16, Diciembre de 2012

Crónicas desde la selva

 

“En la estación del metro balderas
ahí fue donde yo perdí a mi amor 
en la estación del metro balderas, 
ahí dejé embarrado mi corazón…”

Rockdrigo González

 

Al final de un largo día que después de todo no fue tan malo como se esperaba, desde las tibias paredes del lugar en que me encuentro, cansada, con una basurita en el ojo, escuchando "Si me miran tus ojos, vuelo con la esperanza..." , nace la idea de escribir sobre la selva de concreto, una historia que quedó inconclusa en mi cabeza y que hoy estoy dispuesta a contarles al ritmo de Joe Cocker y "Los años maravillosos"“With a little help from my friends".

Todo aquí es una competencia, desleal a veces. Justamente se trata de la ley del más fuerte, del más listo o del más “gandalla”.

 

En las avenidas la gente espera el camión a las 6 o 7 a.m.; no sé por qué a todos se nos hace tarde, la prisa es algo muy común. El transporte público viene atascado de lagartijas, por no decir que viene hasta la madre de gente. Cuando alguien hace la parada, todos corren a ganar lugar, si no sentados, por lo menos alcanzar a subirse; cuando en el camión se desocupa un lugar, el más abusado se sienta, los demás sólo contemplan. El autobús llega a la base y todos se bajan y se dispersan como cuando le echas agua a un hormiguero; pero todos siguen la misma dirección: el metro.

Afuera del metro venden desayunos en bolsitas. Qué cosa más rara, me llamó la atención. Una fruta, un vaso de yogurt, cereal. En los pasillos del metro no se puede caminar despacio, y menos a esa hora… bueno, no puedes ni ir pajareando, no te puedes dar el lujo de no saber a dónde vas, o de sacarte una piedrita del zapato, o de quitarte el suéter, no puedes voltear a mirar a un muchacho y coquetearle; vaya, no te puedes detener ni obstruir el paso. Los andenes comienzan a llenarse: los primeros vagones del tren son para damas y niños (“según”) y los demás para las bestias. Apenas llega el tren y la muchedumbre, que para ese momento ya se cuenta en cientos, comienza a presionar, a empujar, aun decentemente, pues en los vagones para "damas" viajan también -como no- señoras de mundo y chavas "ultra light" de esas que han de ser hostess o secretarias (se les ve). Abren las puertas y las más gandallas corren, reparten codazos y empujones para ganar asiento para ellas y sus maniwis. Son esas que ya tienen callo en subirse como yeguas alborotadas.

 

Conforme vamos pasando las estaciones, se va llenando más el vagón. Llega un momento en el que su servilleta (ingenua) cree que ya no cabe ni una más. Las primeras veces, como no sabes, se te ocurre ponerte hasta el fondo, en la puerta contraria porque -según tú (ingenua)- ahí no te apachurrarán tanto. Ahí aplica la ley de la más fuerte; las que están afuera se quieren subir a fuerza y empiezan a empujar hasta que, aún no me explico cómo, se suben porque se suben. Las más nice nunca pierden el glamour, te empujan con tanta decencia que da vergüenza mentarles la madre o hacerles un pancho. Ya con el tiempo, a base de enterrarte el tubo en el estómago, de viajar con la cara pegada a la puerta sin poder moverte, o respirando el aliento desagradablemente caliente de la de al lado, aprendes que el mejor lugar es entre los asientos y que -no importa cuántas lagartijas viajen en un vagón- siempre cabe una más.


Vagón de mujeres en el Metro. Ilustración de Zanate Pirata, de DeviantArt

Las que van sentadas están divididas en dos clases: 1) las que se van dando su zarpazo y 2) las que se van durmiendo. Yo casi siempre soy de las segundas.

