Etnografía desde la zona COVID-19 de un hospital público en Morelos

[1]*

A la memoria del paciente cuya última morada
fue la cama 333; 37 años tenía, y solo sé
que era del estado de Guerrero…

 

Resumen

Se  analiza una serie de vivencias desde la zona COVID-19 de un hospital público en el estado de Morelos, durante la segunda ola de contagios en el país. Ante lo que parece un desperdicio de experiencia social que queda en el anecdotario de voces en un mundo pensado de manera tan residual, se busca reivindicar la experiencia propia desde el padecer y desde el plano subjetivo. Por tanto, la experiencia se convierte en una forma de rescatar múltiples realidades sociales desde un abordaje etnográfico.

 

Introducción                        

Es el cuarto viernes de enero de 2021, casi el día ocho desde que sentí los estragos de una pandemia que parecía lejana. Estoy en mi habitación semiacostado y mi saturación de oxígeno baja a 79, un concentrador de oxígeno a tres litros por minuto parece ayudar poco, un fuerte cansancio me acompaña y mi mirada está perdida. De repente me quedo inmóvil, mis ojos se cierran y un sueño intenso se apodera de mí, me desmayo unos segundos y recupero el conocimiento… mi hermana me auxilia, nuestras miradas se cruzan y parecen una ventana en donde puedo presenciar el miedo e incertidumbre que trastroca nuestra realidad aquí y ahora…

 

En México la pandemia de la COVID-19 es analizada en un antes y después de la campaña de vacunación que arrancó en el segundo trimestre del 2021. De modo que este trabajo se centra en el contexto anterior a la esperanza que propagaron las vacunas en México, y el mundo entero donde de manera sistemática se privilegiaron a ciertos territorios y humanos. La pandemia en el país reportó miles de casos acumulados y defunciones, que a nivel macro es posible analizar como un problema de salud pública a partir de la morbimortalidad. Sin embargo, desde un nivel micro resulta posible avizorar múltiples escenarios ubicados en el plano cualitativo a través de narrativas que parecen ocultas en esta pandemia. En ese sentido, una tarea fundamental es repensar cómo se estructura la labor etnográfica en medio de la COVID-19, en donde la observación y el sentir se entrelazan como nodos necesarios para construir una escritura etnográfica desde el padecer en el contexto de la segunda ola de contagios en el país.

El escenario de análisis es el estado de Morelos, ubicado al sur de la Ciudad de México, territorio que históricamente ha tenido grandes transformaciones según las necesidades sociales y económicas de la capital del país; tan solo el desarrollo de megaproyectos inmobiliarios y casas de descanso en el estado se incrementó en diversos municipios morelenses desde la década de los setenta y ochenta, lo cual orilló a la población local de esas comunidades a insertarse en una economía que gira en torno a la actividad de los fraccionamientos y casas de fin de semana, donde, además de jardineros y trabajadoras del hogar, los comercios familiares son otra alternativa de ingresos. En medio de la temporada invernal y la movilidad por las fiestas decembrinas, la segunda ola de contagios en el país se reportó como la más letal[2], llegando a saturar hospitales y propiciar un desabasto de oxígeno[3]. Justamente, la alta movilidad del estado de Morelos, al ubicarse como un escenario que comunica comercialmente la costa del Pacífico con el Golfo de México a través de importantes vías carreteras –autopista del Sol y Siglo XXI–, y el arribo de residentes de la Ciudad de México a sus casas de descanso, fueron elementos determinantes para que la segunda ola de contagios en Morelos tuviera un pico epidemiológico 25 veces mayor al primer brote reportado entre mayo y junio de 2020 (Gráfica 1).


Gráfica 1.
Fuente: elaboración propia, basado en datos de la Secretaría de Salud Morelos,
(20 de febrero, 2021)

 

Etnografía y padecer

En la antropología el método cualitativo es una de las principales puertas de entrada para entender a la otredad, y en su caso, la etnografía y la observación participante son de las técnicas más utilizadas por los antropólogos;  en ese sentido, en las ciencias sociales la observación participante “no sólo [es] una herramienta de obtención de información, sino [que es] el proceso mismo de conocimiento de la perspectiva del actor, pues éste es el que abre las puertas y ofrece las coyunturas culturalmente válidas para los niveles de inserción y aprendizaje del investigador” (Guber, 2004: 121). 

