¿Antropología para el poder o antropología para el pueblo?

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La generación de la década de los años 60 en la Escuela Nacional de Antropología e Historia se forma en una perspectiva integral de las ciencias antropológicas, con cursos durante año y medio de un tronco común de materias de las distintas disciplinas: arqueología, antropología física, lingüística,  historia, etnología, y la presencia entre el profesorado, de distinguidos exiliados republicanos como Juan Comas, Ángel Palerm, José Luis Lorenzo, o de los distintos exilios latinoamericanos, como Rodolfo Puiggrós (argentino), Enrique Valencia (colombiano), Carlos Navarrete (guatemalteco), Stefano Varese (peruano) e incluso estadounidense, como Mauricio Swadesh.

La ENAH era un espacio político en el que tenía lugar una confrontación directa con el Estado mexicano, no sólo por la participación de muchos de sus estudiantes en los movimientos sociales de la época que desembocan en el movimiento estudiantil de 1968, hasta su culminación represiva en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, hace 46 años, y por la presencia del Partido Comunista Mexicano y otras organizaciones revolucionarias de variada naturaleza, sino también por la acalorada reacción y debate del alumnado frente a lo que considerábamos como las corrientes oficialistas de la antropología, representadas en muchos casos por algunos de nuestros profesores que trabajaban en las instituciones del Estado.

Foto de archivo El Universal

La antropología social y la etnología mexicanas se desarrollan muy ligadas al estudio de la alteridad. Forjando Patria (1916), obra clave de Manuel Gamio, padre fundador de la antropología mexicana, se refería al impacto negativo de las “pequeñas patrias” en el proceso de construcción nacional del México postrevolucionario. Se va conformando institucionalmente, sobre todo a partir de la reunión en Pátzcuaro en 1940, la corriente asimilacionista /integracionista del indigenismo. Frente a este indigenismo y la perspectiva de considerar a la antropología como “ciencia del buen gobierno” (Gamio),  reacciona un sector de estudiantes que proponen una antropología comprometida o  militante, y que paralelamente también se deslinda de la llamada antropología crítica del grupo de los siete magníficos (Guillermo Bonfil, Arturo Warman, Margarita Nolasco, Rodolfo Stavenhagen, Mercedes Olivera, Enrique Valencia y Ángel Palerm)que publica el libro Eso que llaman antropología mexicana.

Rodolfo Stavenhagen. Foto de  Benjamín Flores

Metodológicamente, la crítica cuestionaba el estudio de la comunidad como un todo descontextualizado, con una visión monográfica, estática,  que constituía una tendencia a ser superada por la perspectiva marxista. También se ponía en duda la supuesta “neutralidad” de la ciencia, y se le contraponía con el compromiso social de los antropólogos.

La relación etnia / clase, explorada por Rodolfo Stavenhagen y el concepto de colonialismo interno, de Pablo González Casanova, abrían perspectivas en estos años, junto al estudio crítico de la cuestión nacional, dentro del propio campo marxista

Para esta generación, la antropología social, en particular, era en buena parte, la ciencia de la otredad y la diferencia; dedicada al análisis de la diversidad social, étnica, de género, grupos de edad; al examen de las relaciones conflictivas o armoniosas entre los heterogéneos componentes que conforman las sociedades humanas, las cuales, no obstante esa pluralidad y diversidad, constituyen una sola especie que evoluciona a partir de su determinación o particularidad social y la producción de cultura, mismas que superan su condición estrictamente biológica.

Pablo González Casanova

Precisamente, el distinguido pero olvidado antropólogo estadounidense Leslie White (1900 – 1975), una singular y solitaria figura que tiene el valor de hacer un viaje a la Unión Soviética en 1929, en el contexto del adverso medio anticomunista que predominaba en Estados Unidos, distingue al ser humano por su capacidad para crear cultura y define este concepto como “el continuo temporal y extra somático (esto es, no biológico) de objetos y eventos que dependen de la capacidad humana de simbolizar” [3].En el desarrollo evolutivo de los primates, el ser humano aparece cuando se desarrolla la habilidad de dar un significado abstracto a un objeto o suceso. El lenguaje articulado es la más característica y la más importante de las formas de simbolizar, única en esta especie. De esta manera, el ser humano es definido básicamente en términos de su expresión simbólica y, por consiguiente, por su capacidad concomitante para producir cultura.

White argumenta que la cultura, como instrumento extra somático, no puede ser explicada a través del factor biológico, siendo éste irrelevante para los problemas de interpretación de la diversidad y de la evolución de la cultura. Propone que la ciencia que estudia el fenómeno cultural sea llamada propiamente culturología y no antropología, y que las interpretaciones sobre esta realidad sean culturológicas y no sicológicas o biológicas.

Leslie White

 

El estigma colonial

Por otra parte, nuestra generación hacía hincapié en el hecho de que la antropología, como disciplina, había nacido con el pecado original de una intensa relación de los antropólogos con la expansión colonial, principalmente de las metrópolis europeas y Estados Unidos, y con los procesos de formación de Estados nacionales que tienen lugar con el capitalismo, que son igualmente violentos y etnocidas. Recordemos la lapidaria frase de la antropóloga Kathleen Gough: «La antropología moderna, como disciplina universitaria, es una hija del imperialismo capitalista occidental»..[4] En 1972 se publicaría un libro clásico sobre el tema escrito por Gerard Leclercq: Antropologie et colonialisme.[5], en el cual se escudriña en torno a las relaciones peligrosas de los antropólogos con los afanes colonialistas de sus respectivos países metropolitanos.

Hacía finales de la década, el 10 de octubre de 1969, el llamado “grupo de los viernes”, conformado por estudiantes de los años avanzados de la Licenciatura, presentó sus comentarios al artículo “En torno a la nueva tendencia ideológica de antropólogos e indigenistas”, de Alfonso Villa Rojas, Publicado por América Indígena (XXIX-3, julio de 1969), en una mesa redonda organizada por el Seminario de Estudios Antropológicos. Este documento, titulado “Acerca de la antropología militante” inicia su argumentación con una declaración de identidad del propio grupo:

“Nosotros nos contamos entre los antropólogos de la “nueva ola” (como usted los califica), que afirman que el antropólogo debe estar comprometido. Y estamos enteramente de acuerdo con la posición que usted cita, desaprobando, del peruano Stefano Varese, en el sentido de que la responsabilidad del antropólogo “se define en relación a la condición de la sociedad en que vive y actúa…La tarea antropológica no puede limitarse exclusivamente a la denuncia ex cátedra, sino debe abordar también el campo de la acción.”  

