No. 51, Octubre-Diciembre

Otros tiempos y otros cargueros

A Rafael Herrera,
quien enmendará estas líneas
desde la estrella que habita

 

Arribo peculiar

El buque mercante “Tepic”, procedente de Balboa, llega a Buenaventura iniciando la tarde. El puerto afrocolombiano muestra a lo lejos sus escasos y descuidados edificios, pero lo que domina en la línea de costa son las numerosas casas montadas en palafitos. Los muelles, pocos, están ocupados ya en su totalidad con cargueros de diversa procedencia, de modo que la espera se impone para disponer de espacio y arrimar la nave, fondeando mientras a buena distancia de tierra. Es noviembre de 1980.


BM Bibi.
Fuente: http://www.histarmar.com.ar/MarinaMercanteExtr/MarinaMercanteMexico/Mercantes/Tepic.htm

Al rato de largar las anclas, llega una pequeña lancha con funcionarios de migración y aduana y, desde entonces, un policía montará guardia en su puesto a bordo, ubicado donde arranca la escala a babor. Difícil de olvidar su imagen, desnutrido, este policía porta un uniforme deslavado y lustroso por el uso; el cuello de su camisa, que alguna vez fue blanca, denota horas y días y semanas de sudor. Él será en Buenaventura la única imagen de institucionalidad a bordo a partir de ese momento.

Los funcionarios intercambian papeles con el capitán y el primer oficial, montan en su barcaza y regresan pronto a puerto. Poco tiempo después, se acercan lentamente dos lanchones repletos de mujeres de diversas edades con un coro inicialmente lejano, cada vez más intenso, en unísona animación: ¡Mé-xi-co! ¡Mé-xi-co! ¡Mé-xi-co!...


Buenaventura, Colombia. Fuente: http://static.panoramio.com/photos/original/46426799.jpg

Suben prontas la escala acoplando hábilmente su propia cadencia a la del buque, en dominio experimentado del equilibrio, y en un momento, el tropel de unas setenta féminas aborda la nave para hacerse cargo de ella y de sus tripulantes por completo: de la tripulación de unos 35 hombres, el capitán y el jefe de máquinas son los primeros que se encierran en sus respectivos camarotes con dos de ellas cada uno, y la distribución del personal se hace de manera expedita, de modo que en pocos minutos ya nadie a bordo, ni maquinistas, ni engrasadores, ni contramaestre ni cocineros transitan más por los pasillos del interior o por las cubiertas.

Pero no todas las visitantes vienen a trabajar, no: hay mujeres ya de edad avanzada que llegan a comer, a bañarse con jabón y agua caliente, a descansar, “a saludar a los muchachos”, dicen. La cocina del barco pasará entera varios días a manos de las visitantes. En tanto, el joven segundo oficial cambia solícito aunque inexperto el pañal al crío de la mujer que lo visita. Y el cuadro se completa con la llegada luego, en lancha más exclusiva, de una elegante chica de Cali, de condición social contrastante con la de sus compatriotas, en visita especial al primer oficial de la nave. Hay jerarquías en ambos mundos.

Y es que, si cada marinero tiene a su querida en cada puerto, cada una de ellas tiene a su vez a su marinero en cada barco.

Esa noche me llaman para atender a una de las chicas, quien convulsiona, mientras la mira azorado no sólo uno de los dos noveles ingenieros de máquinas egresado del Instituto Politécnico Nacional, con quien estaba encamada, sino también su colega y su respectiva pareja, pues compartían camarote y quehacer; y es que, ¿quién iba a prever, en esas circunstancias, el ataque epiléptico de una de las visitantes en pleno desempeño laboral?

Temprano a la mañana, “el eléctrico” y yo salimos en lancha a puerto, cada uno con derroteros diferentes. Ese “eléctrico”, aparte de lidiar con los “winches”de las grúas, se dio a conocer por la música que dominaba uno de los pasillos de la cubierta baja, que era donde se ubicaban los camarotes de la marinería. Su cabina abierta era una de las fuentes inagotables de sonido en esos pasillos. Pero en este caso no eran cumbias lo que de ahí emanaba. De su amplia y ordenada colección de casetes provenía, inaudita ahí, sólo música clásica. Había tenido que salir del país, explicaba, porque siendo parte de la escolta de seguridad del ingeniero Heberto Castillo, las cosas se habían puesto delicadas y en el Partido Mexicano de los Trabajadores le ordenaron ausentarse un tiempo del país. Así que se recicló como ingeniero eléctrico naval.

