Número 64

7 Iker Larrauri. Foto INAH. Con Iker aprendí que el proceso es al revés: que la dignificación de los objetos restituye a los hu- manos, a su trabajo, su propia dignidad, y que todo artefacto guarda un saber sobre sus creadores. El oficio de nuestro homenajeado consiste, básicamente, en convertir ese saber en decir, en convencer a los objetos de que nos cuenten condiciones y temperaturas, desgracias y felici- dades, desvelos y manías de quienes los fabri- caron, o de las circunstancias naturales que les dieron origen. La cosa más humilde, el fragmen- to más irrelevante, se convierte en un profesor de historia, en un testigo de sociedades, en un cronista consumado, en un vínculo entre uno y los otros, aquellos que habían sido enmudecidos por el tiempo y la distancia. Para hacer hablar a las cosas, Iker no emplea el método del torturador, sino el del seductor: les ofrece que sus historias serán escuchadas por muchas personas del presente y del futuro, les promete ponerlas en contacto con individuos que aprenderán de ellas, les propone convertir- se en puente y vínculo entre gente de distintas épocas, latitudes, colores y credos. Y les cumple. No quiero emplear el término “seducción” en su sentido de manipulación y aprovecha- miento, sino en el que denota un acto de amor. Porque, como él mismo lo reconoce, Iker está enamorado de los objetos. La Coatlicue, aquí presente, es su amiga, y la Maja, vestida o des- nuda, es un viejo amor al que visita siempre que pasa por Madrid.

RkJQdWJsaXNoZXIy MTA3MTQ=