Número 8

23 res y los ramos en el interior del ataúd. Alguien ha hecho en papel una palomita blanca que se niega a estar erguida. Y te vas enterando. Por ejemplo, te enteras de que un ataúd sencillo para una niña de dos años de edad cuesta ochocientos pesos. Y te lo venden con una tela blanca que ya está manchada de óxido de los clavos, y te enteras al otro día que tenía que ha - ber tenido algún broche para cerrar la tapa y no lo tiene. Así que se tendrá que cerrar con cintas hechas de palma, tejidas y hechas nudo con prestancia en el momento crítico de sacar a Toñita de su casa. Los niños muy traviesos entran en tropel al local oscuro donde en Copalillo se guardan los ataúdes. El regaño de la madre se atenúa cuando le decimos que sus hijos se ven “tremenditos pero contentos”. Ya antes, mientras llegaba la madre para abrirnos su tienda de cajas mortuorias, uno de ellos nos preguntó con toda su naturalidad quién se había muerto. Claro, es la misma pregunta natural del hijo del herrero: ¿para quién es el cancel? Yo soy el que entiende poco. Los tres niños, de ojos castaño claro, se parecen mucho en su sonrisa y en la pegosteosa mano de dulce co - lorado que me tienden y que sacudo con las suyas al mismo tiempo, entre su risa. El colega de Acapulco adscrito a Copalillo tiene un criterio que expresar y lo hace bien. Esperamos con él al síndico, quien está dispuesto a enviar ya la ambulancia del ayuntamiento a Tlalcozotitlán, mien - tras se llena el oficio para el Ministerio Público de Iguala. En la espera, me comenta de un seropositivo identificado en la comunidad, de quien ha hecho ya reporte, pero los encargados del programa de Sida desdeñan estudiar su red de contactos; el seropo- sitivo es muy popular entre los muchachitos de la secundaria y muchos hombres casados forman tam - bién parte de esa red: hechos relevantes, dinámicas críticas, testimonios categóricos que se encuentran al margen de un análisis imprescindible. Pero regre - semos: será el maquinista -es decir, el que le hace a la máquina de escribir - profesor que trabaja con el síndico, quien nos aclare que la cosa se hace de otro modo: el Ministerio Público tiene que desplazar - se desde Iguala, pero van a pedir que sea segura la autorización de los padres para la necropsia. Y como puede pasar que a la mera hora se echen para atrás, es mejor que esté firme la decisión. Entonces se lla - ma a Iguala, sí, en principio no puedo asegurar que eventualmente haya cambios de parecer, pero es el mismo padre quien ha inquirido por la causa de la muerte de su hija. Que vienen para acá, que llegarán en unas tres horas, me dice el síndico. Son tal vez las diez de la noche de ese lunes. Es la misma habitación donde hace años revisamos jun - to con don Lupe y su esposa unos folletos antes ser impresos. La difuntita era bisnieta de ese curador de daños puestos . Es la misma habitación donde el fé - retro de don Lupe albergaba su cuerpo al lado de las fotos que Clotilde le traía, de sus diplomas y su cre - dencial que le hicimos. La misma habitación donde su esposa, delgadísima, nos tendía sus manos sua - ves, arrugadas y morenas. Ahora, este velorio se ha convertido, sin buscarlo ni poderlo creer nosotros, en una reunión de reflexión colectiva. El ministro católico –así se presentó- fluido en lengua náhuatl, dirige el rosario y luego habla de la aceptación, pero también de que la niña tenía que haber sido bauti - zada. Martín aprovecha el momento, angustiado al darse cuenta de que la idea de una autopsia no va a ser bien aceptada entre sus familiares y amigos, para informarle al ministro sobre la idea de hacer ese es - tudio, dada la falta de información sobre la causa de la muerte. El ministro, con calma, desautoriza la idea. La niña ya está bien, nadie le devolverá la vida, ha sido una decisión de Dios y no tiene sentido sacarla ya de su casa a eso. Me mira Martín, comenta que quiere que hable yo “como médico” y lo pide categóricamente. Me in - corporo desde el fondo del fondo, desde el fondo de la silla chaparrita que está al fondo de la habitación. El tronco transversal que sostiene la estructura de la casa está tan bajo que me tengo que inclinar hacia adelante sin mover mis pies para no caerle encima a quienes están inmediatamente antes que yo. “Dios

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