Número 61

68 trabajo. Además, alrededor de la mitad de la po- blación mundial labora formalmente en “trabajos vulnerables” al coronavirus, y 2,000 millones de personas trabajan en el mercado informal. Esto la convierte en la mayor crisis desde 1929 La mayoría de esos trabajadores que ya vivían bajo condiciones laborales precarias y frágiles antes de la crisis, trabajando largas jornadas o en múltiples trabajos para mantener a sus familias a flote y sostener un crecimiento económico del que no se benefician. Para los millones de personas que ya vivían al borde de la pobreza, el coronavirus sig- nificó solo el último empujón cuesta abajo. Por otro lado, la magnitud de la catástrofe del coronavirus no sería la misma si en todo el mun- do décadas de neoliberalismo no hubieran dejado a las instituciones públicas de salud en quiebra, relajado las leyes de protección del medio am- biente, flexibilizado las opciones de contratación y precarizado las condiciones laborales. Notable- mente, los países latinoamericanos en los que la tasa de infección y letalidad del coronavirus son menores son aquellos que han preservado y más han invertido en sus servicios públicos de educa- ción y salud, encabezados por Costa Rica y se- guidos de cerca por otros como Uruguay y Cuba . Entonces, aunque los medios y los políticos han manejado la incipiente crisis económica como de origen estrictamente sanitario, no lo es. De hecho, las voces que anticipaban una crisis económica sonaban desde principios de 2019. El coronavirus fue el factor precipitante de esta crisis, sí, pero a ella nos habían predispuesto la fragilidad inherente de nuestras estructuras eco- nómicas, sociales y sanitarias, construidas desde los 80s por la mano invisible del neoliberalismo sobre una base débil pero lucrativa. Así las cosas, vale la pena preguntarse, ¿realmen- te vale la pena regresar a la normalidad? ¿Cuánto tiempo puede durarnos esa normalidad frágil? Antes del coronavirus, la deuda total del mun- do era tres veces mayor que todo el Producto Interno Bruto del mundo, y eso era considerado normal. Antes del coronavirus, se dinamitaban montañas y pueblos enteros para extraer petró- leo u oro, porque sacrificar la salud ambiental por el bienestar de la economía aceptado como normal. Antes del coronavirus, era normal que se forzara la sobreproducción de alimentos, aun- que eso significara el agotamiento y la desertifi- cación de las tierras, para que al final tiráramos la mitad de ellos a la basura (¡la mayor parte del desperdicio de comida proviene de nosotros, los consumidores finales!). Antes del coronavirus, lo normal era el neoliberalismo, y aceptábamos también como normal la precarización laboral, la acumulación de riqueza, los recortes a los servi- cios de seguridad social y salud y la devastación del medio ambiente. Antes del coronavirus, vi- víamos un sistema en lo que lo normal era ex- poliar el medio ambiente para mantener una so- breproducción forzada, que sin embargo fallaba en darle a la mayoría de las personas seguridad alimentaria e hídrica, educación, seguridad y un modo de vida espiritualmente significativo y te- rrenalmente satisfactorio; en esencia, una vida digna. Lo normal era que la Vida, en todas sus distintas formas y expresiones en la Tierra, fuera arrancada y transformada en dinero por una ma- quinaria económica voraz que hace justamente eso: transforma vida en dinero. ¿No hemos con- vertido acaso a la naturaleza en nuestro proleta- riado? ¿No subsidia la devastación ambiental los bajos precios de nuestros productos? A su paso, el modelo económico dominante ha destruido ecosistemas completos y con ellos cualquier otra forma de subsistencia que no sea el trabajo remunerado, obligando a poblaciones enteras a servirle, encadenadas a trabajos mise- rables por sus bajos salarios, porque sin ellos ya no pueden subsistir en un mundo devastado, de tierras agotadas, ríos secos, bosques talados y llu- vias irregulares. Millones de seres vivos, huma- nos y no humanos, vivían ayer y viven hoy bajo el sufrimiento más absoluto, y eso era normal . Y la normalidad que nos prometía el futuro en esa dirección era mucho peor. Así pues, como señala Cylvia Hayes, lo normal nos estaba matando. Así que no nos engañemos, el motivo por el que Donald Trump y sus semejantes han trata- do una y otra vez de minimizar las dimensiones de la crisis no es porque sean idiotas (y no es-

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