Pero esa temprana mañana en el “Tepic”, del barullo de la tarde anterior en que irrumpieran las bienvenidas visitantes no queda nada; la nave fondeada se encuentra apacible, y el policía en su sitio, adormilado. El “eléctrico” aparece irreconocible, luego de envainar un poco a fuerza su enorme fisonomía en un traje oscuro, anudada una insólita corbata: me confía solemne que habrá de visitar a sus “contactos” políticos en estos días en Cali.

Yo aprovecho a su vez para internarme cuanto antes también en Colombia aunque sea un poco, pero sin un mapa ni del país ni de la región, y es que el tal plano resulta ser un documento por entero exótico, imposible de rastrear en Buenaventura; abordando un autobús tan desvencijado como repleto, acabaré deteniéndome en el pueblo serrano de Silvia a pasar la noche e iré luego a Cali y a Popayán, ese exquisito pueblo colonial que tiempo después, en marzo de 1983, sería tan duramente golpeado por un terremoto.

El retorno a Buenaventura sucede apenas a punto para subir al barco que parte, llevando consigo el gusto del tinto, de los fríjoles, de la belleza de las colombianas y de su sostenida mirada. En el puerto previo, en Balboa, había regresado de la ciudad de Panamá justamente cuando el “Tepic” se separaba ya del muelle y sólo pude reintegrarme a bordo gracias a un tablón que oportunamente me tendieron desde cubierta, pues se había adelantado la hora de partida sin yo saberlo.

Ya en altamar, al otro día de dejar Buenaventura, los marineros descubren en su escondite en popa a un jovencísimo polizón, subido de contrabando por las mujeres que habían tomado la nave por asalto días antes. El capitán, irritado, ordena perentoriamente a dos marineros que arrojen al mar al espantado muchacho, o más bien aterrado pero sin tierra donde caer, sino solamente agua en cantidades colosales. Y lo sostienen por la borda en el vacío. Luego del realista “performance” que yo también me creí y ante el cual reclamaba, los marinos regresan divertidos al chaval a bordo y le imponen un grasiento overol, un martillo y cincel para raspar la pertinaz herrumbre, integrándolo al trabajo de cubierta. Así, el aliviado polizón nutre la relación de pendientes a resolver, porque en ninguno de los siguientes puertos en la ruta al sur de la costa del Pacífico se le querrá recibir.


Popayán, Colombia, marzo de 1983. Fuente: http://www.wradio.com.co/images/1868175_n_vir1.JPG

Al entrar por el río Guayas, el puerto de Guayaquil se despliega contrastando por lo moderno de sus instalaciones. Ahí de nuevo bajaremos a tierra con el “eléctrico” a visitar el centro cultural de amistad entre los pueblos ecuatoriano y soviético, donde esa tarde se proyecta una película patriótica, con atamanes a caballo blandiendo bigotes y espadas en las estepas; dejo luego las calles bulliciosas del Afroecuador, para conocer el enclave colonial de Quito, tan ajeno al tumultuoso Guayaquil, donde no reciben a nuestro polizón, pero sí que reciben, en trueque en el muelle, un jabón del barco a cambio de una caja de plátanos sustraídos a la exportación formal.

 

Una carta actualizada de navegación

Días después, con la llegada del “Tepic” al puerto de Callao, atestiguando la riqueza de esas aguas, se perfilan numerosos barcos pesqueros procedentes de Polonia pero también buques de guerra, entre ellos un submarino de la armada peruana que pasa raudo al lado nuestro y de un enorme y antiguo acorazado. De ambos tipos de naves de guerra carece, aún hoy y afortunadamente la armada de México; y ante la masa gris del vetusto navío, el capitán me comenta en el puente: “cada vez que encienden las calderas de ese museo flotante se devalúa la moneda”.