El documento del “grupo de los viernes” va respondiendo a los argumentos de Villa Rojas, quien sostenía que “la lealtad fundamental del científico social ha de estar, por sobre todo, en el sentido de ceñirse a sus principios metodológicos, así como de apegarse a su verdad a pesar de las presiones que encuentre en su camino…Lo malo está –continua Villa Rojas--, en entremezclar la arenga política con los postulados de la ciencia o de confundir los ideales con los medios para obtenerlos. Son dos cosas distintas, y cada quien es libre de escoger la línea de acción que mejor se ajuste a su voluntad y temperamento.” (Alfonso Villa Roras, Ibíd.)

Soldados entrevistan a mujer afgana. Foto de Christian Valverde

Ante estos razonamientos, los partidarios de la antropología militante responden:

“Esta posición, presentada por usted como algo claro y evidente por sí mismo, como punto de llegada, es apenas para nosotros uno de los puntos de partida. Nosotros nos preguntamos: ¿cómo se producen esos principios metodológicos y esa verdad? ¿En qué condiciones históricas y sociales? Y luego: ¿cómo se produce esa elección, que usted deja al libre albedrío, a la vocación o al temperamento de cada quién? ¿Se produce al azar, son hechos puramente intelectuales, obtenidos por ciencia infusa? O por el contrario, se producen según ciertas reglas y ciertas restricciones de orden histórico social. ¿Puede separarse la antropología de la política? -, o para ir más lejos, ¿puede separarse cualquier actividad humana de la política?, o por el contrario, ¿Qué no todo obrar es siempre un obrar político, como lo ha afirmado Gramsci?”

La posición de esa joven generación de antropólogos se sintetiza en los siguientes párrafos:

“Para nosotros lo esencial ya no es acumular hechos y anécdotas, ni hacer catálogos de conductas “exóticas”, como lo fue para el liberalismo condescendiente de la mayoría de los antropólogos “clásicos”, para nosotros lo fundamental no es la trasformación de la mentalidad de los oprimidos, como lo es –en la práctica—para el indigenismo, sino la modificación radical de la situación que los oprime, lo que exigimos es una manera de pensar y de entender el mundo social en función de las necesidades, los intereses y las conductas específicas de los grupos marginados, explotados y colonizados del mundo… al revelar nuevas posibilidades para la acción política, que ayuden a abolir la estructura clasista de la sociedad, el antropólogo revela nuevas posibilidades de desarrollo y aplicación de su ciencia.”

Se podrá afirmar que estos debates han sido superados y que la antropología al servicio del poder es cosa del pasado y que actualmente nuestra disciplina esta liberada de la pesada carga colonial. Además, se argumentará con cierta razón: ¿Qué responsabilidad tenemos los antropólogos actuales con ese tipo de relaciones peligrosas y complicidades?: Como he estudiado en un libro sobre el uso de la antropología en la contrainsurgencia, las brigadas de combate de las fuerzas de ocupación de Estados Unidos en Irak y Afganistán han contado con el auxilio de equipos de antropólogos y científicos sociales de otras disciplinas que hacen su trabajo de interpretación de las culturas para los fines de la guerra de contrainsurgencia por el módico salario de mil dólares diarios, sin el menor rubor o remordimiento. La intelectual orgánica de este esfuerzo mercenario, la doctora Montgomery McFate, incluso se queja amargamente de que mientras sus honorables detractores de la academia estadounidense integrados en la American Anthropologist Association (AAA) se encuentran encerrados en una torre de marfil, y más interesados en elaborar resoluciones en su contra, ella encuentra soluciones para que su país salga triunfante en esas guerras, que evidentemente tienen un claro carácter neocolonial.

Montgomery McFate. Foto de Bruce Gilden

Recordemos que en 1946, Ruth Benedict (1887 – 1948), dilecta discípula de Franz Boas (1858 – 1942), gurú de la antropología estadounidense, publicó una obra titulada El crisantemo y la espada. Patrones de la cultura japonesa, [6] producto de una investigación realizada durante la segunda guerra mundial, a petición de la Oficina de Información de Guerra, antecedente de la CIA, y más precisamente de su sección de Estudios de la moral extranjera, encaminada a la comprensión de la cultura de poblaciones “enemigas” para un mejor control y  sometimiento “culturalmente” dirigidos.

Después de realizar investigaciones preliminares sobre Rumanía, los Países Bajos, Alemania y Finlandia, Benedict lleva a cabo su trabajo sobre Japón, con la intención, según Margaret Mead (1901 – 1978), biógrafa de Benedict, y una de las más traducidas antropólogas estadounidenses, “de contribuir al conocimiento de las potencialidades culturales que Japón podría ofrecer como parte de un mundo pacífico y cooperador.” [7]

Con todo, Benedict exponía en su obra objetivos menos idealistas que los señalados por Mead. A partir de su perspectiva mentalista, propia de la escuela de Boas, Benedict sostiene que cada cultura privilegia lo que llama una “configuración cultural” o “patrones culturales”, esto es, la idea o ideas que permean a la cultura en su esencia. Sobre esta base, Benedict establece que el principal problema para Estados Unidos en la guerra contra Japón estaba en la propia naturaleza del enemigo; “debíamos ante todo, --afirma la antropóloga-- entender su comportamiento para enfrentarnos a él”. “Los japoneses –según Benedict—expresan una ambivalencia esencial que se simboliza en la espada y el crisantemo”, ya que “son a la vez, y en sumo grado, agresivos y apacibles, militaristas y estetas, insolentes y corteses, rígidos y adaptables, leales y traicioneros, valientes y tímidos”. De aquí que en su investigación plantee interrogantes de orden práctico relacionados con el desarrollo de la guerra, como: “¿Qué harán los japoneses? ¿Se debe bombardear el palacio del emperador”?; o de naturaleza “humanitaria”, como: “¿Será el exterminio de los japoneses la única alternativa?”.[8]. Hiroshima y Nagasaki fue la respuesta del presidente Truman a la pregunta de la discípula preferida de Boas..[9]

 

Colonialismo interno

También, reiterábamos que México mantiene su “estigma colonial”, o lo que Pablo González Casanova definió con la categoría de “colonialismo interno”, que ya el sociólogo C. Wright Mills había utilizado en 1963 [10]. Este colonialismo se expresa en la relación de dominación y discriminación que establecen los grupos de poder dominantes para con los pueblos indígenas.

