las propias comunidades tribales en donde se generaron las condiciones que posibilitaron su cambio cualitativo hacia los sistemas clasistas. Sin embargo, en la tradición materialista-histórica se reconoce también un principio de conservación de la esencia social en el que las instituciones conservan la coherencia productiva del grupo (Sahlins 1988), por lo que asumimos que una sociedad sin clases sociales se habría resistido no sólo a incorporarse a un sistema clasista, sino a transformarse ella misma a una sociedad dividida de esta manera. Es por esto que consideramos relevante cuestionarnos el porqué de la diversificación de los centros de poder del Formativo tras el surgimiento de las primeras sociedades divididas en clases, más allá de la incorporación de determinadas comunidades a los distintos centros de poder.


Patio interior de la Pequeña Acrópolis, Yaxchilán, Chiapas. Fotografía: Gabriela P. González del Ángel

 

Identidad, lo propio y lo otro

El mantenimiento y perpetuación de cualquier tipo de sistema social requiere de su reproducción en el nivel de la superestructura. La identidad, como fenómeno de la superestructura, es “una construcción colectiva generada [y concretada] en los procesos sociales” (Good y Corona 2011: 23). El contenido esencial inmediato de la identidad se encuentra en la dimensión de la cultura (la cual es conjunto singular de formas fenoménicas) y no en el sistema de relaciones esenciales (Bate 1998). Por esto, es la existencia singular del grupo la que condiciona y define sus propios límites, los cuales son observables dentro de su sistema de reproducción cultural específico (Barth 1976).

En la singularidad histórica y cultural de cada grupo se concreta el sistema general de relaciones sociales. Así, la propiedad colectiva de las comunidades tribales encontró sus límites en la singularidad de éstas, enmarcadas cada una en su propio espacio y tiempo. Sus límites estuvieron dentro de las relaciones que permitieron la reproducción de los grupos como unidades culturales diferenciadas, es decir, de la reproducción de lo que cada comunidad reconoció como propio (lo cual no excluye que hayan existido aspectos generales entre distintas comunidades).

Por otro lado se encuentra la relación de alteridad, la cual, cuando se observa desde la hegemonía en un ejercicio que busca legitimar la dominación, concibe lo propio como el deber ser y al otro como diferente (González 2013). El antecedente histórico de esta perspectiva de alteridad –que habría condicionado la respuesta de las comunidades tribales a la expansión clasista– estuvo en el reconocimiento del otro como aquél que se encuentra fuera de la reproducción del sistema socio-cultural propio y como iniciado en un universo simbólico distinto y extraño (Krotz 1994). Es la coexistencia de diferentes singularidades históricas la que nos permite hablar de esta relación entre lo propio y lo otro.

En las comunidades tribales, la propiedad colectiva sobre los medios de producción condicionó la existencia de su identidad e intereses propios de grupo. Esos intereses respondieron a la necesidad de continuar su existencia como comunidades identificadas mediante la reproducción de sus sistemas culturales propios y, con esto, a su reconocimiento como grupos étnicamente diferenciados de otros.

Creemos, como lo señalan Spencer y Redmond (2003) para el caso de Oaxaca, que ante la agresión de grupos clasistas expansionistas reconocidos como otros, las comunidades aldeanas –que habrían tenido una estructura social tribal– se vieron forzadas a ejercer estrategias de resistencia ante la dominación para seguir perpetuando tanto su esencia de comunidad como su singularidad cultural. Dentro de estas estrategias se encontró la centralización del poder (Spencer y Redmond 2003)[2]. Para las comunidades del Formativo que habrían resistido la avanzada de las sociedades clasistas ya conformadas por otros, fue dentro de su identidad propia de grupo en donde el desarrollo de la centralización se posibilitó por –como señala Bate (1984)– consenso político.

La centralización habría requerido forzosamente una división en las diferentes formas de trabajo (intelectual y producción directa) y habría llevado a la diversificación y especialización de las unidades domésticas tradicionales de los grupos tribales, así como en los intereses al interior de éstos. Es decir,  la forma que habría adquirido la organización social de estos grupos, la centralización, habría sido contraria al interés por la propiedad comunal.


Tablero de los Esclavos, Palenque, Chiapas. Fotografía: Israel G. Ozuna García

 

Conflicto y resistencia

El conflicto lo definimos como la “incompatibilidad de intereses entre actores” (Rondo 2006: 15). Es importante separar la naturalidad del conflicto entre seres humanos, que resulta por el hecho de existir con necesidades distintas, al de la existencia normalizada de la violencia y la guerra, los cuales son resultado de la imposibilidad de resolución de los conflictos (Rondo 2006). La coexistencia entre lo propio y lo otro es la relación en la que se sostiene históricamente el conflicto intertribal.

El haber ejercido propiedad sobre recursos específicos[3] –objetos de trabajo– condicionó los límites de la propiedad colectiva, pues la reproducción social de lo propio chocó con la existencia e intereses de los otros. Así, la existencia concreta de cada grupo estableció los límites de lo general de la propiedad colectiva. Sin embargo, no creemos que el choque de intereses entre tribus, el conflicto intertribal, haya generado directamente las condiciones de dominación clasista.

