Número 37

50 económicas que las posibilitan – no tuvie - ran nada que ver. Como si no tuviera nada que ver el acceso a condiciones de produc- ción y educación que fundamenten una mejor situación general de vida a las muje- res y su entorno familiar. En todo caso, el médico de una clínica en una comunidad indígena (y no indígena) debe llevar un censo con todas las mujeres embarazadas, saber cómo está cada una de ellas e infor- mar quincenalmente sobre quienes han sido clasificadas como de “alto riesgo”. Sin embargo, sobre las virtudes y de- fectos de esta estrategia espero poder co- mentar en otro momento y de manera más formal, pues éste no es un análisis sobre la mortalidad materna o sobre mortalidad infantil. Hoy lo que quiero es contar la historia de Yaneli, la historia de ese dos de enero. Así que volvamos a la historia. Yaneli era una de las dos embaraza- das que teníamos registradas como “cerca de salir”, es decir, cuyo parto se acerca- ba, aquel dos de enero. La teníamos cla- sificada como de “Alto Riesgo”, pues su embarazo anterior había requerido una cesárea, lo que deja una cicatriz que, en ocasiones, llega a causar problemas en embarazos posteriores. Además, tenía 36 años, otro hecho que aumenta ligeramen- te las probabilidades de que se presenten ciertas complicaciones durante el emba- razo. Pero ni su edad ni su cesárea previa tuvieron que ver con lo que sucedió. Yaneli vivía – vive – en una localidad de unas 30 familias, cuyo acceso principal es en lancha hasta la comunidad donde se encuentra la clínica, que es bastante más grande. En invierno es temporada de vien- to y el acceso en lancha se vuelve suma- mente difícil, llegando a ser en ciertos días francamente imposible. Yaneli comenzó a ir a la clínica en cuanto supo que estaba embarazada, y nos pidió que diéramos la mayor cantidad de consultas de control prenatal en nues- tras visitas quincenales a su comunidad. Cuando no podíamos ir, porque no había lancha disponible, por el viento, o por cualquier motivo administrativo, ella se trasladaba a la clínica. En total llevó unas nueve consultas con nosotros, muy por arriba de las cinco mínimas que indica la norma oficial mexicana. Además, por haber clasificado su em - barazo como de “Alto Riesgo”, le di desde el inicio un pase para que acudiera con el ginecólogo en el hospital más cercano, a una hora de la comunidad, cosa que no dudó en hacer. Y como su esposo estaba preocupado y quería “darle lo mejor”, acu- dió también con un ginecólogo particular un par de veces durante el embarazo. Ade- más, visitaba a Evarista y Rigoberta, las Doña Juana en su oficio. Temalac, Guerrero, mayo de 2002. Foto: Lilián González Chévez (Diario de Campo 60, pág.30, 2003)

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