Según Casanova, las formas del colonialismo interno eran las siguientes:

1.- Monopolio de un “centro rector” sobre el comercio y el crédito indígena, con relaciones de intercambio desfavorables a las comunidades indígenas, que se traducen en una descapitalización permanente de éstas a los más bajos niveles, así como el monocultivo, la deformación y dependencia de la economía indígena.

2.- Explotación conjunta y combinada de la población indígena por las distintas clases sociales de la población ladina, mezcla de feudalismo, capitalismo, esclavismo, trabajo asalariado y forzado, aparcería y peonaje, servicios gratuitos; salarios diferenciales, explotación conjunta de los artesanos, discriminaciones sociales, lingüísticas, por las prendas de vestir, jurídicas, sindicales, etcétera.

3.- Diferencias culturales y niveles de vida, economía de subsistencia predominante, tierras de acentuada pobreza agrícola o impropias para la agricultura, alta mortalidad general e infantil,  analfabetismo, raquitismo, manipulación política. Este marginalismo social y cultural tiene relaciones obvias con el marginalismo político, el cual es medido por dos indicadores: la información y la votación.

A partir de su propuesta de “colonialismo interno”, González Casanova llega a una conclusión sobre la antropología mexicana muy coincidente a la de los estudiantes de la ENAH de los años sesenta:

“Desgraciadamente, hasta hoy, la antropología mexicana, que por muchos conceptos nos ha permitido conocer la realidad de nuestro país y que ha tenido un sentido humanista del problema indígena, nunca tuvo un sentido anticolonialista, ni en las épocas más revolucionarias del país. Influida por la metodología de una ciencia que precisamente surgió de los países metropolitanos para el estudio y el control de los habitantes de sus colonias, no pudo proponerse como tema central el estudio del problema indígena como un problema colonial y como un problema inminentemente político.”

En este sentido, ya desde los años treinta del siglo pasado, numerosos antropólogos en México trabajaron en la creación y el fortalecimiento de los mecanismos constitutivos de una política de Estado, el indigenismo, para enfrentar la diversidad étnico-lingüístico-cultural de nuestra nación; esto es, la otredad. De hecho, como ya mencionamos, Manuel Gamio (1983 -1960), mantenía una perspectiva del indigenismo basada precisamente en la acción del Estado, al cual calificaba como el “árbitro juicioso de la sociedad” y, en consecuencia, consideraba al antropólogo como un agente estatal [11]. A Gamio le siguieron Alfonso Caso (1896 – 1970), Alfonso Villa Rojas (1897 – 1998), Gonzalo Aguirre Beltrán (1908 – 1996), entre otros, en el desarrollo de lo que Caso consideraba como “una aculturación planificada y voluntaria” de los indígenas, “con la ayuda de un antropólogo social que se encargue de dirigirla”.[12]-

Como reacción a esta corriente hegemónica de la antropología mexicana, desde la década de los sesenta y como expresión de una ruptura generacional, se ha sostenido que el indigenismo, ya sea en sus vertientes integracionistas que pretendían asimilar a las distintas etnias a la nacionalidad dominante, o en sus variedades más sofisticadas de “participación”, o “transferencia de funciones y recursos” a los pueblos indígenas desde los aparatos de Estado, o en su reconversión nativista con indígenas “por profesión” o “caciques ilustrados” como directores de burocracias indigenistas, o comisiones  presidenciales, siempre será una política contrapuesta a los intereses de los pueblos y las comunidades indígenas.

EZLN y adherentes al CNI firman la Declaración sobre el Despojo contra Nuestros Pueblo. Foto de Sipaz

Precisamente, una de las conquistas del movimiento indígena encabezado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el Congreso Nacional Indígena (CNI) ha sido identificar en el debate nacional la naturaleza paternalista, autoritaria y enajenante del indigenismo del Estado mexicano.

Antagónico a los autogobiernos de pueblos y comunidades, el indigenismo se desarrolla a partir de contradictorias y complementarias perspectivas desde los aparatos estatales y mediado por grupos dominantes nacionales y regionales que –de acuerdo a necesidades y coyunturas económicas y políticas-- afirman un integracionismo asimilacionista de las entidades étnicas diferenciadas a la nacionalidad mayoritaria “mexicana”,  o establecen un diferencialismo segregacionista que las mantiene en sus “regiones de refugio”, según término de Aguirre Beltrán, siendo ambas políticas, en esencia, negadoras de las culturas indígenas y condicionantes del clientelismo y el corporativismo impuestos durante el régimen priísta y continuados por el panismo de los gobiernos de Fox y Calderón.

Desde sus inicios, el indigenismo asumió un relativismo cultural restrictivo como uno de sus componentes, de tal manera que se consideró que en las culturas indígenas había “aspectos” que merecían ser conservados, y que merecían respeto y protección por parte de los Estados, y otros “negativos”, que debían ser eliminados por no ser compatibles, ya sea con la modernidad o con los sistemas jurídicos vigentes.

De esta manera, la burocracia indigenista se convertía en “seleccionadora” del destino que tendrían los procesos de “incorporación” del indígena a la sociedad nacional, sin tomar en cuenta los derechos de estos grupos a decidir su propio rumbo. El indigenismo se caracterizó desde entonces por el uso de una retórica de respeto a las lenguas y costumbres indígenas, con una práctica simultánea de destrucción de las estructuras étnicas de los pueblos indios. Baste mencionar que casi el 90% de las resoluciones de los Congresos Interamericanos supuestamente en favor de los pueblos no se han cumplido desde la fundación del Instituto Indigenista Interamericano, para darnos cuenta del contraste entre la teoría y la práctica del indigenismo.