Fuente: http://www.histarmar.com.ar/MarinaMercanteExtr/MarinaMercanteMexico/Mercantes/Tepic.htm

En las cartas de navegación en uso se traza el derrotero y se añaden anotaciones, que se van sustituyendo unas a otras de acuerdo con la progresión del viaje; sin embargo, la carta que corresponde a la llegada a Callao quedará fija varios días: desplegada en la mesa del puente, tiene la particularidad de ofrecer información acumulada de las rutas a seguir, pero no sólo marinas, pues orienta también a la tripulación sobre su derrotero en tierra para no encallar: tiene apuntados con precisión los mejores bares y prostíbulos del Callao, incluyendo teléfonos y algunos nombres memorables, ligados a pasadas incursiones en ese puerto. En tanto, el cielo gris y el intenso olor a orines que no cesa presiden la ruta que lleva a Lima.

En Callao el capitán del barco, incorporado a la marina mercante pero formado en la armada, formal pero afable, es sustituido por un nuevo capitán, más joven, a menudo nervioso e irascible. “¡Ya llegó el culei!” se avisan entre sí los marineros, de varios de los cuales es ya conocido; el mote viene de experiencias previas con él, por culero, por miedoso, algo que la marinería aborrece, dada su inseguridad y sus desplantes de prepotencia, rasgos tan estrechamente asociados entre sí en ciertos caracteres humanos.

Y tampoco en el Perú aceptarán a nuestro mozalbete polizón. “Esta vez no tocamos Talcahuano ni Valparaíso” me dice resignado el “segundo”, pues cada puerto tiene profundas, insondables implicaciones ajenas al trajinar de mercancías; zarpando del Callao, la última escala en el itinerario en dirección sur es Arica. El atraque vespertino ahí resulta problemático. Se revientan en proa y popa de manera alterna las gruesas cuerdas, una y otra vez, quién sabe si por viejas o en razón de la falta de competencia del capitán, lo que, expresado en otros términos más coloquiales, constituye la explicación dominante entre la tripulación de cubierta. Tampoco el oleaje ayuda mucho. Ese muelle, reacio desde el primer momento a recibir al barco mexicano, fija la pauta de otras irregularidades que provocan suspicacia en la policía portuaria: el carguero de un país cuyo gobierno ha roto relaciones diplomáticas con la dictadura militar llega justo el día previo a la visita de Pinochet al puerto, lleva un polizón y además trae como parte de la tripulación a un médico, lo que resulta del todo inusual en un barco mercante.

Esta serie de factores, según me comentará más tarde el primer oficial, hacen sospechosa la visita del “Tepic”. Luego de una exhaustiva revisión de documentos, tripulantes y camarotes, se autoriza para el día siguiente la bajada a tierra. Y justo a la salida del área de muelles, me topo súbitamente con una insólita caravana que pasa veloz justo frente a mí: motociclistas y patrullas militares preceden el paso de un vehículo blindado, negro, seguido por tres previsoras ambulancias. Resulta inaudito, pues ¿dónde se ha visto que para escoltar a la inmundicia se arme semejante caravana?

Arica es a su vez escoltada, pero por un peñón donde hubo cruenta batalla contra los peruanos. Aunque ubicada en una región desértica, la ciudad ostenta árboles muy cuidados en cada calle; soy ahí recibido por la gentil hermana de Jaime Serra y su esposo, y porto de regreso conmigo al “Tepic” algunos famosos vinos, entonces poco conocidos en México.

En el trayecto de regreso volvemos a detenernos en Guayaquil y a trocar jabones por plátanos antes de llegar a Corinto, en Nicaragua, donde el barco termina de amarrar cabos ya a las ocho de la noche. Amarrando otros cabos, recargados en cubierta y viendo desde ahí el muelle y el solitario parque central del pequeño puerto frente a nosotros, Ernesto, es decir, “el radio”, me comenta inconforme: “antes uno podía amanecer bien borracho si así lo quería en esas mismas bancas, pero ahora los sandinistas han prohibido la bebida, ya no se puede tampoco bajar luego de las ocho de la noche y, para colmo, a las muchachas las tienen ahora metidas en unas escuelas y en talleres de costura y ya no las dejan trabajar como antes…” entonces me pregunta: “¿usted cree, mi doc, que esa chingadera es libertad?”

El desembarque final será en Acapulco, luego del despliegue espectacular de su bellísima bahía por la tarde cuando se llega desde el mar.