Ahora bien, construir una observación participante desde el padecer implica pensar en la antropología encarnada (Esteban, 2004), como una autoetnografía que da cuenta de procesos enunciados más allá de la observación, por lo que los padecimientos no sólo son descritos desde afuera, sino que son reflexionados desde lo vivido. Si bien hablar desde el padecer en nuestro caso implica que la auto-etnografía es un ejercicio privilegiado (Esteban, 2004), también resulta una práctica compleja, porque se comparte el sufrimiento experimentado en primera persona.

En este caso, la escritura etnográfica desde el padecer implica que en las ciencias sociales “no hay una sola forma de escribir que sea neutral” (Rosaldo, 2000: 73), es decir, que la etnografía de quien padece se construye desde las emociones y miedos, lo que permea el cómo, qué y desde dónde escribir. Así, este trabajo busca recuperar lo que parece una experiencia residual que se queda en la anécdota vivida en medio de una pandemia mundial; en palabras de Santos (2003:44) se trata de rescatar el “desperdicio de experiencia”.

Así pues, al utilizar la experiencia desde el padecer como una categoría de análisis “corremos el riesgo de ser rechazados al paso” (Rosaldo, 2000: 32), por lo tanto, el análisis desde el propio padecer configura tanto la etnografía como la manera en que la misma descripción se construye y presenta. Por etnografía del padecer entendemos la percepción de enfermedades sentidas y vividas, es decir, desde la parte subjetiva el padecer es experimentar dolor, fatiga, incertidumbre, miedo, entre otros padecimientos y emociones; de modo que, todo padecer “está constituido por dos planos: primero, el plano de las molestias o de los síntomas [… y] segundo, el plano de las interpretaciones y significados personales de estos fenómenos” (Martínez, 2002: 114). Sin embargo, hablar de etnografía del padecer no es exclusivamente pensar en el enfermo, el sujeto social que padece, sino que el mismo padecer implica que el contexto familiar esté inmerso en estos padecimientos, es decir, la enfermedad vivida es un escenario, pero el cómo padece la misma familia estos procesos también es un espacio de análisis, y justamente desde las enfermedades vividas y sorteadas en el contexto familiar, la ruta del padecer se construye a través de diversos lentes que van desde lo biomédico, subjetivo y social.

El etnógrafo “es, a un tiempo, su propio cronista e historiador; sus fuentes son […] sin duda, de fácil accesibilidad, pero también resultan sumamente evasivas y complejas, ya que no radican tanto en documentos de tipo estable, materiales, como en el comportamiento y los recuerdos de seres vivientes” (Malinowski 1986: 21). La etnografía echa mano de recursos disponibles en campo, y junto a los sujetos sociales se van tejiendo historias, mismas que se presentan como rompecabezas; de modo que “la etnografía es como una pintura, un mapa o una fotografía de un aspecto de la vida social, pero compuesta desde las narraciones del etnógrafo” (Restrepo, 2016: 23).

El etnógrafo recorre diversas vivencias que registra y analiza, y en ese cometido creemos que reivindicar las experiencias residuales que deja una pandemia mundial, es rescatar las voces que conforman estos contextos. En ese sentido, por “voces de la pandemia” se entienden la del enfermo, las de la familia, la red vecinal, los médicos, los camilleros, las enfermeras, el personal de intendencia de los hospitales, los sacerdotes, los pastores, y, por supuesto, aquellas voces que se han apagado en una cama con oxígeno o con un ventilador mecánico.

Hablamos pues del padecer a partir de una diversidad de voces que desde una perspectiva epidemiológica sociocultural (Hersch, 2013), busca hacer visible que los procesos de salud-enfermedad se enmarcan en una multiplicidad de sujetos, dimensiones y respuestas, de modo que el contexto, la diversidad de voces y la etnografía son fundamentales para la perspectiva epidemiológica sociocultural (Menéndez, 2008); es decir, se entiende que la epidemiología sociocultural “reconoce como referente la articulación procesual del eje salud-enfermedad-atención [e] incorpora perspectivas y experiencias diversas” (Haro, 2011: 44).