En las estaciones donde hay correspondencia con otras líneas es el caos total, hay bolsazos, codazos, manotazos, empujones, jalones, rasguños y hasta patadas. Momentos antes de bajarte, tienes que prepararte mental y físicamente, porque bajarse es un ritual casi tan pesado como subirse. Abriendo la puerta tienes que poner el cuerpo duro, agarrar bien tu bolsa (o lo que lleves) y empujar con fuerza. Si no haces cualquiera de las tres cosas anteriores, corres el riesgo de: a) Que de un trancazo, empujón o jalón te tiren, b) Que te jalen la bolsa o se atore con la de otra o se quede adentro mientras a empujones te sacan a ti hacia afuera, c) Que los que van entrando te regresen y tengas que esperar hasta la siguiente estación para bajarte.

Y es que no hay tregua, ahí no importa si vas vestida de traje sastre, si te peinaste, si tu bolsa está chula (bueno… eso si les importa a los ratas), no importa si eres vieja, joven, fea o bella, no importa tu grado de estudios, ni tu constitución física: a todas se les empuja por igual y se les exige -por igual- que se pongan truchas. Supongo que en los vagones para bestias ha de ser más o menos algo parecido. Y si por alguna extraña razón se te ocurre viajar en los vagones para bestias, prepárate para salir de ahí como si hubieras tenido una noche de pasión con 150 toros salvajes: adolorida, despeinada, manoseada, ultrajada, salpicada... ¡ah! porque déjenme decirles que hay hombres tan finos que se la jalan en pleno vagón lleno, salpicando así con sus tristes fluidos a las incautas que viajan junto-delante de ellos (no es broma, hay gente muy enferma en el mundo); el caso es que sales apachurrada, sangoloteada, cansada, medio moribunda, nauseabunda y sin aliento. Así es como baja una mujer de los vagones para bestias, sola y en horas pico.

Como puedes te bajas del vagón; pero ahí no termina todo. Ahora estás inmersa en un río de gente. En un río bravo que avanza a gran velocidad y los pasillos se saturan, la gente camina hacia una misma dirección siempre como en una avenida de alta velocidad. En un punto los destinos se separan; pero la gente (cual pececillos) siguen los diferentes cauces del río. El río se convierte en distintos arroyos; pero no hay piedad, tienes que seguir avanzando.

En esta ciudad tienes que saber a dónde vas, tienes que andar a las vivas todo el tiempo, porque todo el tiempo estás propenso a un empujón, a un pisotón, a un trancazo en los tobillos, o en la cabeza, a que te atropellen (sea carro, moto, carrito de hot dogs, diablito, o hasta la misma gente), a un doloroso choque con cualquiera de los anteriores, estás propenso a que te roben, a que te vean la cara y te bajen tu lana, a que te vendan algo, a que te agarren una nalga, a que te acosen, a que te perreen, a que te insulten, te falten al respeto, a que te sigan, todo eso en el mejor de los casos; en el peor y exagerando un poco, a que te secuestren, que te violen, que te maten, etc.

Todo es un constante ajetreo, uno no puede caminar a su libre antojo. Hay reglas, reglas establecidas por los mismos quienes las siguen. Todos los caminos tienen un sentido de ida y uno de regreso, en todos lados, hay fila y de ley te tienes que formar. Fila para las taquillas, fila para los torniquetes, fila para salir, fila para entrar, fila para la micro, fila para el metrobús, fila para el baño, fila para esto, fila para aquello. Aunque nunca falta quien sufre ese feo hábito de la impuntualidad, y con la pena (y sin ella), se ven obligados a meterse a las filas, recibiendo toda clase de insultos e improperios, como las clásicas -y bien ganandas- mentadas de madre, empujones y demás formas de comunicación metreras.

Un buen ciudadano, inteligente, o por lo menos al que le importe su integridad, al salir a la selva tiene que saber a dónde exactamente va, trazarse una ruta y un itinerario, saber qué transporte va a tomar, saberse los transbordos en el metro y cuántas estaciones viajará, contar con cambio para el camión y saberse por lo menos la dirección de dónde quiere llegar. Claro que estamos hablando de un ciudadano modelo. En los hechos, esto no es más que una utopía: aunque esta selva sea “pequeña”, uno siempre se pierde.