Al iniciar aquella travesía, caminando en el puerto costarricense de Puntarenas para abordar el “Tepic”, creí ver la silueta de otro barco, el “Bibi”, en el cual había viajado siete años antes. Al acercarnos a la proa de la nave ese día, llevando la caja de libros en un diablito y acompañado de Jaime Serra, de Magdalena y de Ignacio, leo en la proa el nombre de “Tepic”, pero me percato de que abajo resalta, en el relieve de fondo, la silueta del nombre anterior: BIBI.


Fuente: a partir de http://www.histarmar.com.ar/MarinaMercanteExtr/MarinaMercanteMexico/Mercantes/Tepic.htm

 

Siete años y siete meses

Siete años antes, la travesía en ese mismo barco había sido de Veracruz a Barcelona y siete meses después, de retorno, de Livorno a Veracruz. Estaba entonces rentado a la misma empresa naviera mexicana que años después lo rebautizaría como “Tepic”, dotándolo de tripulación mexicana.

En el 73, la tripulación del “Bibi”, multicultural en ese entonces, estaba distribuida bajo un esquema claramente jerárquico. Los oficiales eran ingleses y escoceses; el personal medio y de cocina provenía de Galicia en su mayor parte y entre los marineros de cubierta y engrasadores figuraban también tripulantes de la isla de Cabo Verde.

El capitán, acompañado del “purser officer” que está a cargo de la marcha interna de los servicios, pasa solemne revista a cada camarote una vez a la semana, provisto de un guante blanco que deslizaba por el mobiliario y buena parte de los resquicios de cada cabina. Aun cuando los estamentos y funciones al interior de la nave se hallan perfectamente delimitados, las relaciones entre la tripulación de máquinas, cubierta y cocina fluyen a menudo de manera natural, facilitadas por la combinación de juventud y experiencia. 

En el muelle de Veracruz donde estaba atracado el Bibi en julio de 1973, dominaba el peculiar olor del café verde. Los estibadores, numerosos, se movían con agilidad colocando los sacos de grano en redes movidas incesantemente por las grúas. La pizarra en la escala marcaba con gis las cuotas de embarque así como también el día y hora de partida.

Una joven cadete inglesa de marina mercante era la única mujer a bordo. En su tiempo libre, libre a su vez del impecable uniforme blanco con que se presentaba en el puente para realizar prácticas con el hoy inusual sextante, participaba en la cubierta en partidas de dominó o en el juego de los fornidos caboverdianos, la mancala, moviendo con agilidad unas semillas redondas y oscuras en una tabla de madera labrada con agujeros. La lengua gallega se mezclaba en esas agradables tardes de cubierta con el inglés y con el portugués africano de los isleños de Cabo Verde.


Carta de navegación en el “Bibi” (Foto: P. Hersch)

A media mañana y media tarde, el trabajo se interrumpe con el “coffee break”. Las tres comidas son copiosas; el esfuerzo físico demanda alimentos en cantidad, de modo que los grandes platos se colman: hasta el helado se sirve en platos de sopa y con cucharas soperas. Y al dar las gracias, quien sirve grita “¡tranquilo!”, “¡tranquilo!”; en el comedor de la tripulación, entre los marineros y los trabajadores de máquinas se habla mucho y fuerte, con una animación de la que carece el comedor de los oficiales, donde se guarda cierta etiqueta, con atuendo y maneras formales, mediando incluso un menú escrito a máquina, entregado cada día por atildados meseros. 

La portentosa máquina del barco no deja de trabajar a lo largo de la travesía. Es en realidad un conjunto articulado de máquinas, de tubos distribuidos en un ordenamiento que escapa a nuestro limitado entender, en torno a la máquina madre que mueve la hélice, con generadores, purificadores, refrigeradores, tanques, interruptores de mil tipos, válvulas, compresores, manivelas, alternadores e incluso un torno para producir piezas de sustitución. La máquina lleva su propio taller a bordo.

Sólo en la proa cesa la permanente presencia de la máquina y sus vibraciones acompasadas: es un lugar de silencio, preferido por gaviotas, peces voladores, delfines, medusas, donde lo que figura es la sonoridad del agua que estalla en blancos torrentes una y otra vez, al hendirla la proa del barco en su avance.


