Número 46
59 sujeto discriminatorio, por arriba o por debajo de los otros de su entorno hu- mano. Así, el mexicano medio es alguien que, al compararse constantemente, depende emocionalmente del lugar que ocupa en cada momento, según su per- cepción de los otros: el aprecio y el desprecio, la simpatía y el asco, la atracción y el miedo, el despotismo o la indiferencia hacia los demás, son la consecuencia y no la causa de un fenómeno que no sólo es discriminatorio del otro, sino de sí mismo, dentro de una escala construida históricamente junto con la sociedad y cultura de los mexicanos. Y tanto es así, que el mexicano lleva consigo a otros países su ubicuidad respecto a las posiciones que atribuye a quienes encuentra, situándose él mis- mo en un lugar por debajo de unos y por encima de otros, en escalas que son completamente ajenas a las de la sociedad que visita, con prejuicios como su rechazo a la negritud dondequiera que vaya, cuando se asombra al ver a ne- gros bien vestidos y ricos, comiendo en restaurantes de lujo y subiendo a co- ches caros; o cuando se sorprende al ver mujeres rubias barriendo una calle o pidiendo una limosna, o al encontrar hindúes de piel muy oscura que, vestidos según sus tradiciones, compran en una galería parisina, o al afirmar que frente a una multitud de asiáticos no es posible distinguir a un individuo de otro. Sin embargo, estos prejuicios no fueron generados por nosotros , es decir, por nuestras raíces pluriétnicas, sino que los tomamos de la cultura blanca occidental que hemos introyectado con todos sus símbolos, donde los pue- blos arios representan el nivel superior del ser humano … que, en definitiva, tampoco somos. Cuando llegó el momento de redactar una tesis para concluir mi forma- ción como antropóloga, el foco de interés de mi generación era el estudio de los modos de producción según la teoría marxista y yo, como la mayoría de mi generación, diseñé mi tema de investigación a partir de este marco, fal- tando sólo ubicar el lugar adonde haría mi trabajo de campo. Pero, además y en silencio, se desarrollaba en mí otro factor determinante: al haber leído, a lo largo de la carrera, trabajos de reconocidos antropólogos sobre los “in- dios” mexicanos, apelativo que, como no era usado por mis padres -quienes llamaban a las personas vestidas con mantas de algodón o huipiles y rebozos, y calzadas con huaraches, simplemente campesinos o campesinas, así como le decían muchacha y no sirvienta y menos criada a la ayuda doméstica- el apelativo “indio” usado en la literatura antropológica despertó en mí la cu- riosidad por saber con base en qué criterios y cómo se aplicaban ésteestos a una persona para diferenciar un ser indio de otro que no lo era. Entonces intuí que debía ir a un lugar que estuviera catalogado a priori como pueblo de indios , es decir, una comunidad lo más alejada posible de lo urbano-mestizo y de sus formas de vida y que fuera monolingüe. La idea era encontrar lo indio en la superestructura de las relaciones de producción 1 . Conocía yo a una mujer originaria de una comunidad zapoteca llamada Santiago Laxopa, situada en el corazón de la cuasi inaccesible Sierra Norte de Juárez, sin otras vías de comunicación con la capital del estado que los sende- ros madereros y una peligrosa carretera que va de Ixtlán a Guelatao. Camerina González era una cocinera inteligente y letrada quien había establecido años 1 Usé esta expresión para justificar mi interés por encima de las relaciones materiales.
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