Más bien, los intereses colectivos de reproducir la cultura propia hicieron factible el desarrollo de prácticas institucionalizadas de reproducción identitaria, lo cual habría sido un proceso acelerado por la presión del conflicto. Estas prácticas de reproducción y conservación de la singularidad cultural habrían sostenido una separación social al interior necesaria para mantener las nuevas formas de organización que permitieron la conservación de su identidad colectiva. Por esta razón, no coincidimos con la idea de que los primeros sistemas de dominación clasista “difundieron” sus instituciones. Más bien pensamos que, posterior a su surgimiento y a su necesidad de expansión, desataron una reacción en cadena de reorganización de los sistemas sociales ancestrales.

Planteamos entonces que fueron las propias comunidades de tradición tribal las que, en busca de una perpetuación de su grupo ante la amenaza latente de integración al sistema de dominación de los otros, generaron las condiciones materiales que agudizaron las contradicciones al interior y dividieron a su comunidad en clases sociales diferenciadas. Estas contradicciones al interior, ligadas a la división entre el trabajo intelectual –centralizado para la toma de decisiones– y la producción directa, requirieron previamente el consenso necesario para establecer la centralización (Bate 2002; Sarmiento 1993). El consenso habría sido resultado de la necesidad de la comunidad de su conservación identitaria para perpetuar las relaciones sociales de producción comunales. Paradójicamente, las relaciones sociales de producción comunales habrían sido las mismas que posibilitaron el surgimiento de las condiciones superestructurales que las contradijeron.

La centralización, pues, habría sido una forma de potencializar el desarrollo de la producción de una forma conveniente para la continuidad del grupo. El desarrollo de las fuerzas productivas habría permitido la continuidad de la existencia del grupo como unidad en términos de la identidad cultural, pero al mismo tiempo habrían fundado los cimientos de una nueva estructura social.

Así, la jerarquización y posterior estratificación social habría sido resultado de las contradicciones profundizadas en este periodo. La diversificación de centros de poder en el Formativo se habría visto favorecida por los procesos de resistencia de las comunidades a desaparecer como tales, las cuales sacrificaron contradictoriamente la estructura comunal por conservar su identidad.

 

Comentarios finales

Creemos que resistencia no es un fenómeno que pueda entenderse como mera oposición al poder, pues es en realidad parte del poder mismo. Es tal vez la cara opuesta de la hegemonía dentro del mismo fenómeno.

La relación de lo propio con lo otro en las comunidades de tradición tribal constituyó esta primer forma de resistencia (si es que podemos llamarla así) a desaparecer como unidad cultural. Sin embargo, la reorganización que de ésta se desprendió fundó la posibilidad de división en clases sociales y las víctimas de un nuevo sistema de dominación. La resistencia en el periodo de las sociedades clasistas se habría transformado: ya no habría que resistir la dominación del otro como miembro de otra comunidad, sino al otro al interior del grupo, al otro que cada vez exigía más tributos para mantener el sistema que le otorgaba gozo y privilegios. Los intereses de comunidad, con el surgimiento de las sociedades clasistas, se transformaron fundamentalmente en intereses de clase. De esta manera los fenómenos de resistencia se habrían re-direccionado.

Escribimos estas anotaciones no sólo para el conocimiento de los grupos del pasado, sino para la reflexión de nuestra historia en proceso y de nuestro contexto actual. En estos momentos de marcadas crisis sociales, de tanto aniquilamiento de la vida humana, no debemos naturalizar ningún sistema de dominación, sea pasado o presente, bajo el mito de una “naturaleza humana egoísta”. No debemos seguir consintiendo el discurso de aquéllos que intentan legitimar sus privilegios con el falso argumento de que esa es la condición humana, como si ésta fuera única y estática. Al contrario, tenemos la obligación de proponer siempre desde un camino ético y de responsabilidad.

Si tocamos el tema de la resistencia es porque creemos que ésta, sin alternativa, corre el riesgo extinguirse, y que sólo la resistencia con alternativa posibilita la transformación. No obstante, en su camino, la resistencia también puede fundar nuevos sistemas de dominación. Vale la pena preguntarnos entonces qué camino seguir para no reproducir el viejo vicio de la opresión.

 

Referencias

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Bate, Luis Felipe. “Hipótesis Sobre la Sociedad Clasista Inicial”, en Boletín de Antropología Americana, No. 9, 1984.

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Carneiro, Robert L. “A Theory of the Origin of the State”, en Science Vol. 169, No. 3947, 1970, pp. 733-738.

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[1] Las reflexiones que se presentan en el texto sólo pretenden ser guías generales en la formulación de preguntas e hipótesis específicas, no buscan explicar el proceso histórico concreto de toda la región, pues esto no puede realizarse exclusivamente desde los planteamientos teóricos y estaría alejado totalmente de las posibilidades de cualquier esfuerzo humano individual.

[2] Spencer y Redmond proponen que existieron también otras estrategias, como lo habrían sido la nucleación y la jerarquización.

[3] Como condición necesaria para la reproducción de las comunidades tribales.