En ese contexto, el padecer desde una dimensión epidemiológica sociocultural “no [solo] trata de intentar una visión puramente “emic” (desde la perspectiva del paciente) sino de integrar el punto de vista del actor en una suerte de diálogo que puede tener varios formatos” (Haro, 2010: 24), ya que justamente el padecimiento y la enfermedad se configuran como una experiencia vivida culturalmente, teniendo como base las representaciones que la sociedad ha construido para dar respuestas a los problemas de salud (Laplantine, 1999).

De manera que el binomio salud-enfermedad se puede avizorar, por un lado, desde el cuerpo individual como “la experiencia vivida del yo corporal” (Scheper y Lock, 1987: 7); mientras que, por el otro, como el cuerpo social que atañe a “las relaciones sociales como un factor clave para la salud y la enfermedad. El cuerpo es visto como un aspecto unitario e integrado de uno mismo y de las relaciones sociales.” (Scheper y Lock, 1987: 21), es decir, que en el proceso salud-enfermedad y atención-desatención existe una inclusión de voces, en donde el cuerpo individual que padece se agrupa en el cuerpo social representado a través de la red afectiva en los momentos de crisis e incertidumbre en torno a la enfermedad.

En este sentido, es pertinente agregar que la enfermedad resulta “una experiencia intersubjetiva en la cual no fluyen unidireccionalmente los conocimientos” (Comelles, 1997: 315), por tanto, desde el padecer en el cuerpo individual, no es posible asumir que la voluntad del paciente “va estar […] mediatizada por lo que los médicos establezcan porque son los que saben” (Allué, 1996: 110); ya que justamente desde la perspectiva epidemiológica sociocultural se busca ampliar la comprensión del proceso salud-enfermedad y atención-desatención (Hersch y Pisanty, 2016), teniendo en cuenta un referente dialógico que no solamente se incline por las llamadas voces expertas. De manera que en este trabajo “el etnógrafo se constituye como el narrador de una realidad cuyo objeto es buscar la complicidad con el lector” (Comelles, 1997: 320), es decir, hablamos desde una auto-etnografía sobre cómo resultó enfrentar la segunda ola de contagios de COVID-19 y sus padecimientos físicos, emocionales y sociales.

Ahora bien, en una pandemia como la COVID-19 –que trastoca todos los ámbitos de la vida social, en donde el ritmo de vida en nuestro país se transformó a partir de una cuarentena, una jornada nacional de sana distancia y, posteriormente, un semáforo epidemiológico– las dinámicas de vida intentan ser lo más parecidas hasta antes de la COVID-19. En ese margen, el ciclo de fiestas rituales y carnavales en el estado de Morelos dio paso a otras maneras de dar continuidad a la vida social de los pueblos. Asimismo, en los municipios que desde hace más de cuarenta años se han vuelto escenario de descanso para los residentes de la Ciudad de México, se trató de regular la entrada de personas externas a las comunidades; el caso más citado en medios de comunicación fue el de los retenes de pobladores en el municipio de Tepoztlán[4].

Para diversos municipios de Morelos, el mes de diciembre y la Semana Santa son periodos esperados por los pobladores, porque significan el arribo de vacacionistas y un importante ingreso económico para las trabajadoras del hogar, los jardineros y los negocios familiares. No obstante, la movilidad que habitualmente se espera, y que en el contexto de la COVID-19 se trató de contener, llegó para ser un parteaguas durante la segunda ola de contagios en el país.

 

Etnografía: la COVID-19 y el padecer

Soy originario de un pueblo ubicado en el sur morelense, en donde el verdor de caña y milpas, desde que tengo memoria hace 27 años, poco a poco se transformó en zonas con casas de descanso, con varillas y tabiques sembrados. Y justo desde esta ventana se percibe la pandemia de la COVID-19 antes de que se propagara la esperanza que representaron las vacunas en el mundo entero.

Es diciembre de 2020, y en mi pueblo los negocios de comida y tiendas de abarrotes se encuentran saturados de gente haciendo sus compras, lo cual significa que las familias tendrán buenos ingresos económicos. Ese mismo diciembre, mi madre y mi hermano atienden su negocio, aunque el flujo de personas caminando por el pueblo es menor que otros años; los clientes siguen entrando a comprar lo que necesitan para su despensa; la mayoría es gente que proviene de la Ciudad de México, el uso de cubrebocas no es uniforme y aun así continúan arribando a los negocios y al pueblo. Mi madre porta un cubreboca y procura no tocarse la cara, aunque es diciembre, la temporada invernal, y debería hacer frío, el calor del sur morelense de repente se hace presente y es una sensación de bochorno, misma que, afirma, le provoca comezón en los ojos, pero intenta no rascarse; es 31 de diciembre y el negocio se cierra a las 21:00 horas.

