Número 45
20 querían ver), nos permitió visualizar la estrecha relación entre el crimen organizado con el Estado. Nos permitió ya no tanto entender sino aceptar y asimilar que el Estado en todos sus órdenes estaba infiltrado y traba - jaba de la mano del crimen organizado, que las fronteras entre crimen y gobiernos eran en muchos lugares imposibles de trazar. Desde luego que esta revelación no fue por completo una sorpresa, teníamos ya muchos indicios para saber más o menos que esto estaba ocurriendo y que no se trataba de casos aislados. Pero el crimen de Iguala vino a sacudir la con- ciencia colectiva, hasta los más escépticos y los apologetas del régimen difícilmente pudieron negar esto, no es que no lo hayan intentado pero esta vez ya no pudieron. Ciertamente no todos los funcionarios del Estado están inmersos y coludidos con el crimen, pero sí lo están muchos funcionarios de todos los niveles de gobierno, desde el policía municipal, el síndico, el presi- dente municipal, un diputado local o federal, un senador, un militar de bajo rango y uno de alto rango, un juez, un gobernador... ya nada nada nos sorprenderá ahora. Nuestra sociedad aprendió a tolerar el fenómeno del crimen y ahora estamos atravesados por las redes de corrupción y de intereses que se han tejido durante décadas. Ayotzinapa nos permitió ver y aceptar algo que ya estaba frente a nues- tra nariz, y que hasta entonces muchos todavía no terminaban de aceptar: que la podredumbre del sistema había llegado a niveles intolerables, a niveles de barbarie. Quizá algo había en el inconsciente para no querer aceptar esta realidad. Porque ahora que sabemos de esta trágica situación el problema es preguntarnos ¿qué podemos hacer?
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