Número 44

15 reprocho mil veces el haber cejado en su emepeño, su poca valentía, su poca fuer - za, su poca decisión, su poco amor para ir trads de aquella imagen; no la hubie - ra detenido, la debería haber empujado, lanzado al fondo de aquel hoyo para de - cirles adiós a las dos; ya no soporto sus reclamos, me es imposible acallar su in - finito dolor, que me lastima y me tiene como fiera herida de muerte. Por eso ahora cuando juntas miramos cualquier ola aullamos de dolor como animales heridos de muerte, heridas ante la imposibilidad de ir tras lo querido, arañanado el cielo, formando olas con nuestro llanto infinito. Ahora que duerme ese pequeño ser, tranquilo un momento, pido por ella y por mi, para que alguien nos tome de la mano nuevamente y nos esneseñe de nuevo a decir adiós. A mí me parece que las olas, no sé, no las conozco, pero deben ser alegres y secas. Arrullo El corpulento hombre caminaba arrastran - do su pesadez antigua y cansada. Como to - dos los días domingos, desde hace ya casi dos años. . ., pensaba. Se detuvo un momen - to mirando aquel lugar lúgubre, intemporal y de aspecto abandonado; y su viejo cora - zón se estremeció hasta los cimientos, día de visita. . ., musitaba con gran pesar, sus - pirando lenta, tierna y dolorosamente. Sus recuerdos le dieron un breve descanso que aprovecho para alcanzar la garita, donde rutinario extendió su identificación obser - vando y sintiendo la frialdad de la enferme - ra —cara de sargento mal pagado, reprochó mentalmente—; turbado por la voz raspoza del enfermo en turno, que lo conminaba a avanzar, se despredió de la fila sin hechura y descubierta de hombre y mujeres. Recorrió los pasillos de memeoria con pasos lentos que contados al noven - ta se detenían, entonces sus ojos estaban ya delante de una pequeña de escasos cinco anos, que acunada en una de las aristas de un viejo camastro metálico, murmuraba un canto de arrullo, que era silenciado de vez en vez por sus nervio - sas manecitas morenas. Al reanudar su canto podía verse la huella de ese llanto interminable, en lo ronco de su vocesita y la furia con que apretaba en una de sus manos algo que se le escurría y lastima - ba. . . Peinada con trenzas, que finaliza - ban con unos moños de listón blanco y sus delantalito de mascota, con dos bol - sas al frente, daba la sensación de estar lista para ir a la escuela. Un giro de su peinada cabecita bastó para que sus ojos negros melancolía encontraran de frente a los del observador que desde hacía ya rato seguían atentos y tiernos sus peque - ños movimientos; esos ojos que descon - certados hablaban ansiosos y desespera - dos trataron de establecer mil diálogos, tan impotentes que sólo lograron dos gruesos lagrimones, quemandó su ser roto; los de ella apesumbrados se harta - ron de interrogantes, que al no encontrar respuesta volvieron a perderse en el va - cío camastro, atentos y silenciosos arru - llando y velando el sueño de nadie. Parado, embarrado en ese gran muro de cristal que se interponía burlón entre él y su pequeña hija, que un día renun - ciara al arrullo de sus paternos brazos, perdiéndose en ese suave arrullo ausente de la locura; el tiempo aguardo paciente y conmovido. . . las cinco de la tarde, la visita ha terminado; las cinco de la tarde, la visita ha terminado; favor de desalo - jar, favor de desalojar. Una voz gangosa femenina se desbocaba por las bocinas, una mirada de reojo a la nena fue lo úni - co a que pudo atinar su aturdido cuer - po, antes de marcharse; detrás del cristal sólo se podía escuchar el triste arrullo callado que cantaba al sueño de nadie, apretando para sí ese maldito recuerdo en pedazos de su padre, en una mano.

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