Número 36

28 los cuales debía leerse el acontecer social con un horizonte emancipatorio, aunque el intelectual no inscribiera su trabajo en una estructura partidaria definida. El compro - miso surgía de sus aportes a un proyecto que expresaba los intereses históricos de la clase obrera. Como contrapartida de la visión an- terior, algunas escuelas del pensamiento marxista exaltaron la autonomía relativa de la práctica científica y la capacidad de generar sus propias reglas de validación cuando el conocimiento es puesto al servi- cio de los intereses históricos de las clases explotadas. Existe, en esta lectura, una in- terpretación sesgada del concepto leninista de la conciencia como elemento subjetivo que se gesta «desde fuera» de la práctica reivindicativa del sujeto social que, pese a ser portador del mandato revolucionario, es incapaz de comprender, por sí mismo, el horizonte en el cual se inscriben sus luchas cotidianas por el logro de sus objetivos in- mediatos. Si la conciencia de clase viene desde «afuera», el papel de los intelectua- les es fundamental en la construcción de un pensamiento crítico que oriente y fije objetivos de largo plazo al accionar políti- co del movimiento de masas. La llamada sociología de la «moderni- zación» hizo la apología del dato estadís- tico y del «apoliticismo», como garantía de un conocimiento social que pudiera consolidarse sobre presupuestos verdade- ramente científicos. Práctica académica y compromiso social debían transitar por ca- rriles propios y resolver sus conflictos en compartimentos estancos. Los avatares de las luchas obreras y estudiantiles y la de- bilidad institucional jaqueada por constan- tes golpes de Estado, pusieron límites a la ilusión desarrollista que acompañó a esta vertiente del pensamiento social. Hacia fines de los años setenta, buena parte de sus argumentos modernizadores estaban seriamente cuestionados. Ni la gradual «maduración» de la conciencia social de las clases trabajadoras ni la consolidación de un conglomerado empresarial moderno que cumpliera con el ciclo abierto por las burguesías europeas desde el siglo XIX, parecían objetivos alcanzables en las for- maciones sociales latinoamericanas. La visión del desarrollo por etapas, un sub- producto del estructural-funcionalismo sociológico surgido en las universidades estadounidenses, quedó trunca, o blo- queada, por emergentes políticos y acto- res sociales que no estaban previstos en los estudios que apuntaban a explicar la dinámica social en países periféricos que, de acuerdo a la teoría, debían vivir etapas de transición que sin mayores sobresaltos, abrieran el camino que conduce a la mo- dernidad capitalista. Se descubrió entonces que los populismos no eran el resultado de la capacidad de intriga y manipulación de líderes demagogos, sino el resultado de una particular coalición de clases que dis- putaba la hegemonía al bloque histórico oligárquico y conservador, que se confor- mó en la segunda mitad del siglo XIX. Hay antecedentes relevantes de inves- tigadores de prestigio que terciaron en este debate a fines de los sesenta. En esta línea, es justo mencionar el aporte de Oscar Var-

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