Número 58

66 ravilloso de las benditas plantas, sin importar sin son o no menospreciadas por la ciencia y la ra- zón occidental, que las promueve para sembrar- las, conocerlas, apreciarlas y usarlas, bien sea en el nivel de la promoción y el autocuidado, bien para aliviar o curar el purgatorio de nuestras do- lencias cotidianas. Ya, desde entonces, no solo rezo por «el pan nuestro de cada día», sino tam- bién por «la planta medicinal de cada día». Hace treinta y cinco años conocí a un indio. ¡Me hubiera ido mejor si me hubiera atropellado una tractomula! A los dos años de estarlo visi- tando me dijo: «doctor, creo que ya lo estoy ci- vilizando». Y no mucho después me dice «ya lo estoy curando». ¿Cómo así? Yo era el médico ci- vilizado, graduado en la Universidad, que tuve la generosidad de atreverme a comprender su len- guaje, y ahora resulta que para él era el salvaje enfermo que recibía el beneficio de su sabiduría. Años después dictaba unas charlas sobre la me- dicina tradicional indígena en una Universidad de Lima, Perú. Al final, un médico que asistió me hizo una extraña pregunta: «¿Doctor Zuluaga, después de lo que nos ha contado sobre su encuentro con los indígenas, cuál diría que es el órgano que más ha tenido que usar con ellos. ¿El cerebro, para en- tender todo lo que le enseñaron? ¿El corazón, para sentir ese amor que manifiesta por ellos? ¿El híga- do, pues, como bien lo ha explicado, le permitió limpiarse de sus enfermedades? ¿Cuál? » Intere- sante e inusual pregunta. Tardé un par de minutos en buscar la respuesta y al final le dije: «Ninguno de los tres. ¡Las rodillas! Porque estos indios me han hecho doblarlas una y otra vez». Sí, aquel indio, don Roberto, y luego los mu- chos otros a quienes por privilegio de la vida he podido conocer, permitieron que mi mente y mi corazón comprendieran de una nueva manera el valor de las plantas medicinales para la vida, la salud y la enfermedad, la naturaleza, la cultura y la espiritualidad. Tardé mucho tiempo en acep- tar que el yagé, ese mágico brebaje, ya no era el dios o la planta sagrada que guiaba mi existencia. Comprendí que las plantas, todas, eran un regalo, fuente de salud, alegría y curación para el mundo. ¡Que todas las plantas medicinales son sagradas! Selva amazónica: paisaje del piedemonte amazóni- co colombiano indio aprendí la importancia de la diversidad , y desde entonces quise comprometerme a traba- jar ya no solo por el mejoramiento de la salud humana, sino también por la conservación de la diversidad biológica y por la protección de la di- versidad cultural. Y sí, gracias a don Roberto, me convertí en médico y curandero mestizo. Durante más de treinta años he atendido a muchos pacientes que han recibido el beneficio de las plantas medici- nales con su lenguaje tradicional. Pero afuera del consultorio me convertí en un feliz y condenado juglar que clama a los cuatro vientos el don ma-

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