Número 68

48 me atiende Liliana, me dice que va conectar a mi lado un monitor de signos vitales, que ne- cesitan un registro de mis palpitaciones y re- gularme la oxigenación que estaba en 83/85. Se oscureció. Ya es la noche del domingo, puedo saber porque por una pequeña ventana que está en la sala de urgencias COVID-19 ya no entra la luz del día. Puedo ver rostros desconocidos, son los demás enfermos. De re- pente el tiempo se detuvo, a la cama uno que estaba justo a ocho metros frente a mí llegan varias enfermeras y un médico… el paciente es un hombre mayor, no puedo calcularle la edad porque tiene aún la mascarilla de oxíge- no, de repente llaman a los camilleros y em- piezan a hacer su trabajo; lo primero es que desconectan el oxígeno y retiran la mascari- lla del paciente, empiezan a rociar una sus- tancia y en varias s á banas van envolviendo el cuerpo, abren el cierre de una bolsa y entre dos personas depositan el cuerpo dentro, lo cierran y vuelven a rociar una sustancia que imagino es alcohol, llega una camilla de me- tal en la que suben el cuerpo, le ponen una c á psula de plástico y salen con la camilla. Durante la noche, en el cambio de tur- no, llega una médica a revisar los pacientes; escucho que al enfermo de la cama 8, una persona de no más de 35 años, le pregunta si aceptaría la intubación. É l, boca abajo, bal- bucea algo que me es difícil escuchar, estoy un poco lejos y lo único que se escucha en esa sala es gente toser y el pitido de los monito- res. Durante la noche ingresaron a cuatro personas más; una enfermera comenta que son demasiados pacientes, que varios de ellos están en sillas de ruedas esperando una cama en la entrada de urgencias COVID-19. Los gritos llamando a las enfermeras no cesaron toda la noche. Es la mañana siguiente y lo sé porque la luz empieza a entrar por la pequeña ventana; mientras me siguen administrando medica- mentos, escucho que a la señora de la cama 11 la van a subir a piso, pregunto si eso es bueno o malo. Edgar, el enfermero de turno, me dice que no sabe explicarme pero que piso es un cuarto compartido con otra persona y “hay un baño para poder bañarte”. A la seño- ra la suben a la camilla, le ponen un tanque de oxígeno pequeño, una c á psula de plástico y sale de urgencias COVID-19. De pronto, Edgar regresa y me dice: “Tam- bién te vas a piso, allá vas a estar mejor”. Los camilleros empezaron el protocolo y, con la cápsula de plástico en la camilla, salí rumbo al tercer piso del hospital. Conforme íbamos pasando, el personal de intendencia se encar- gaba de desinfectar. La cama 334 me fue asig- nada y con una sensación de miedo ingresé a la habitación en la que pasé los siguientes tres días. Era un cuarto mediano donde la cama 334 y 333 estaban continuas. Una vez que los camilleros me instalaron en la habitación, frente a m í estaba una pared que se compar- tía con los pacientes de las camas 331 y 332. El ambiente no era mejor que en urgencias, la tensión y el miedo se sentían a flor de piel; al costado izquierdo de mi cama estaba un gran cristal que me permitía ver hacia la avenida y observar los zopilotes que desde el tercer piso iban y venían en lo alto del hospital. En la cama 333 hay un paciente joven, es un hombre de 37 años; cuando los camille- ros me ingresaron a la habitación él intenta- ba hablar con su familia, su oxigenación está muy baja, se cansa para decir algunas pala- bras, escucho que del otro lado del teléfono está su papá, el enfermo le externa a su padre que no queda tiempo y lo tienen que intubar. El mismo paciente de la cama 333 hace otra llamada, el teléfono que dicta tiene lada 733 y de inmediato identifico que es del estado de Guerrero; el otro familiar que quiere locali- zar no puede contestar, son varios intentos que mandan a buzón de voz y el destino se empeña en retrasar la intubación. De pronto contestan, del otro lado del teléfono está una mujer y el enfermo le da la noticia, una voz entrecortada responde que debe ser fuerte, él replica casi para despedirse: “Mi amor, si fa- llé en algo te pido perdón”.

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