Número 8
22 Hace dos meses estábamos en Tlalcozotitlán. En la comida estaba Antonia, pegada a su padre como una lapa, gozada por su papá. Recuerdo que Martín nos dijo: “me tengo que ir sin que se de cuenta, si no, no me deja”. Pero el tecolote despertó a Martín ese mismo lunes. Nunca lo había oído en Cuernavaca, al menos eso dice. Y mientras estaba en la prepa abier - ta, estaba inquieto: ¿por qué oyó al tecolote en la madrugada? ¿Por qué tenía que morir Antonia unas horas después? En camino a Tlalcozotitlán, los sollozos y lágri - mas del padre se liberan. Retiro la sábana de su cara. Está como dormida. Reviso su cuerpo. Era gordita. Los globos oculares hundidos podrían estar así por - que hace ya unas tres horas que falleció o por una deshidratación. Está aún fláccida. Los pliegues de su cuello denotan que no está lavada. Un rasguño en la mejilla, que la madre se apresura a decirme, fue producto de un tropezón nada serio. Las narinas con algo de secreción. En la mesa están sus zapatos ne - gros, pero también sus botitas de color rosa. Su ves - tido luego será colocado adentro, una vez que por la tarde llegamos con la caja. Pero será a la mañana si - guiente, luego que regresemos de Iguala, que Chepa, la primita de Antonia, quede apretada contra la caja en brazos de su abuela viendo fijamente el rostro de la difuntita. La abuela la insta a mirarla, no entiendo más. Con una delicadeza extrema se colocan las flo -
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