El 2021 está iniciando, y los días pasan sin imaginar lo que se aproxima. Es la segunda semana de enero y mi mamá, como todas las mañanas, reza en un altar en el que sobresale la imagen de la Virgen de Guadalupe y Jesús Nazareno –el Señor de Tepalcingo–. De repente no puede respirar, piensa que es porque está orando de prisa, se sienta y vuelve a tener la misma sensación, comenta que ha estado un poco resfriada y no sabe qué pasa. Un oxímetro en su dedo índice marcando 68 de saturación evidenció las consecuencias de la alta movilidad en el estado.

En este sentido, las incertidumbres se agudizaron en la segunda ola de contagios, en donde conseguir cilindros de oxígeno resultó una labor titánica, los establecimientos de las principales ciudades del centro de México se encontraban con largas filas, el desabasto de tanques era evidente, y una constante en estos locales fueron los letreros que indicaban que solo se podían rellenar tanques de oxígeno y no tenían disponibilidad de equipos para renta. De repente la desesperación llegaba, porque el tiempo de espera en las largas filas para conseguir oxígeno se volvía más lento.

Es el día cuatro desde que mi madre está en cama, tiene un concentrador de oxígeno puesto a 3.5 litros por minuto día y noche, su oxigenación es inestable, puede subir a 90, pero de la nada bajar a 85. En mi cuerpo siento los estragos de desvelarme, estoy cansado física y emocionalmente. Es el tercer sábado de enero por la mañana, tengo una sensación de cansancio que va acompañada de un olor fétido y pienso que la comida que ingiero está echada a perder; expreso a mi familia que algo no está bien, que un cansancio muy fuerte me acompaña, y que durante toda la mañana he tenido diarrea. Sé que el miedo es una sensación que estoy experimentando, pero ese miedo no es por mí o lo que me pueda pasar, pienso que soy joven y no va pasar a mucho.

Aislado en mi habitación, el día transcurre y mi oxigenación se mantiene en 98 y 96, pienso que todo será pasajero, que los síntomas en máximo 7 días se irán. El olfato y el gusto desaparecen ese mismo día, el olor fétido fue esa mañana y desapareció, un dolor de cabeza me aqueja en la noche y un paracetamol logra hacerlo llevadero. Los días posteriores fueron iguales, sin olor ni sabor, con dolor de cabeza y con una particular molestia en los ojos, mi saturación de oxigeno empezó a descender, y el oxímetro marcaba entre 90 y 92; ya con tratamiento médico iniciado, lo único que me seguía importando era la salud de mi madre.

En mi caso me preocupaba que mi saturación de oxígeno continuara bajando, pero lo que no consideraba como un dato alarmante era la frecuencia cardíaca, misma que el oxímetro marcaba entre 115 y 185. Llegó el día seis desde el primer síntoma, una tos seca me aquejaba, mi oxigenación llegó hasta 85 y empecé a necesitar oxígeno, primero a dos litros por minuto, después a tres, mi frecuencia cardiaca era de más de 165 latidos por minuto. En ese momento era capaz de sentir los estragos de una pandemia que vemos en la televisión y leemos en los periódicos, pero lejos de casa y lejos de tu cuerpo. El día siete sentí que todo se derrumbó, sabía que mi madre seguía con síntomas fuertes, pero ahora mi preocupación era mi propia salud.

La mañana de ese viernes fue fatal. Los síntomas se agudizaron, la molestia en los ojos y un dolor en el pecho del lado izquierdo persistía, un cansancio que me impedía pensar se apoderó de mí. Esa mañana pregunté la hora, fue el momento en que pensé que la COVID-19 podía tener una “lamentable” cifra más en el país; el cansancio que experimenté hace que algunas cosas que viví esa mañana sean borrosas, recuerdo que un cuadro con la imagen del Señor de Tepalcingo –Jesús Nazareno– me acompañaba en el cuarto, que mis ojos se cerraban y que no podía hablar, para ser exacto me desmayé unos segundos. El dolor, la ansiedad y la desesperación tienen muchas definiciones, pero éstas las pude experimentar desde el momento que recobré el sentido; mientras el concentrador de oxígeno hacía su trabajo, pude ver el oxímetro en mi mano marcando 79 de oxigenación y más de 190 latidos de mi corazón por minuto, mi presión arterial no era asunto menor y marcaba 158/96.