La partida vespertina de dominó en el “Bibi” (foto: P. Hersch)

Un carguero también puede constituir literalmente un buen mirador desde donde otear al propio país. Así, por ejemplo, desde el puente de aquel “Bibi” proveniente de Barcelona, era posible ver con binoculares el Pico de Orizaba en medio del mar emergiendo como una isla, muchas horas antes de avistar la costa. Una mera confirmación de la redondez del planeta.

 

Veinte años después

En otro carguero, un buque portacontenedores que saliendo de El Havre pasaba por Boston, Charleston y Miami antes de llegar a Veracruz, los contrastes surgen luego a propósito de la estiba mecanizada.

Entonces, en junio de 1994, el país de arribo se anuncia de manera inesperada desde el inicio mismo de ese cruce en el Atlántico: a pocas horas de dejar la costa francesa, aparece en el horizonte la figura clásica de un navío de tres mástiles con sus velas desplegadas a toda plenitud. Porta una bandera tricolor en su palo mayor, la cual para nuestro asombro, poco a poco, resulta ser la mexicana: es el buque escuela “Cuauhtémoc” que se dirige justamente a nuestro puerto de salida para participar en la celebración del quincuagésimo aniversario del desembarco en Normandía.


El “Madrid” en la sala de máquinas del Bibi. (Foto: P. Hersch)


Fuente: http://www.histarmar.com.ar/MarinaMercanteExtr/MarinaMercanteMexico/Mercantes/Tepic.htm

Desde antes de dejar El Havre y en los puertos norteamericanos de la costa Atlántica que le siguen en la ruta, se podía apreciar en precisa coreografía la carga y descarga de contenedores mediante enormes grúas, llevada a cabo bajo una programación rigurosa y en cronometrada eficiencia.

En veinte años los muelles se habían transformado a fondo. Cada movimiento de un contenedor significaba 200 dólares y cada hora de uso de un muelle con semejantes instalaciones se pagaba también caro, bajo la consabida consigna del Time is Money. Quienes operaban las grúas y los camiones o guiaban la colocación de los contenedores, todos con casco y chaleco de color llamativo, llegaban en sus respectivos vehículos de reciente factura, que quedaban estacionados ordenadamente al lado de las enormes bodegas.

Al llegar a Veracruz en ese 94, la falta de espacio de atraque hace que el barco largue anclas frente al puerto. Entonces aparecen los arreos de pesca entre los tripulantes y pronto se prueba suerte con éxito. Finalmente, al amarre en el muelle jarocho de contenedores a temprana hora, los operadores llegan en sus bicicletas que encadenan al pie de las enormes grúas, modernas pero ya herrumbrosas; las plataformas de madera podrida de los camiones, con sus agujeros y sus cabinas oxidadas y desmanteladas, la contrastante complexión del personal y el desorden en las instalaciones, hacen que León, de tres años, habiendo dejado a un lado su espada de papel periódico forrado de cinta canela, que envainaba en un carrete vacío de papel higiénico fijo en un cincho de esa misma cinta que le cruzaba el pecho, asomado sin perder detalle por la ventana del camarote, exclame “¡este país está desconstruido!”. Y eso que era el 94 y no el 17. Con todo y esos contrastes, se consolidaba ya un intenso cambio en ese mundo de estibadores y de marinos.  

Y es que, saltando de nuevo al 73, los circuitos portuarios que recorría la marinería tenían sus puntos clave de “atraque”. Meseras y cantineros recibían con familiaridad a sus clientes conocidos de años. El Tampico del 73 figura en la memoria como una cantina frecuentada por esa marinería variopinta y donde la discusión en la mesa de al lado deriva en una riña escandalosa: agotados los argumentos y los improperios, los comensales se levantan airados, rompen súbitamente los cuellos de sus botellas contra la misma mesa de madera que comparten y se abalanzan entre sí, al tiempo que salimos apurados sin conocer el desenlace del diferendo.

La desembocadura del Pánuco nos despide unas horas después con un intenso oleaje, mientras se nos ordena tirar por la borda toda la pedacería de madera dejada por los estibadores en las maniobras y la marea pareciera también estar, desde entonces y a la fecha, algo alterada dentro de nuestro estómago, intestinos, venas y cerebro. 

