Número 1

6 riante dialectal del nahua, la cual demuestra su condi - ción de pobladores originales del norte de Morelos, y por último, sus títulos primordiales. San Buenaventura Coajomulco fue nombrada por primera vez en los textos coloniales consultados, en 1967, en la obra Sucesos religiosos de Fray Agustín Ventancourt. La memoria de los coajomulquenses está articulada al lugar cultural de su enunciación. Sentir, saber y simbolizar su territorio potencia su identidad, su memoria sus esperanzas y desencan - tos. También sus conflictos intra e intercomunitarios en torno al agua, el bosque y los linderos. Su paisaje natural es, en otra dimensión, un paisaje cultural. Ca - minando con ellos, nos sorprendimos con la riqueza de su cartografía oral, con sus mojoneras simbólicas que al sernos mostradas, nos remiten sea a un acon - tecimiento, construcción, práctica cultural sagrada o profana, o a una trama de conflicto o resistencia. La memoria familiar, barrial, comunitaria, étnica discur - siva y visualmente, nos iba mostrando sus texturas y capas estratigráficas. Lo rural y lo urbano fueron narrados a su modo, desde un prisma diferencial que abría en abanico sus sentidos. La tipología forestal propuesta por J. C. Bo - yás Delgado, nos permitió ubicar a Coajomulco como un espacio caracterizado por una fisiografía de sierra, cuya geología es ígnea extrucsiva básica y con un suelo de litosol con vegetación de pino-encino al decir de Oswald. El primer limitante se expresa en la pre - tendida completud de cada gé - nero, rural o urbano, ya que la diversidad de sus realizaciones, colocan a sus marcadores en un rango de generalidad, que los vuelve inoperantes opera- cionalmente fuera de hacerles perder fuerza de sentido, bana - lizando su uso. De otro lado, es decir, des - de las categorías nativas de los coajomulqueños pre - sentes en su habla, el bosque nos ofrecía otra lectura cultural nutrida por sus experiencias, sus saberes y sus tradiciones. Su vida campirana nunca se definió por su tradición milpera ya que su estrategia comunitaria se ha proyectado sobre los recursos de la montaña (flora y fauna). El paisaje boscoso coajomulquense en la me - moria comunitaria es constantemente contrastado con el huitzileño por los costos de la predación ambiental que viene sufriendo el segundo. Sin embargo, Coajo - mulco, aunque en menor grado, también resiente los embates del capital depredador y la mercantilización de los recursos forestales y de su contraída fauna. La determinación genérica del quantum de población para marcar la frontera clasificatoria entre lo urbano y lo rural, exhibe una cuota de arbitrariedad que mere - ce ser discutida desde el mirador antropológico, pero también desde la mirada de los pobladores nativos. En la actualidad, los cerros han perdido para los pobladores alteños, la significación y usos culturales que tuvieron en otros tiempo, a pesar de que su su - perficie ejidal-comunal hacia 1970 era estimada en 1, 770 hectáreas, área equivalente a un 10 por ciento de su superficie boscosa de pinos y coníferas. Una clasificación orográfica más reciente. Señalaba que

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