Uno de los argumentos más característicos del indigenismo como política de Estado es precisamente conceptualizar lo “étnico” como parte del “atraso”, por lo que al eliminarlo, de hecho –según este punto de vista— se logra la incorporación del indio a la sociedad nacional y su arribo a la modernidad. 

El fundamento de esta posición es una especie de evolucionismo unilineal, a partir del cual lo “étnico”  es la contrapartida del desarrollo histórico,  el “fardo cultural” que impide que los indios pasen de una situación de “casta” con respecto a la sociedad “mayor”, o con respecto a las sociedades “complejas” o “nacionales”, a una situación de “clase”. Esta última idea fue expresada por un antropólogo mexicano, Gonzalo Aguirre Beltrán, quien fue una personalidad fundamental en la elaboración teórica del indigenismo, y para quien la plena integración de los indígenas al capitalismo constituía la completa realización socio-histórica de sus estructuras étnicas y, en consecuencia, toda acción indigenista se justificaba en aras de alcanzar esa meta.

De esta manera, la política de los Estados para con las etnias o pueblos indios de América Latina se ha fundamentado en el integracionismo. Sin embargo, ésta no ha sido la única corriente indigenista. El Etnopopulismo tomo su lugar a partir del desgaste del indigenismo integracionista y la necesidad de los Estados por contrarrestar la fuerza del movimiento indígena independiente en favor de sus derechos y reivindicaciones.

Esta perspectiva expresa, en sus inicios, las posiciones de los intelectuales de la pequeña burguesía indígena y mestiza de contraponerse al integracionismo a partir de una crítica que nunca pudo superar su confianza en el Estado como el eje de las transformaciones, y su incapacidad para recurrir al marco clasista en el análisis de las relaciones entre los pueblos indios y las sociedades nacionales. Esta inconsistencia metodológica y política en la crítica llevó a muchos de sus principales ideólogos a procesos de cooptación por parte del Estado que, de esa manera, los incorpora a dirigir los aparatos indigenistas, o a servir como asesores para la elaboración de las nuevas políticas de “participación” o “etnodesarrollo”.

El Etnopopulismo parte de una concepción de apoyo radical a los grupos étnicos y se representa así mismo como el auténtico vocero de sus intereses. Otorga un valor absoluto a lo étnico como una esencia supra histórica anterior a las clases y a las naciones y, por tanto, sobreviviente a las mismas en el futuro.  El Etnopopulismo recurre con frecuencia a la idealización de la comunidad étnica, como viviendo en armonía con la naturaleza y en el interior de sus propias estructuras, en las cuales la solidaridad y la ayuda mutua imperan. Esto ha sido muy impactante para algunos sectores intelectuales que a partir del etnicismo crearon hace unos años movimientos   nativistas, que se planteaban la restauración de los preceptos y las creencias que se supone corresponden a la época prehispánica, introduciendo cultos, rituales, indumentarias, cantos y formas de organización muy en boga entre una clase media en busca de soluciones individuales a problemáticas existenciales.

Curiosamente este tipo de movimiento promovió, en el terreno de lo político, las posiciones de no participar en organismos de oposición al gobierno e, incluso, fue muy hábil para obtener ayuda estatal para muchos de sus proyectos.

Partiendo de la independencia de las luchas indígenas con respecto a movimientos oposicionistas de los pueblos mestizos o ladinos, el Etnopopulismo plantea que la problemática de los indios no se resolverá a partir de proyectos nacionales contra hegemónicos, sino al margen de los mismos, con el evidente propósito de dividir a los explotados en su conjunto, aislar al movimiento indígena de las luchas populares e introducir la idea del exclusivismo étnico, el dualismo y la pasividad políticas.

Paradójicamente, estas posiciones otorgan una gran importancia al papel que el Estado puede jugar en favor del proyecto etnicista, ya que nunca llega a plantearse la naturaleza anti indígena del mismo; por el contrario, se considera necesario actuar “desde el Estado” para lograr las modificaciones y los cambios pertinentes en favor de los pueblos indígenas, justificando de esa manera la presencia de connotados etnicistas en el gobierno como fue el caso paradigmático del antropólogo Arturo Warman.

Paralela a la acción indigenista en sus diferentes modalidades, los Estados latinoamericanos han hecho uso del genocidio contra los pueblos indígenas, cuando ha sido necesario para conservar su poder, no hay que olvidar que en Guatemala se  siguió una política de tierra arrasada que incluyó una represión permanente por más de treinta años, la creación de grupos paramilitares entre los propios indígenas para controlar desde adentro a los pueblos, los polos de desarrollo o aldeas estratégicas, los bombardeos con napalm y otras bombas incendiarias y desfoliadoras. Estas políticas de exterminio se siguieron también en el Perú, con el pretexto de la lucha contra Sendero Luminoso, y en algunos lugares de la selva amazónica del Brasil, en los que se pretende expulsar a las poblaciones indígenas con objeto de apoderarse de sus tierras y recursos naturales.

 

Los complejos étnicos

No ha sido el indigenismo el único tema de debate en la antropología mexicana. También se ha discutido sobre la naturaleza de los propios complejos étnicos, sosteniendo que éstos constituyen entidades sometidas al proceso histórico y cuyas bases socioculturales, condiciones de reproducción y formas de vinculación política, continuamente se modifican; de aquí la posibilidad de los pueblos indios de transformarse sin renunciar a su identidad contrastante. Es más, en la mayoría de los casos, las etnias no son producto de una continuidad milenaria, si no de las múltiples adaptaciones y refuncionalizaciones a la cambiante realidad colonial y nacional.

En esta dirección, el Etnomarxismo sostiene que por ser entidades históricas, los sistemas étnicos son al mismo tiempo fenómenos siempre contemporáneos; aún el pasado hay que verlo en función del presente y el futuro. Las etnias existen firmemente relacionadas con la estructura socioeconómica y política en que se insertan. De aquí que las entidades étnicas no sean “armónicas” o “equilibradas”, o esencias que transitan por los procesos históricos incólumes, sino que se encuentran incididas por su integración en la matriz clasista, no son independientes de la misma. Por ello, la necesidad metodológica de ver a las etnias en sus contextos históricos y en sus contradicciones.