Lograron estabilizarme, pero mi mirada estaba perdida, mis sentidos no me acompañaban, mis pensamientos eran difusos. Ese día me sentía débil, nervioso y sobre todo con un miedo recorriendo mi cuerpo; si me dormitaba cinco minutos despertaba desesperado, me exaltaba, la tranquilidad nunca pudo llegar a casa y el trabajo de mi hermana como doble cuidadora se intensificó. La noche del día siete para entrar al día ocho fue espantosa, a los síntomas persistentes se añadió una sudoración en exceso.

Se llegó el domingo, justo el día nueve desde que empezó la odisea. Ese día por la mañana, una médica y un cardiólogo sugirieron lo que ya se veía venir, acudir a un hospital… Mi hermana y la médica hacían llamadas para buscar una cama de hospital en el pico de la segunda ola de contagios por la COVID-19; tarea titánica, pues las autoridades federales mencionaban que en Morelos la ocupación hospitalaria era mayor al 84%, mientras las autoridades locales, alarmadas, comentaban que el sistema de salud estaba al borde del colapso. Finalmente, la médica consiguió que me aceptaran en un hospital.

Una vez en el hospital los guardias de seguridad eran claros: “ingresan sólo el paciente y un acompañante”. La sala de espera en urgencias COVID-19 es fría y sombría, curiosamente está vacía porque los enfermos que llegan son regresados a casa; esperamos ahí más de 40 minutos y el oxígeno del tanque en que me apoyo empieza a agotarse; en el fondo se ven dos puertas de cristal y hay médicos, médicas y personal de enfermería con trajes de bioseguridad. Mi hermana me acompaña y dos médicos me reciben, preguntan por los síntomas y si me han hecho ya una prueba PCR, comentamos el antecedente de que en casa mi madre se contagió y tanto mi hermana como yo éramos los cuidadores; ingreso a un consultorio y me hacen una prueba rápida y una PCR. A los cinco minutos el enfermero comenta: “Positivo, te quedas, vas a salir rápido no te desesperes”.

Era algo irreal. Tenía un catéter con suero en mi mano y estaba ingresando al área de urgencias COVID-19 de un hospital; mientras iba por ese pasillo en la silla de ruedas sólo pensaba en aquellos que habían tenido un protocolo de entrada similar, y no habrían salido por su propio pie. Me llevan a una sala llena de pacientes, me asignan la cama 12 y logro contar más de 24 lugares ocupados. Estoy semiacostado en esa cama, y en la pared con hojas blancas y con plumón negro se lee: “Esto es solo una prueba, ¡tú puedes!”. A las enfermeras difícilmente se les ve el rostro entre los goggles de protección, careta y cubrebocas; procuro preguntar sus nombres, me atiende Liliana, me dice que va conectar a mi lado un monitor de signos vitales, que necesitan un registro de mis palpitaciones y regularme la oxigenación que estaba en 83/85.

Se oscureció. Ya es la noche del domingo, puedo saber porque por una pequeña ventana que está en la sala de urgencias COVID-19 ya no entra la luz del día. Puedo ver rostros desconocidos, son los demás enfermos. De repente el tiempo se detuvo, a la cama uno que estaba justo a ocho metros frente a mí llegan varias enfermeras y un médico… el paciente es un hombre mayor, no puedo calcularle la edad porque tiene aún la mascarilla de oxígeno, de repente llaman a los camilleros y empiezan a hacer su trabajo; lo primero es que desconectan el oxígeno y retiran la mascarilla del paciente, empiezan a rociar una sustancia y en varias sábanas van envolviendo el cuerpo, abren el cierre de una bolsa y entre dos personas depositan el cuerpo dentro, lo cierran y vuelven a rociar una sustancia que imagino es alcohol, llega una camilla de metal en la que suben el cuerpo, le ponen una cápsula de plástico y salen con la camilla.

