Número 68

47 litros por minuto, después a tres, mi frecuen- cia cardiaca era de más de 165 latidos por minuto. En ese momento era capaz de sentir los estragos de una pandemia que vemos en la televisión y leemos en los periódicos, pero lejos de casa y lejos de tu cuerpo. El día siete sentí que todo se derrumbó, sabía que mi ma- dre seguía con síntomas fuertes, pero ahora mi preocupación era mi propia salud. La mañana de ese viernes fue fatal. Los síntomas se agudizaron, la molestia en los ojos y un dolor en el pecho del lado izquierdo per- sistía, un cansancio que me impedía pensar se apoderó de mí. Esa mañana pregunté la hora, fue el momento en que pensé que la COVID-19 podía tener una “lamentable” cifra más en el país; el cansancio que experimenté hace que algunas cosas que viví esa mañana sean bo- rrosas, recuerdo que un cuadro con la imagen del Señor de Tepalcingo –Jesús Nazareno– me acompañaba en el cuarto, que mis ojos se ce- rraban y que no podía hablar, para ser exacto me desmayé unos segundos. El dolor, la ansie- dad y la desesperación tienen muchas defini- ciones, pero é stas las pude experimentar desde el momento que recobré el sentido; mientras el concentrador de oxígeno hac í a su trabajo, pude ver el oxímetro en mi mano marcando 79 de oxigenación y más de 190 latidos de mi corazón por minuto, mi presión arterial no era asunto menor y marcaba 158/96. Lograron estabilizarme, pero mi mirada estaba perdida, mis sentidos no me acompa- ñaban, mis pensamientos eran difusos. Ese día me sentía débil, nervioso y sobre todo con un miedo recorriendo mi cuerpo; si me dor- mitaba cinco minutos despertaba desespera- do, me exaltaba, la tranquilidad nunca pudo llegar a casa y el trabajo de mi hermana como doble cuidadora se intensificó. La noche del día siete para entrar al día ocho fue espanto- sa, a los síntomas persistentes se añadió una sudoración en exceso. Se llegó el domingo, justo el día nue- ve desde que empezó la odisea. Ese día por la mañana, una médica y un cardiólogo su- girieron lo que ya se veía venir, acudir a un hospital… Mi hermana y la médica hacían llamadas para buscar una cama de hospital en el pico de la segunda ola de contagios por la COVID-19; tarea titánica, pues las autori- dades federales mencionaban que en Morelos la ocupación hospitalaria era mayor al 84%, mientras las autoridades locales, alarmadas, comentaban que el sistema de salud estaba al borde del colapso. Finalmente, la médica consiguió que me aceptaran en un hospital. Una vez en el hospital los guardias de seguridad eran claros: “ingresan s ó lo el pa- ciente y un acompañante”. La sala de espera en urgencias COVID-19 es fría y sombría, curiosamente está vacía porque los enfermos que llegan son regresados a casa; esperamos ahí más de 40 minutos y el oxígeno del tan- que en que me apoyo empieza a agotarse; en el fondo se ven dos puertas de cristal y hay médicos, médicas y personal de enfermería con trajes de bioseguridad. Mi hermana me acompaña y dos médicos me reciben, pregun- tan por los síntomas y si me han hecho ya una prueba PCR, comentamos el antecedente de que en casa mi madre se contagió y tanto mi hermana como yo éramos los cuidadores; in- greso a un consultorio y me hacen una prue- ba rápida y una PCR. A los cinco minutos el enfermero comenta: “Positivo, te quedas, vas a salir rápido no te desesperes”. Era algo irreal. Tenía un catéter con sue- ro en mi mano y estaba ingresando al área de urgencias COVID-19 de un hospital; mien- tras iba por ese pasillo en la silla de ruedas s ó lo pensaba en aquellos que habían tenido un protocolo de entrada similar, y no habrían salido por su propio pie. Me llevan a una sala llena de pacientes, me asignan la cama 12 y logro contar más de 24 lugares ocupados. Estoy semiacostado en esa cama, y en la pa- red con hojas blancas y con plumón negro se lee: “Esto es solo una prueba, ¡tú puedes!”. A las enfermeras difícilmente se les ve el ros- tro entre los goggles de protección, careta y cubrebocas; procuro preguntar sus nombres,

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