Fue en esta dirección que se da la confrontación con las corrientes etnicistas o etnopopulistas, según un término introducido por Javier Guerrero, y, en particular con Guillermo Bonfil (1935 – 1991) y su “México profundo”, ya que para el Etnomarxismo, los indígenas no enfrentan un mundo genérico “occidental” o al “imaginario” de Anderson, sino a clases sociales específicas y sus representantes en el aparato de Estado. A partir de la matriz clasista, el problema indígena constituye un fenómeno sociopolítico que no puede reducirse a lo cultural. Por su carácter sociopolítico, las etnias subordinadas se vinculan con otros sectores explotados de la sociedad, aunque sus reivindicaciones políticas conserven su especificidad.

Así, la cuestión étnica deviene en parte constitutiva de la cuestión nacional y, en consecuencia, las etnias o pueblos indígenas resisten a un sistema hegemónico que debe ser confrontado con un proyecto contra hegemónico alternativo. La solución de la problemática étnica requiere de la acción de los indígenas como sujetos históricos. El EZLN, con su proyecto de autonomías que se consolida con las Juntas de Buen Gobierno, cierra el ciclo de la dependencia y el paternalismo y, con ello, cancela toda relación de clientelismo y corporativismo que practicó el Estado mexicano, con la debida asesoría antropológica.

Es la rebelión zapatista la que empieza a desestructurar estas ideologías y perspectivas teóricas, que sitúan a los pueblos indios fuera del acontecer histórico, como rémoras del pasado que niegan su potencial político en procesos democratizadores y de transformación social, todavía ancladas en prácticas sociales discriminatorias y con formas discursivas estigmatizantes.

Rodolfo Stavenhagen establece un paralelo entre las perspectivas neoliberales y las del marxismo ortodoxo sobre la cuestión indígena en América Latina, que a pesar de originarse en distintas tradiciones intelectuales y en diferentes análisis e interpretaciones de la dinámica social y económica, en ambos casos, los pueblos indios son observados como obstáculos para el desarrollo y destinados a desaparecer por la vía de la aculturación o la modernización, y añadiríamos, también por el obrerismo intrínseco en la tesis de la revolución vanguardizada por el proletariado.

Liberales, conservadores, e incluso una buena parte de las izquierdas, consideraron a los pueblos indios fuera de sus proyectos nacionales, o de liberación social; como obstáculos o lastres para el desarrollo, o la revolución; como expresión de un atraso a superar en la línea evolutiva en cuya cúspide se encontraban Estados Unidos, Europa, o los modelos de socialismo que unos y otros tenían en mente. [13] Esto último representó, para quienes nos consideramos marxistas, hacer una profunda critica a su marco conceptual para “colorear” la matriz clasista con base en los factores referidos a la cuestión étnica y señalar la especificidad indígena.

 

Los reduccionismos  

Aquí, cabe destacar sintética y esquemáticamente las críticas a los considerados reduccionismos o limitaciones en la investigación y en la práctica de la antropología: el monográfico, el burocrático-administrativo, el economicista, entre otros.

Metodológicamente, el reduccionismo monográfico parte de una concepción estático-funcionalista que observa la realidad social como un agregado de elementos cuya suma constituye el todo social. Se trata de estudios meramente descriptivos de una comunidad o grupo determinado, observándolos como una sociedad en sí misma y describiendo cada una de las partes a través de monografías en las que se privilegia el “dato etnográfico”. Se parte de la premisa teórica de no tener premisas teóricas, esto es, el empirismo meticuloso que registra toda información sin conexión alguna entre sí. En la ENAH de los sesentas se hizo célebre esta concepción con la frase de que “al campo había que salir con la mente en blanco”.

De este empirismo, que rechaza la engorrosa necesidad de explicar eventos y procesos sociales, se deriva el reduccionismo burocrático-administrativo que sustenta los trabajos de “antropología aplicada”, en los que la preocupación central es alcanzar la meta de Manuel Gamio para la antropología, en el sentido de facilitar un “desarrollo evolutivo normal”, sin preguntarse sobre la naturaleza del trabajo a realizar, su impacto en los sujetos sociales y el entorno ecológico y, sobre todo, las características del Estado que lo propicia: por ejemplo, antropólogos trabajado en desalojos de comunidades indígenas para la construcción de presas, o en proyectos de castellanización, al servicio de corporaciones mineras, eólicas y otras empresas extractivistas, así como en toda la gama de los programas indigenistas, asesorías a empresas, etcétera, por no hablar de lo que podría ser considerado el extractivismo académico.

También se ubica el reduccionismo etnicista o culturalista ya mencionado: explicación o énfasis en factores étnicos sin ninguna relación con la matriz clasista; o como una realidad síquica, subjetiva o imaginaria que se volatiza en el ámbito simbólico; este también puede llamarse reduccionismo esencialista.

El economicismo o clasismo es la contraparte del etnicismo: invoca al marxismo como su marco de referencia, pero a partir de un énfasis desmedido a fenómenos como la proletarización y la tendencia a los procesos de integración capitalista. Se subestima la capacidad de los sujetos o actores para resistir los procesos considerados como inmanentes y determinantes. Los riegos metodológicos de este reduccionismo en el análisis de la cuestión étnico-nacional, por ejemplo, es observar a clases despojadas de sus atributos étnicos, de género, edad, grupos nacionales. También, en la conceptualización de la nación como un fenómeno de «formación de un mercado» o un mero «producto de la burguesía».

En otras palabras, la abigarrada y multifacética realidad socio étnica y cultural de la nación fue observada a través del lente uniformador de las clases sociales, e, incluso, desde una perspectiva eurocéntrica. Esto trajo como consecuencia el relego político y teórico de grupos diferenciados en el interior de la nación, como las etnias o los pueblos, y la idea de un tránsito inevitable a la uniformidad, a la proletarización y al fin de los fenómenos étnicos y nacionales.