Durante la noche, en el cambio de turno, llega una médica a revisar los pacientes; escucho que al enfermo de la cama 8, una persona de no más de 35 años, le pregunta si aceptaría la intubación. Él, boca abajo, balbucea algo que me es difícil escuchar, estoy un poco lejos y lo único que se escucha en esa sala es gente toser y el pitido de los monitores. Durante la noche ingresaron a cuatro personas más; una enfermera comenta que son demasiados pacientes, que varios de ellos están en sillas de ruedas esperando una cama en la entrada de urgencias COVID-19. Los gritos llamando a las enfermeras no cesaron toda la noche.

Es la mañana siguiente y lo sé porque la luz empieza a entrar por la pequeña ventana; mientras me siguen administrando medicamentos, escucho que a la señora de la cama 11 la van a subir a piso, pregunto si eso es bueno o malo. Edgar, el enfermero de turno, me dice que no sabe explicarme pero que piso es un cuarto compartido con otra persona y “hay un baño para poder bañarte”. A la señora la suben a la camilla, le ponen un tanque de oxígeno pequeño, una cápsula de plástico y sale de urgencias COVID-19.

De pronto, Edgar regresa y me dice: “También te vas a piso, allá vas a estar mejor”. Los camilleros empezaron el protocolo y, con la cápsula de plástico en la camilla, salí rumbo al tercer piso del hospital. Conforme íbamos pasando, el personal de intendencia se encargaba de desinfectar. La cama 334 me fue asignada y con una sensación de miedo ingresé a la habitación en la que pasé los siguientes tres días. Era un cuarto mediano donde la cama 334 y 333 estaban continuas. Una vez que los camilleros me instalaron en la habitación, frente a mí estaba una pared que se compartía con los pacientes de las camas 331 y 332. El ambiente no era mejor que en urgencias, la tensión y el miedo se sentían a flor de piel; al costado izquierdo de mi cama estaba un gran cristal que me permitía ver hacia la avenida y observar los zopilotes que desde el tercer piso iban y venían en lo alto del hospital.

En la cama 333 hay un paciente joven, es un hombre de 37 años; cuando los camilleros me ingresaron a la habitación él intentaba hablar con su familia, su oxigenación está muy baja, se cansa para decir algunas palabras, escucho que del otro lado del teléfono está su papá, el enfermo le externa a su padre que no queda tiempo y lo tienen que intubar. El mismo paciente de la cama 333 hace otra llamada, el teléfono que dicta tiene lada 733 y de inmediato identifico que es del estado de Guerrero; el otro familiar que quiere localizar no puede contestar, son varios intentos que mandan a buzón de voz y el destino se empeña en retrasar la intubación. De pronto contestan, del otro lado del teléfono está una mujer y el enfermo le da la noticia, una voz entrecortada responde que debe ser fuerte, él replica casi para despedirse: “Mi amor, si fallé en algo te pido perdón”.

La llamada con su esposa terminó, le preguntaron al paciente si podían iniciar el proceso de intubación, él preguntó la hora, los médicos contestaron que aún no era medio día, él asintió con la cabeza y el personal de salud empezó a conectar aparatos. Fue entonces que el personal médico inició su labor y cerraron la cortina que separaba su cama de la mía. El pitido del monitor de signos vitales de esa cama vecina retumbaba en mis oídos; con el cambio de turno llegaron las enfermeras de la tarde, no habían transcurrido más de dos horas desde que el paciente 333 había sido intubado, y como al inicio de cada jornada laboral, el personal de enfermería se encargó de tomar los signos vitales; de pronto, un médico y más enfermeras arribaron a la habitación, estaban alrededor de la cama vecina. Imaginaba lo que ocurría, pero no podía observar porque la cortina blanca servía como barrera.

En la plática de los médicos y enfermeras supe que el paciente que se encontraba a menos de medio metro de mi cama había fallecido, las enfermeras comentaban: “Es solo el ventilador el que está trabajando”, ellas confirmaron que el hombre ya no tenía signos vitales. El paciente de la cama 333 pasó más de dos horas en la cama contigua esperando para que recogieran su cuerpo. Llegaron dos camilleros, empezaron el protocolo y se escuchaba el crujir de los cierres donde metieron el cuerpo; bastaron solo unas horas para que el vecino quedara dentro de una bolsa.