Llega la 1:00 p.m. y las horas de comida comienzan. Comienza a haber gente que sale a comer. Los lugares donde venden comida se empiezan a llenar y obviamente también es la hora en la que te empieza a dar hambre. Ya no hay lugar, hay mucha gente, se tardan mucho, te anda del baño, tienes ganas de orinar, tienes hambre, estás cansada, tienes calor ¡cómo no estás en tu dulce hogar! Te cobran 5 pesos por vaciar la vejiga, ¡5 pesos! Cuando el salario mínimo ahora es de 7 pesos por hora trabajada. ¿No son groserías?

Buscas un lugar para sentarte a comer y te rifas unos buenos tacos de pastor (alemán), o de Bistec, de guisado, de suaperro, de carnitas, de canasta o qué se yo, hasta unos alambres, te refinas una gordita, una quesadilla, unas flautas, un sope, un tlacoyo (con una coca light para las que están a dieta); una pizza para la crema y nata de la sociedad, una comida corrida con tus compas de la oficina, un caldo de gallina pa' los crudos, un cocktail de camarones para los cachondos, un cocktail de frutas para los enfermos, para los desconsolados y para las obsesivas, una torta para los empleados y obreros. Los jefes y las secretarias comen en el Vips, en el Toks, en el Sangrons, en el Chillis o en un restaurancillo de mediano prestigio (según el sapo es la pedrada), hasta en restaurantes internacionales, italianos, franceses, comen comida china, o qué se yo, platillos para los de la high society.


¿Hace calor?... en un lugar como esta selva, con tanto animal, siempre hace calor en los lugares públicos. En el metro ni se diga a las 2:00 o 3:00 p.m.; es el mejor lugar para echarte una buena siestecita después de comer: te puedes subir en una estación terminal y viajar dormido de terminal a terminal las veces que quieras hasta reponer el sueño. El calor es insoportable y el olor peor (bueno, eso dicen, no lo sé de cierto por mis problemas olfativos).

Afuera, mientras los perros callejeros y lombricientos toman su siesta de medio día o se lamen los kiwis a placer, la gente camina cual zombies, con tanta pereza que parece por un momento que el tiempo se va a detener; a los que vienen cansados de trabajar se les nota en el andar y a una que otra se le ven las ganas de quitarse los tacones y el traje sastre y caminar en pelotas y descalza (digo, se les nota). Todo parece más tranquilo y las mamis van por sus escuincles a las escuelas, los niños vienen cansados y por unos momentos dejan de dar guerra (algunos pues). Lo que rifa a esa hora son las Bonais, las paletas de hielo, las aguas frescas, las congeladas, los refrescos fríos (hasta con hielo); las corbatas empiezan a aflojarse, los pies de una pata de perro como yo empiezan a hincharse, pues han estado caminando desde la mañana. La sombra es el mejor lugar; pero -como es de esperarse- las sombras siempre están ocupadas… es lo que les digo, la ley del más gandalla; sin embargo, tanto en la sombra como en los vagones del metro, siempre cabe uno más.

Una calma relativa que apenas a esa hora te permite respirar hondo sin temor a exhalar en la nuca de alguien. Parece que hay tregua. Se puede buscar entonces un lugar para descansar, sin prisas, sin tensiones al menos por unos momentos…

 

..Pero antes de cantar victoria, el corazón turbulento de esta selva, se prepara para latir desenfrenado nuevamente. La lucha por regresar a casa comienza conforme avanza la tarde. Un sinnúmero de historias siguen gestándose entre sus entrañas, y desde ahí yo, amable lector, con pluma y libreta en mano, me dispongo a escribir estas historias, estas crónicas desde la selva de concreto.