El canal que va del golfo de México a Houston es largo, sembrado de mecanismos que suben y bajan sus brazos succionando petróleo, pero lo que llama la atención es el tamaño de los buques tanque con que cruzamos, al lado de los cuales la navecita que nos porta, con lo grande que es, resulta ínfima.

Luego, en Nueva Orleans, los oficiales nos invitan en su sala del Bibi a una función de “striptease” a cargo de una mujer ya no tan joven que será luego alojada en el camarote de su “purser officer”. Ya dejado atrás el último puerto del continente, las tareas se hacen rutinarias en el cruce del Atlántico. Cada día cambia la hora un pedacito y Madeira aparece a lo lejos anunciando la proximidad de Gibraltar, cuyo estrecho juega con la nave casi tanto como la desembocadura del Pánuco.

En tanto, un escocés, oficial de máquinas, se bebe íntegra una botella de Benedictine luego de entrar a nuestro camarote, llevando consigo además una caja con 24 latas de cerveza que nos comparte para acompañarlo en sus libaciones; de baja estatura y con una barba que asemeja un amplio y tupido babero de color rojo que le llega al ombligo, al cabo de un par de horas de plática, este amable gnomo se queda dormido, abrazando con ternura la botella cuyo licor ha trasferido por completo a su estómago junto con buena parte de las latas que también hemos ayudado a vaciar, de modo que lo hemos de cargar en vilo a su camarote.

 

Cuarenta y cuatro años después

Y bien, ¿qué ha pasado con todos ellos y con todos nosotros tantos años después?

Ese “Bibi” del 73 había sido botado en los astilleros de la empresa Hall, Russell & Co. el 16 de enero de 1961 en Aberdeen, Escocia; inició sus travesías bautizado por primera vez como “Letitia” bajo bandera inglesa; pasó luego a llamarse “Bibi” en 1967 para ser rentado a la empresa “Transportación Marítima Mexicana”, que lo compraría diez años después, recibiendo por tercer nombre el de “Tepic” bajo bandera mexicana; finalmente, éste cambió una vez más de nombre, dueño y derrotero: bajo bandera liberiana y una cuarta denominación, la de “Tepora”, pasó a tener una ubicación bastante fija, llevando consigo al fondo del Atlántico sus muchas historias. Y es que el 12 de marzo de 1985 se declaró un incendio a bordo y para el día 15, mientras era remolcado a la ciudad de Nueva Orleans, se hundió a unas 450 millas náuticas al sur de esa ciudad[1].

¿Cómo recorrer de nuevo ahora esos pasillos alguna vez tan familiares?, ¿cómo volver a los 17 y trepar de nuevo furtivamente ese mástil mayor hasta el tope para otear todo desde ahí a cincuenta metros del oleaje, y para ser llamado luego al puente por el capitán para recibir su severa e inútil reprimenda?  ¿Qué quedó de ambas travesías?  ¿Qué quedó de aquel momento inicial e intenso de la primera subida a bordo en Veracruz con la mochila a la espalda por la escala, y el de la magnífica sorpresa años después, al encontrar en Puntarenas que el “Tepic” era aquel mismísimo “Bibi”? 

En la historia de cada carguero subyace agazapada su dimensión humana, su biografía cultural (Appadurai y Kopitoff, 1991).  Como otras tantas, sus historias acaban siendo metáforas que transitan por circuitos vivientes. Y es que no hay retorno: regresar a esos camarotes, a esa cubierta, a esos pasillos, requeriría una improbable inmersión en las latitudes del naufragio que una ficha técnica fija con precisión en “24° 16’ 48” N y 89° 01’ 18” W”; una búsqueda fuera de lugar ya ciertamente, pero no una vuelta al vacío, porque en una trama incesante, unas historias llevan a otras historias y sus efectos no se confinan al fondo del mar, sino a realidades actuales e insospechadas.

Los cargueros se van cargando también de circunstancias. Al salir recién de la ciudad de Filadelfia en otro mercante, se perfila en el río Delaware, misteriosa, una vieja nave abandonada en su muelle 82.

Y aun cuando desplazada por la herrumbre, se percibe todavía en ese vestigio flotante la huella de un antiguo esplendor. La popa anuncia su nombre: “United States”.