Intentar dormir en medio de la incertidumbre es una sensación poco conocida… cuando la noche caía, los gritos desesperados no paraban. La tercera noche en la zona COVID-19 se resume en una serie de lamentos y el caminar acelerado de las enfermeras por los pasillos. A lo lejos se escucha el golpeteo de una camilla y una voz exclamando: “¡No puedo respirar! ¡Auxilio, auxilio!”. Mi corazón se acelera, los mareos intensos y la sudoración excesiva se combinan con la ansiedad que me aqueja, Christi, la enfermera de turno, llega a la cama 334, nota mi desesperación y mientras me da pequeñas palmadas en la espalda se detiene a conversar; en el transcurso de la plática logro conciliar el sueño y el escenario caótico quedaba atrás.

A la mañana siguiente para ocupar la cama 333 llegó Patricio, un maestro jubilado originario de Cuernavaca, que impartió clases a nivel primaria en estados de la región sur del país, que estuvo casado dos veces y se convirtió en padre de cuatro hijos. Patricio llevaba 20 días con síntomas de COVID-19, mencionó que su madre y su hermano también estaban contagiados y que en los últimos días no había tenido noticias de ellos. Prácticamente él decidió ir al hospital porque conseguir oxígeno resultó imposible.[5]

El tiempo en ese cuarto de hospital se hace más lento de lo normal. Un médico se acerca a la cama 334 y comenta: “Tienes alta por mejoría, las palpitaciones inusuales y oxigenación se están controlado, por tanto, en casa es necesario oxígeno y tratamiento médico”. Aunque los mareos, el dolor de cabeza, las sudoraciones y la molestia en los ojos continuaban, sabía que lo peor ya había pasado. En el camino de regreso a casa el aire me pega en la cara, disfruto observar los sembradíos de caña y los animales pastando, disfruto de esas cosas simples que antes no valoraba.

Llegamos a casa y mi madre, ya con un mejor semblante pero aún convaleciente, da gracias porque regresé. De pronto, las campanas de la iglesia empiezan a repicar: en los últimos días de enero por varios municipios del sur de Morelos las campanas y cohetones no han parado de anunciar fallecidos a causa de la COVID-19, este día he regresado caminando y con vida al pueblo, pero el repique de campanas indica que también ha vuelto del mismo hospital un vecino que no superó la COVID-19; por tanto, es posible avizorar que en esta segunda ola de contagios la pandemia que se imaginaba lejana se configura como una realidad aquí y ahora.

 

Conclusión

Este trabajo rescata las voces que parecen residuales en esta pandemia, y desde un enfoque etnográfico retomamos una serie de testimonios perdidos entre los muros de un cuarto de hospital, lugares desde los cuales:

La descripción etnográfica no es tan fácil de realizar como a primera vista pudiera parecer. No se puede describir lo que no se ha entendido, y menos aún, lo que no se es capaz siquiera de observar o identificar a pesar de que esté sucediendo al frente de nuestras narices. De ahí que la labor etnográfica requiera del desarrollo de un conjunto de condiciones y habilidades que le “abran los ojos” al etnógrafo, que le permitan entender lo que tendrá que describir.

(Restrepo, 2016: 18)

 

En ese sentido, hablamos desde una auto-etnografía que va recreando escenarios de vida, en donde acceder a la zona COVID-19, como un espacio de análisis, implica un desafío personal, porque te enfrentas a procesos que describes desde el propio padecer, en donde las incertidumbres sociales se agudizan y se combinan con una serie de emociones.

De manera que la labor etnográfica en estos contextos va cargada de emociones que el etnógrafo nunca imagina vivir y narrar en primera persona, y en este caso se puede pensar que “las etnografías que […] eliminan las emociones intensas, no solo distorsionan sus descripciones, sino también eliminan de sus explicaciones, variables que son potencialmente importantes” (Rosaldo, 2000: 33), es decir, que en la investigación social las emociones y la subjetividad tienen un papel importante y, por lo tanto, en nuestro caso narrar desde el padecer propio busca rescatar experiencias y liberar emociones y sentimientos que parecen perderse en la primera línea de batalla de los hospitales COVID-19 de este país. En este texto pensar en la escritura etnográfica que implica el sentir y las emociones en primera persona, es una apuesta por reivindicar una serie de experiencias compartidas con otros enfermos y sus padecimientos desde la zona COVID-19 de un hospital público, en donde los estragos de la pandemia e incertidumbres sociales, más que pensados desde una definición, se pueden sentir y vivir.

