Número 45

13 Quien abate al carrancismo, Álvaro Obregón, declaró: “En este país, sí Caín no mata a Abel, Abel mata a Caín”. Y poseído de una furia cainita, encontró Abeles por todos lados y los mandaba exterminar. Su antiguo compinche, Plutarco Elías Calles, aficionado también a los festivales abun - dantes de balas, no desaprovechó ocasión para deshacerse de sus adversa- rios, incluso los de tipo más inocuo. El afamado investigador Manuel Ga- mio, considerado por muchas personas como el “Padre de la Antropología Mexicana”, caracterizaba así al régimen callista: “… la charca del cieno donde todavía flotan la sangre de tantos crímenes (sic, el verbo debería ser en singular, FJG), la vergüenza de vicios degradan- tes y el oprobio de mil latrocinios que caracterizaron el período callista”. (Vázquez León, 2014: 160). ¿Fue una sorpresa que la “charca del cieno” casi desapareciera en el pe- riodo de 1934 a 1940, cuando disminuyeron drásticamente los asesinatos políticos, no se enclaustró a presos políticos, retornaron al país muchos exiliados (aunque se desterró al sátrapa Calles y a varios de sus adláteres) y cesó la persecución religiosa (aunque no faltan los tergiversadores de la historia que proclaman la existencia de una “segunda persecución” en esa época)? El retroceso de la violencia en esa era se atribuye a una especie de “Me- sías”, el General Lázaro Cárdenas. Conocí a este divisionario en los últimos años de su fructífera vida, y no tengo duda de su amor por el pueblo. Pero las conquistas sociales que se dieron en su periodo presidencial no son pri- mordialmente la obra de un hombre providencial, sino resultado de múl- tiples luchas llevadas a cabo por sectores populares, sobre todo a partir de los años treinta, luchas que se expresaron en defensa de la propiedad social y comunal, toma de tierras, combates contra el latifundismo, huelgas, fun- dación de organizaciones populares independientes del Estado (que en gran parte se nulificaron en el propio periodo cardenista), repunte de los grupos de izquierda (lo que deviene en su contrario al final del cardenismo, etc.). Pero es indudable que la violencia ha sido un mal ya muy añejo en nuestro país; no me voy a referir aquí a sus protuberantes expresiones en épocas antecesoras a los dos últimos siglos; sólo atenderé a lo que pasa en estos. Por supuesto, la violencia es atribuida por racistas y antimexicanos a nuestro acervo genético, pero las causas reales residen en estructuraciones de sistemas sociales basadas en la explotación económica, la enajenación ideológica, el despotismo político y la opresión cultural. Un ejemplo de ello (nada excepcional, por cierto) lo proporcionó la an- tropóloga francesa Veronique Flanet, en su libro con un título significati- vo: Viviré si Dios quiere, basado en una investigación en Jamiltepec, en la costa de Oaxaca, habitada por el grupo étnico mixteco, conviviendo con mestizos y afrodescendientes, Flanet describe la violencia en esa región, y muestra sus orígenes en las culturas tradicionales y su incremento por la aparición de un capitalismo tardío y subdesarrollado. La investigadora afirmaba en ese texto que hay que tomar en cuenta que en México “se mata fácilmente” (p. 125). Flanet escribió a principios de los setentas del siglo pasado, cuando to- davía no estaba en auge la delincuencia organizada, como lo está hoy en el

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