No. 69, Julio-Diciembre

Hambre en Matamoros

Hoy, nuevamente, se presentó a consulta un niño semi inconsciente. “Obnibulado”, diría el libro. Lo atendió mi compañero enfermero, y me llamó preocupado, ¿necesitaba ir al hospital? Él, de pensamiento ágil, ya le había checado la glucosa, y eso era: el niño estaba hipoglucémico. Por hambre. Le dimos un jugo, luego otro, luego una barrita, y un rato después el niño ya estaba caminando. Le pedí a la mamá que pasara conmigo al consultorio para platicar.

 

Cierro la puerta detrás. La mamá está serena, pero un brillo en los ojos la delata. Me explica que no ha podido darle nada de comer a su hijo desde las dos rebanadas de pan que le dio ayer por la mañana. Le explico que su niño está bien, en este momento. Que se le bajó el azúcar, nada más grave. Por hambre. “Hambre”. A pesar de que he trabajado antes con poblaciones vulneradas, hay un efecto devastador en esa palabra que no conocía. Un efecto devastador en un padre. En cuanto la escucha, los ojos de la mamá se llenan de lágrimas. “Ya no quiero estar aquí, solo quiero regresar, no quiero que mi hijo siga pasando por esto”. Y las lágrimas se convierten en llanto. Es como si un padre pudiera tolerar que sus hijos estuvieran enfermos de cualquier cosa, menos de hambre. Hambre. Ninguno de ellos pensó nunca antes que sus hijos sufrirían algo así. Porque ella tenía una vida normal, tranquila, clasemediera. Pero ahora es refugiada.

 

Refugiada, como el otro niño desfalleciente de hambre que atendí antier.

 

Ese día, mi compañero me pidió que revisara a un niño que venía casi desmayado, según su padre, porque era asmático. Efectivamente, lo vi muy mal, apenas podía hablar. Lo revisé con cuidado. Signos vitales normales, pulmones normales, color normal. Todo dentro de parámetros normales. “¿Qué tienes, qué sientes?” El niño me contestó con un murmullo: “tengo hambre”. Dos segundos de silencio, y el padre no resistió más. Se puso rojo, se dobló en dos en la silla y empezó a llorar y a berrear descontroladamente. “Nunca debí salir de allá, no debí hacer este maldito viaje”. El niño seguía apagado, impasible, mientras su papá se derrumbaba en lágrimas y mocos y yo, conteniendo el nudo en la garganta y la humedad de mis propios ojos, trataba de calmar al hombre farfullando palabras de aliento que sonaban huecas a mis oídos. Hay algo particularmente devastador en ver a un padre llorar por no poder darle de comer a sus hijos.

 

Y pues nada, le conseguimos algo de comer. Al menos para aguantar un día más.

 

No estoy en un remoto país empobrecido. Estoy en Matamoros, Tamaulipas, a unos metros de la frontera con Estados Unidos, donde miles de refugiados se han reunido esperando a que se derogue el título 42, una infame ley de Trump que permite a la Border Patrol expulsar de manera “express” a los solicitantes de asilo humanitario sin tener que darles la protección que el derecho internacional exige, bajo pretexto de que representan “un riesgo sanitario” por el COVID. Una ley absurda y xenófoba, pero que le ha permitido a Estados Unidos resguardar su blanquitud frente a las hordas de la otredad. Así, millones de personas que han recorrido miles de kilómetros huyendo de guerras, persecución política, violencia generalizada, amenazas de muerte, catástrofes climáticas y hambruna son deportadas inmediatamente a México. Tal como estos niños, procedentes de Venezuela. Sus padres inicialmente cruzaron por Ciudad Juárez y se entregaron a las autoridades migratorias, esperando iniciar un proceso de acogida. En vez de eso les quitaron su dinero, sus mochilas y hasta su ropa, les dieron unas pijamas y los expulsaron a Matamoros solo con sus celulares y en mitad de una bomba ciclónica invernal. Ni un centavo. Eso es el Título 42. Y ahora padecen hambre y frío (-2°C durante las navidades) en Matamoros, en tiendas hechas de bolsas de plástico a orillas del río. Hubo hospitalizados por hipotermia. Entre los mexicanos florece la xenofobia y el racismo, que se hacen evidentes en las redes: “¡que se larguen, deberían echarlos, acá no tenemos de sobra!”... Es algo que se escucha desde Tapachula hasta acá. Por si fuera poco, algunos son secuestrados, desaparecidos: “A mí me golpearon con un bate pero como vieron que no tenía dinero me dejaron ir. Pero al otro que se llevaron conmigo lo mataron a batazos. Yo lo vi”. Eso me dijo un hombre la semana pasada. Quién sabe quién sería ese otro hombre, el que no la contó. ¡Y a tan solo unos metros de cruzar la meta! Quién sabe quiénes lo estarán buscando, y en donde, y a cuántos más. Pero no aquí. Porque aquí un refugiado desaparecido es como el árbol caído en el bosque al que nadie escuchó. No hay desaparición más solitaria que la de un refugiado.

 

Ya he desechado la palabra “migrante”. “Yo detesto esa palabra, me hace menos”, me dijo alguien una vez. La mayoría de la gente que está acá no tuvo elección, salir de su país fue asunto de vida o muerte. Haitianos, hondureños, venezolanos, nicaragüenses, cubanos duermen en las calles. Los rusos, afganos y sirios se quedan en hoteles. También hay mexicanos, de Guerrero, de Morelos, de Veracruz, de Chiapas. Todos son refugiados. En la consulta, unas veces me transmiten dignidad, como aquél señor mayor tan erguido y educado, con la camisa fajada y anteojos, que me recordaba a mi padre y al mismo tiempo me hacía preguntarme qué será tener que volver a empezar de cero a los setenta años. Pero otras veces me parecen despojos de las personas que fueron, tratando de aferrarse a una identidad extraviada. Cuántas veces tratan de explicarme sus vidas pasadas por las que no he preguntado, como si eso diera fe de que son más que “migrantes”. “Yo soy dentista”, “yo tenía un negocio”, “yo soy ingeniera”, “yo era doctor”. Porque ser refugiado es como no ser nada, tan solo un estorbo molesto para los transeúntes, una verdad incómoda para los gobiernos (siempre indecisos sobre si son lo suficientemente humanos para tener derechos) y, casi siempre, dinero fácil para los buitres.

 

Trump decidió que México fuera su muro y la 4T aceptó. Rehenes siempre de la política, para la mayoría de los refugiados México es la etapa más dura del camino debido al hostigamiento activo y pasivo del Estado mexicano, con la posible excepción de la selva del Darién. Para responder a la crisis migratoria los recursos se han dirigido no a la vergonzosamente asfixiada COMAR para agilizar sus lentísimos visados humanitarios, sino a la Guardia Nacional, que ha enfocado su esfuerzo en capturar y deportar a los refugiados en vez de protegerlos de los carteles que los violentan.

 

El Título 42 debió acabar el 21 de diciembre. En medio del pánico xenófobo creado por los medios de derecha estadounidense, ayer (27 de diciembre de 2022) la Suprema Corte de Estados Unidos, representante del trumpismo, la extendió hasta Junio. Como consecuencia de esta decisión electorera, tomada por cinco individuos blancos y poderosos en EEUU -tres de ellos elegidos por Trump para ese cargo vitalicio, los mismos que abolieron el aborto- miles de niños pasarán hambre y frío, y un número incalculable de gente será violentada, asesinada y desaparecida.

 

El nuevo fascismo estadounidense y su complicidad en nuestro territorio tienen sus víctimas.

 

No tengo nada más que decir.