Los etnomarxistas han criticado a los partidos de la izquierda tradicional por cargar con el pecado original de las perspectivas eurocéntricas de sus creadores, quienes preocupados por la revolución mundial consideraron “pueblos sin historia” a todos aquellos que se alejaban del impetuoso desarrollo capitalista. Recordemos sus calificativos a los mexicanos de “perezosos” y “los últimos de los hombres”, al justificar la guerra de agresión y conquista de Estados Unidos contra México en 1846-1848; de acuerdo a esta interpretación, los mexicanos serían redimidos de su atraso secular, y los territorios arrebatados pasarían, a juicio de Engels, “de la penumbra de lo irracional a la luz del devenir histórico”.[14] Más tarde, durante el siglo XX, Leopoldo Mármora señaló la carga de esta herencia en los movimientos socialistas que consideraron a la burguesía liberal y al proletariado moderno como los únicos sujetos sociales posibles y necesarios de todo cambio real.[15]

 

El Instituto Lingüístico de Verano

Importante en el desarrollo de una corriente crítica en la antropología mexicana fue la investigación acción en torno al Instituto Lingüístico de Verano (ILV), que llevó a cabo El Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales de México a fines de los setenta. Constituyó una investigación colectiva sobre un problema sensible en la vida de muchos pueblos indígenas, que enfrentó las complicidades del gobierno mexicano con el ILV y la velada posición de sectores dentro del propio Colegio. El ILV fue estudiado tanto en sus postulados ideológicos como en sus acciones concretas, publicándose un libro: El ILV en México o la Declaración Mariátegui, y lográndose, a partir de una movilización de más de dos años, la cancelación del convenio entre el ILV y el gobierno mexicano en 1978.

Las cartillas de alfabetización de la Biblia del ILV introducían el individualismo, rompían todo sentimiento de lazos comunales o colectivos. El ILV trabajaba a partir de una organización dividida en tres secciones: una religiosa encargada de darle ese contenido a las campañas de penetración entre las poblaciones indígenas, así como de conseguir los fondos necesarios entre compañías petroleras, iglesias fundamentalistas y otros organismos de carácter “gubernamental”; una de lingüistas que tenía en sus manos el aspecto “técnico” de la conversión religiosa en la lengua “nativa”, quienes a su vez eran, en realidad, misioneros preparados para vivir dentro de las comunidades, aunque con una conveniente modernización de su hábitat; y una tercera sección de aviadores y técnicos de radio que constituían el aparato logístico de comunicación y transporte para la labor “religiosa”, integrado en parte por ex militares.

La verdadera labor del ILV se inscribía en una gran variedad de trabajos de espionaje, contraespionaje, contraguerrilla, control y manipulación ideológica de poblaciones, todo ello en favor de los intereses del gobierno y las transnacionales estadounidenses. Los sacrificados e inocentes misioneros documentaban las formas locales para sobrevivir en la selva, la etnobotánica, los cruces de ríos en épocas de crecida, las ramificaciones o redes de comunicación entre las comunidades, el liderazgo, los recursos naturales, particularmente de los estratégicos (tenemos, por ejemplo, el traslape casi exacto de los mapas de las zonas petroleras de Colombia y Ecuador, coincidiendo con los asentamientos ocupados por la acción misionera del ILV).

Planteaban abiertamente su lucha contra el comunismo, o contra la oposición al gobierno, apoyaban la acción de los gobiernos locales, aun cuando éstos actuaran sobre la base de la represión, estimulaban una conciencia pragmática, puritana, de arribismo individual, de ruptura de la familia extensa, proyectando la imagen de un modelo o ideal de sociedad que se concretaba en Estados Unidos.

Se practicaba una política de asistencialismo para los conversos, con las sobras de la sociedad de consumo, y la conveniente promoción de los más fanáticos y representativos de los reclutas entre las etnias de América Latina.

Actualmente, el ILV es uno de los centenares de organismos religiosos, científicos, asistencialistas o de ayuda humanitaria que actúan en las etnorregiones de América Latina en forma abierta o encubierta, algunos de los cuales expresan el carácter neocolonial de la política de Estados Unidos en América Latina. Esta penetración neocolonial es apoyada por los gobiernos de los países respectivos ya que también aquí se expresan las alianzas estratégicas que las clases dominantes mantienen  con su contraparte en Estados Unidos.

 

CLALI

En los inicios de los ochenta, a partir de un seminario sobre la cuestión nacional que se organizó en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), surge el Consejo Latinoamericano de Apoyo a las Luchas Indígenas (CLALI), que se funda con base en un documento suscrito por más de un centenar de antropólogos y algunos dirigentes indígenas, como Rigoberta Menchú. Este documento, publicado en varios países de América Latina, como “La cuestión  étnico -nacional en América Latina”, expresa la oficialización de la ruptura que se venía dando en el seno de la disciplina antropológica mexicana con el indigenismo como política de Estado. Asimismo, esta “Declaración” asentaba un compromiso de acompañamiento de los antropólogos a las luchas de los pueblos indígenas en el marco de los procesos de democratización general de las naciones latinoamericanas. La importancia de este documento es que constituyó una plataforma teórica debatida y asumida por antropólogos de muy diversas procedencias políticas e institucionales, que decidieron también el acompañamiento de las luchas de los pueblos como posicionamiento de una antropología comprometida.

Nunca hubieran imaginado los creadores de la política indigenista que el “problema indígena” se transformaría en un problema nacional a finales del siglo, a través de una rebelión armada de los pueblos y comunidades de Chiapas. Desde los años treinta, cuando se definió la política de la revolución mexicana para con los indios y se establecieron las bases de lo que sería el indigenismo de Estado, la naturaleza pluriétnica de la nación y los derechos de los pueblos no habían sido preocupación de pensadores y políticos. En el mejor de los casos, los indígenas aparecían recurrentemente como sujetos-víctimas, objetos de explotación y de políticas paternalistas. Aún en el marco de los análisis marxistas, los indígenas y los campesinos no fueron percibidos como sujetos de liberación. Criticando la perspectiva de los pensadores socialistas, de los años veinte sobre la revolución mexicana, Leopoldo Mármora  identifica el etnocentrismo en su esquema de clases, en el que los “únicos sujetos sociales posibles y necesarios de todo cambio real de la situación interna”, eran la burguesía liberal y el proletariado moderno, mientras los indígenas y campesinos, la “sustancia” misma de la nación mexicana, quedaban fuera de sus utopías.