Agradecimiento al personal de salud del Hospital Regional de Alta Especialidad “Centenario de la Revolución Mexicana” del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) –médicos(as), camilleros y personal de enfermería y de intendencia–, en especial para Ana Catalina Sedano Díaz, Carlos, Christi, Evita, Eduardo, Luis, Izamar, Edgar, María, Rosalía, Miguel Ángel, Liliana y Roberto.

 

Fuentes

  • Allué, Marta (1996). Perder la piel, Barcelona: Editorial Planeta.
  • Comelles, Josep M. (1997). “De médicos que son antropólogos”, V Congreso Argentino de Antropología Social, 311-336.
  • Esteban, Mari Luz (2004). “Antropología encarnada. Antropología desde una misma”, Papeles del CEIC, (12), 1-21.
  • Guber, Rosana (2004). El Salvaje metropolitano: Reconstrucción del conocimiento social en el trabajo de campo. Buenos Aires: Paidós.
  • Haro, Jesús (2010). Epidemiología sociocultural. Un dialogo en torno a su sentido, métodos y alcances. Argentina: Lugar Editorial.
  • Haro, Jesús (2011). “Reflexiones sobre el cambio epistemológico en salud desde una epidemiología sociocultural”. Seminario Antropología Médica (CIESAS), 3-46.
  • Hersch, Paul (2013). “Epidemiología sociocultural: Una perspectiva necesaria” Salud Pública de México, 55 (5), 512-518.
  • Hersch, Paul y Julio Pisanty (2016). “Desnutrición crónica en escolares: itinerarios de desatención nutricional y programas oficiales en comunidades indígenas de Guerrero, México”, Salud Colectiva, 12 (4), 551-573.
  • Laplantine, François (1999). Antropología de la Enfermedad. Buenos Aires:   Ediciones del sol.
  • Malinowski, Bronislaw (1986). Los Argonautas del Pacífico Occidental. Un estudio sobre comercio y aventura entre los indígenas de los archipiélagos de la Nueva Guinea melanésica. Barcelona: Ed. Planeta.
  • Martínez, Fernando (2002). “Enfermedad y padecer. Ciencia y humanismo en la práctica médica”, Anales médicos, (2), 112-117.
  • Menéndez, Eduardo (2008). “Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades” Región y Sociedad, (20), 5-50.
  • Morelos, Maricela (2020 abril 19). “Instalan reten en Tepoztlán para evitar contagios de Covid-19”, [en línea] La Jornada. México [Fecha de consulta 10 de febrero 2021]. Recuperado a partir de: https://www.jornada.com.mx/ultimas/estados/2020/04/10/instalan-reten-en-tepoztlan-para-evitar-contagios-de-covid-19-9415.html
  • Restrepo, Eduardo (2016). Etnografía: alcances, técnicas y éticas. Popayán: Envión Editores.
  • Rosaldo, Renato (2000). Cultura y verdad. La reconstrucción del análisis social. Quito: Abya-Yala.
  • Santos, Boaventura de Sousa (2003). Crítica a la razón indolente: contra el desperdicio de experiencia. Bilbao: Desclée.
  • Scheper-Hughes, Nancy y Margaret M. Lock (1987). “The mindful body: a prolegomenon to future work in medical anthropology”, Medical Anthropology Quarterly, 1 (1), 6-41.

 

[1] Programa Actores Sociales de la Flora Medicinal en México | Centro INAH Morelos

[2] https://elpais.com/mexico/2021-08-18/mexico-registra-877-nuevas-muertes-por-covid-la-cifra-mas-alta-de-la-tercera-ola.html

[3] https://www.nytimes.com/es/2021/02/09/espanol/mexico-tanque-oxigeno.html

[4] En la cabecera municipal de Tepoztlán se instalaron retenes para evitar contagios. El acceso a la comunidad solo se permitía a los habitantes del municipio mostrando una identificación oficial.

https://www.jornada.com.mx/ultimas/estados/2020/04/10/instalan-reten-en-tepoztlan-para-evitar-contagios-de-covid-19-9415.html

[5]    Patricio falleció a los ocho días de haber ingresado al hospital, en palabras del personal de salud comentaron que “se complicaron sus síntomas y se fue…”