Número 53
59 E n uno de los tantos congresos o se- minarios que pueblan la actividad académica, un colega colombiano me comentó con mucha convicción y se- guridad de quien conoce del asunto, “los investigadores americanos nunca nos citan y mucho menos nos consignan en las bibliografías de sus textos.” No dijo que plagiaban los textos ni que hacían copias inaceptables con la ética y las buenas costumbres, pero sí insistió en el “igno- rarnos” y “dejarnos a un lado”. Una discrimina- ción similar a las que caminan por las calles grin- gas para los migrantes latinoamericanos, pero que en este caso se desenvuelve con mucha confianza y goza de buena salud en el ámbito intelectual. El desinterés o discriminación era interpretado como una especie de trato despectivo en lo que respecta a reconocer logros y activos en la comu- nidad académica latinoamericana, algo así como que ellos están en la categoría A y nosotros en la B, en la segundilla de las preferencias. En distintos momentos he encontrado iguales comentarios, desde diversas expectativas y expe- riencias, convirtiéndose en una verdad a voces en el imaginario intelectual académico latinoameri- cano de cara al Norte. Se suman las ansias de cer- tificación: ser citado, poseer una tarjeta de pre- sentación, ser admitido en esa especie de paraíso intelectual que es el mundo intelectual anglosa- jón. Lo contrario, es quedar situado en el mundo precario del rechazo, del no reconocimiento, del ninguneo. No puedo afirmar que esa aseveración sea cierta o que disponga de pruebas irrefutables de su existencia, pero sí que goza de buena sa- lud en los sentimientos de nuestra relación con el mundo investigador angloparlante. El idioma es uno de los argumentos más conocidos para justi- ficar la barrera del desconocimiento y donde se alumbran nuestras dudas, pero esa barrera es solo para un lado, del suyo y no del nuestro. A fines del año pasado, un artículo del perio- dista peruano Mirko Lauer “Asalto académico al paso”, 1 me ponía sobre aviso de un hecho pareci- do pero con el agravante de que no era una simple desconsideración, sino que hubo un plagio. Y era realizado según las denuncias por los famosos in- vestigadores Michael Hardt y Antonio Negri. Es decir, se estaba hablando de las ligas mayores de la intelectualidad y el hurto venía, para variar, del mundo anglosajón. De la sorpresa pasé al in- terés; el plagio que se atribuía a la pareja intelec- tual estaba en el libro Commonwealth, donde la pareja súperstar del conocimiento político había copiado del investigador peruano Aníbal Quija- no su concepto de “Colonialidad del poder”, y muy campantes lo habían consignado en su libro, obviando algo que es sagrado en el ambiente in- telectual, la cita, la referencia, sin la cual el desa- rrollo de las ciencias no podría existir. La mesa estaba servida: los nombres, los con- ceptos y la gravedad de la denuncia, tienen el sa- bor de esas noticias que salen generalmente en el mundo del espectáculo. Parece ser que quien dio la voz de alarma no fue un intelectual latinoamericano, no sino una 1 http://www.larepublica.pe/columnistas/observador/asalto-academi- co-al-paso-20-11-2011
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