 

Etnomarxismo en Nicaragua

En Nicaragua se probó la validez y pertinencia de las tesis del Etnomarxismo en un contexto de revolución social, en el que destaca la acción creadora de los propios pueblos de esta pequeña nación centroamericana que a través de la autonomía logran:

a) el reconocimiento de la pluralidad de los orígenes étnicos, lingüísticos, culturales y regionales en la composición nacional del Estado, reconocida en la Constitución de 1987.

b) la solución pacífica de un conflicto armado que la revolución sandinista provocó, de cierta manera, por sus graves errores en el manejo de la problemática étnica en la Costa Atlántica, mismos que ocasionaron un desencuentro inicial del gobierno revolucionario con sus habitantes;

c) los primeros pasos de una reconciliación nacional que fortalece las lealtades e identidades étnicas y las nacionales, que van complementándose mutuamente en el desarrollo del proceso autonómico[16];

d) el establecimiento de una base territorial  y un régimen político definidos en la Constitución y las leyes secundarias que constituyen los fundamentos mismos de la autonomía.

La revolución se enfrenta a tareas que no fueron cumplidas por la burguesía: un territorio fragmentado por economías de enclave, la inexistencia de un mercado nacional unificado, la soberanía nacional constantemente pisoteada no sólo por tropas estadounidenses sino también por compañías extranjeras. El Estado nicaragüense prerrevolucionario  prácticamente no existía en la Costa Atlántica. Profundas diferencias políticas y culturales, así como económicas marcan las dos costas.

En la base de estas limitaciones y errores encontramos un desconocimiento del proceso de formación de los diferentes grupos socio étnicos; la ausencia de un programa sobre la cuestión étnico-nacional; resabios etnocéntricos entre los cuadros revolucionarios; los condicionamientos de la estructura político-administrativa, etcétera.

La revolución, no obstante, a pesar de sus limitaciones y deficiencias: facilitó la formulación de las reivindicaciones históricas de los grupos étnico-nacionales del país asentados principalmente en la Costa Atlántica, así como un nuevo campo de contradicciones.

Los grupos étnico-nacionales que la Revolución encontró en 1979 profundizaron su conciencia étnico- nacional y desarrollaron reivindicaciones propias A la vez, que tiene lugar la exacerbación de la lucha de clases en el país -sintetizada en la contradicción fundamental nación/imperialismo- que promovió y aceleró dicho proceso.

Este importantísimo cambio es particularmente marcado entre los misquitos del litoral atlántico Norte, cuya vocación nacionalitaria tuvo importantes avances. Similar proceso han observado los criollos en el litoral sur. En cambio, los sumos, ramas y garífunas constituyen esencialmente grupos étnicos. En el inicio de la revolución, la no cabal comprensión de las particularidades de ese sujeto social diferenciado llevó a la comisión de serios errores y abusos que contrapusieron a esos grupos al nuevo Estado en formación.

No se entendió  la necesaria correspondencia entre las aspiraciones legítimas de los grupos étnicos y étnico-nacionales y la RPS, reduciendo la compleja estructura económico-social al enfoque clasista y economicista. Tal situación fue aprovechada por Estados Unidos para impulsar su propio proyecto contrarrevolucionario. La revolución no entendió la enorme importancia de MISURASATA en tanto que fuerza social capaz de sustentar un proyecto político que abriera cauce a la vocación nacionalitaria de los grupos representados, y en especial de los misquitos. MISURASATA respondía a necesidades reales de organización de los grupos étnicos y étnico nacionales de la Costa Atlántica de Nicaragua, misquitos, sumos y ramas y efectivamente expresaba aspiraciones legítimas. Pero también expresaba concepciones y demandas etnicistas, sintetizadas en la reivindicación de los llamados “derechos aboriginales”, las cuales fueron motivo de disensión frente al proyecto nacional de la RPS.

Un factor fundamental para explicar esta realidad lo constituye la política de Estados Unidos tendente a exacerbar las contradicciones étnicas de la sociedad nicaragüense. El objetivo estratégico de Estados Unidos lo constituye el debilitamiento de la revolución en su conjunto, como parte de sus maniobras para recuperar la hegemonía perdida con el derrocamiento del somocismo. Para ello, el imperialismo norteamericano fomenta y manipula las tendencias etnicistas del pueblo misquito a través de la idea del cuarto mundo, una variedad del etnicismo.  En 1984 tiene lugar el viraje táctico y estratégico del FSLN y el gobierno, dando lugar a un segundo proyecto de autonomía como pacificación.

 

Conclusión

Como hemos observado a lo largo de este trabajo, la antropología, como toda ciencia social, puede convertirse en un instrumento de dominación al servicio del Estado y las corporaciones, siguiendo la lógica del poder; o, desde la perspectiva opuesta de la lógica de la resistencia, como un instrumento liberador de las clases subalternas.[17] Partimos de la idea que el antropólogo, el científico social son --antes que nada-- intelectuales, definido este término en su sentido mínimo como un “individuo con capacidad crítica o de antagonismo en relación a cualquier tipo de poder. Lo que distingue a los intelectuales es su comportamiento radical y anticonformista.”[18]. Marx tenía como lema: “duda de todo”. Norberto Bobbio también considera que la crítica es uno de los atributos definitorios del intelectual[19]; mientras que Gramsci distingue, como es sabido, entre el intelectual del poder, el intelectual tradicional, y el intelectual orgánico que se desempeña en función de los intereses de los grupos subalternos y el cambio social: el dilema o disyuntiva se expresa entre: ex parte populi o ex parte principi[20]. Samir Amin lo plantea de esta manera:

“Tenemos a las personas que sostienen que nuestra sociedad necesita imperiosamente un pensamiento crítico que proporcione la comprensión de los mecanismos de cambio, un pensamiento capaz a su vez de influir en ese cambio en una dirección que libere a la sociedad de la alienación capitalista y de sus trágicas consecuencias. En la medida en que tal cosa compete a la inmensa mayoría de la humanidad (los pueblos de Asía, África y América Latina), esta necesidad resulta vital, puesto que esos pueblos experimentan en el presente el capitalismo como una forma pura y simple de depredación. Por consiguiente, propongo distinguir entre aquellos que denomino operadores mentales, que sirven al aparato ideológico establecido, y los que pueden considerarse genuinamente parte de la intelectualidad”[21]

¡Ay nanita!

 También, Esteban Krotz llama a recuperar la dimensión ética desde y para la antropología[22], criticando la “fascinación con que ciertos enfoques llamados “postmodernos” celebran la “diferencia” exactamente donde se incrementan día a día la  desigualdad y la exclusión” – y se pregunta-- ¿Podemos simplemente registrar esta situación y construir conocimientos científicos, instituciones académicas y carreras profesionales sobre ella sin dejarnos interpelar por ella, sin intervenir en ella?[23]

Antonio Gramsci


[1] Ponencia para el Departamento de Antropología de la Universidad de Sevilla, 4 de octubre de 2014.

[2] Doctor en antropología por la Universidad de Utah, USA, Profesor investigador del INAH en Morelos.

[3] Ver: Leslie A, White. The Science of Culture. A Study of Man and Civilization. Toronto: Farrar, Straus and Giroux, 1971.

[4] Kathleen Gough: «World revolution and the science of man», The Dissenting Academy, ob. cit.,

[5] Gerard Leclercq: Antropologie et colonialisme, Librairie Artheme Fayard, París, 1972.

[6] Editorial: Alianza Editorial, S.A., 2003

[7] Ver: Margaret Mead. Ruth Benedict. Columbia University Press. También: An Anthropologist at Work, Writings of Ruth Benedict. editado por Margaret Mead,  Houghton Mifflin Co., Boston 1955,

[8] Ruth Benedict. Ob. cit., p. 15.

[9] Ver: Gilberto López y Rivas. Antropología, minorías étnicas y cuestión nacional. México: Aguirre y Beltrán-Cuicuilco-ENAH, 1988.

[10] Pablo González Casanova: «Sociedad plural, colonialismo interno y desarrollo», América Latina. Revista del Centro Latinoamericano de Investigaciones en Ciencias Sociales, (México). Año VI, no. 3, julio-septiembre, 1963. Del mismo autor: La Democracia en México, Editorial ERA, México, 1965; y Sociología de la explotación, Siglo XXI, México, 1987. González Casanova es quien señala que el primero en usar esta expresión fue C. Wright Mills.

[11] Ver: Gilberto López y Rivas. “Relaciones peligrosas: los antropólogos y el Estado”,  en Convenio. Centro de Investigación y Documentación de Ciencias Sociales para América Latina y el Caribe, Zurich, s/f., pp. 45-49

[12] Alfonso Caso. Indigenismo. México: INI, 1958, p. 36.

[13] Ver: Gilberto López y Rivas. Antropología, Etnomarxismo y compromiso social de los antropólogos (Ocean Sur, 2010). 

[14] Ver. Salomón Bloom. El mundo de las naciones. Buenos Aires: Siglo XXI, 1975. También: Gilberto López y Rivas. La Guerra del 47 y la resistencia popular a la ocupación. México: Editorial Nuestro Tiempo, 1979. La  4° edición, de Ocean Sur, es de 2009.

[15] Leopoldo Mármora, El concepto Socialista de nación. México: Siglo XXI, Colección Pasado y Presente, No. 96, 1982,  p. 255. Estas posiciones se manifiestan actualmente: el siguiente texto es parte de una declaración emitida el 14 de julio de 2006 En todas estas acciones la clase obrera recupera su espacio de fuerza fundamental del proceso revolucionario, el  campesinado, los pueblos indígenas y negros y la juventud se destacan por su combatividad y participación masiva en la lucha, negando en los hechos el discurso que pretendió prosternar (Sic) la acción de la clase obrera al surgimiento de "nuevos actores sociales". El proletariado, histórica y estratégicamente, nunca perdió su papel de fuerza fundamental del proceso revolucionario.Declaración del X Seminario Internacional Problemas de la revolución en América Latina.Quito. 14 de julio de 2006 (negrillas nuestras). Igualmente, en la Resolución de solidaridad con los pueblos de América Latina y del Caribe, elaborada en el 10° Encuentro Internacional de Partidos Comunistas y Obreros, se menciona sólo una vez a los indígenas, subsumidos en  “diversos sectores de trabajadores”: “Se amplía y fortalece la organización de diversos sectores de trabajadores, jóvenes, estudiantes, campesinos, indígenas, mujeres, entre otros…” Documento citado, 2 de diciembre de 2008.

[16] Ver Manuel Ortega Hegg. Informe politológico sobre la Autonomia en Nicarágua. “Autonomía multicultural: condición indispensable para el desarrollo sustentable.”, www.latautonomy.org.

[17] Ver nuestros documentos y resultados en:  http://www.latautonmy.org

[18] Laura Baca Olamendi. Léxico de la Política. México: FLACSO-Fondo de Cultura Económica, 2000.

[19] Norberto Bobbio y Nicola Mateucci. Diccionario de Política. México: Siglo XXI, 1986.

[20] Antonio Gramsci. Cuadernos de la cárcel. Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el estado moderno. México: Editorial Juan Pablos, 1986.

[21] Samir Amin. El capitalismo en la era de la globalización. Barcelona, Buenos Aires, México: Paidos, 1999.

[22] Siguiendo el itinerario intelectual del historiador francés Marc Bloch, quien muere asesinado por los nazis en 1944 a causa de su activa y conciente militancia en la Resistencia Antifascista, Carlos Antonio Aguirre Rojas señala: “Si el intelectual no asume su compromiso social con el propio presente y con la sociedad en los que vive, se hace igualmente responsable, por omisión, del destino y los rumbos que tome esa sociedad en el momento de ir al encuentro de su particular futuro”. “El itinerario intelectual de Marc Bloch y el compromiso con su propio presente”, en Contribuciones desde Coatepec, enero-junio, número 2, p. 92. Universidad Autónoma del Estado de México.

[23] Esteban Krotz. “Cuatro cuestiones cruciales para el desarrollo de nuestras antropologías”, en Ángela Giglia et. al. (compiladores) ¿Adonde va la antropología?  México: UAM- Juan Pablos, 2007. P. 169.

EZLN y adherentes al CNI firman la Declaración sobre el Despojo contra Nuestros Pueblo. Foto de Sipaz