No me detendré a explorar si esa es una nueva metáfora o una evidencia gráfica elocuente del declive del país del norte. Lo que cabe aquí es la carga de vicisitudes humanas que portan progresivamente estos objetos, estas “cosas” alguna vez móviles y bien flotantes.

Semanas después, entre algunas postales de célebres barcos, se despliega súbitamente ante mí la figura de esa misma nave en su “época de oro”: fue el barco de pasajeros más veloz de su época, en uso de 1952 a 1969.


Adecuado de: http://www.histarmar.com.ar/MarinaMercanteExtr/MarinaMercanteMexico/Mercantes/Tepic.htm


Plano del “Letitia”, Aberdeen, 1961.
Fuente: http://www.aberdeenships.com/single.asp?searchFor=bibi&index=101606


Estribor del enigma (Foto: P. Hersch)


Popa del enigma (Foto: P. Hersch)


Amarres a un pasado. (Foto: P. Hersch)


¿Rumbo a tierra?. Foto: P. Hersch


Una postal delatora


El “United States” en su viaje inaugural en 1952. Fuente: https://cruisemiss.com/page/14/

 

¿Arqueología marítima o arqueología de los afectos?

Como aquellas palabras pintadas en la defensa trasera de una camioneta en camino a Tepoztlán, ya vetusta, cuando anuncia ufana “ora de vieja me caliento”, la vieja tierra, planeta ocurrente, nos dicen, ora se calienta… 

¿Qué ha pasado con este mundo que ora se calienta y cuyos aires, a la par, cargan moléculas de desecho y cuyos mares acumulan ahora agua de deshielo y plástico, tragado también por aves y peces? Basta ver los deltas de ríos enormes como el Mississipi saliendo de Nueva Orleans copados de esos residuos para toparnos con incómodas preguntas. ¿Qué ha pasado con el ritmo de vida del mundo, de nuestras sociedades y de nuestras personas?

En los últimos cuarenta años podemos atestiguar la intensificación de los cambios surgidos en el ritmo de vida de los seres humanos en sus muy diversos ámbitos. Por supuesto, hay cambios bienvenidos, pero el balance es inquietante: se trata de manifestaciones de un fenómeno central de aceleración en una ruta de apremio incesante marcada por la vieja acumulación de capital en unas cuantas manos.

Y la vida de la marinería ejemplifica diáfanamente tales cambios: en sus profundas transformaciones, es otro ámbito donde se manifiesta a cabalidad la aceleración de los ritmos, en una muestra más de esta frenética huida sin rumbo. La masificación marca categóricamente esta etapa del capitalismo y de la colonialidad en que se traduce y que todo permea. El papel central del consumo a ultranza se traduce en una demanda masiva que requiere un aporte masivo de insumos, lo que a su vez exige la producción en masa, la masiva explotación de los seres humanos, la masiva extracción de recursos, conllevando, en cadena, una destrucción masiva cada vez más difícil de invisibilizar.

Colocar límites o simplemente reconocerlos en esta trama resulta incluso ya un acto subversivo. La impostura del “desarrollo sustentable” queda develada en el sinsentido de ese término mixto, de ese oxímoron, de ese taco sin tortilla: el desarrollo, que implica por definición un crecimiento ilimitado, pretende limitarse con meros recursos argumentales. Se trata de un parche, de una trampa como bien lo es también la impostura de la interculturalidad cuando ésta es concebida, directa o indirectamente, al margen de la realidad estructural que genera exclusión y desigualdad.

Los llamados a la “tolerancia”, o peor, al “diálogo de saberes” funcionan bien para soslayar y afinar esa desigualdad estructural que ni siquiera se reconoce. Y así como se intensificó el ritmo de la mercantilización y con ello del extractivismo gracias al avance de una técnica convertida en un fin en sí misma y ajena a ese equilibrio que constituye el signo identitario de la vida, así ese desarrollo técnico subyace en la expansión del transporte masivo, caracterizado por el incremento no sólo en el volumen de las mercancías en giro en el mundo, sino en la aceleración de los movimientos incesantes de bienes.

Así como en el origen de la minería masiva un solo metal fue determinante para la industrialización, pues sin cobre no se hubiese podido electrificar un país y sin esa electrificación no habría sido posible la fase actual de industrialización (LeCain, 2009), así la simple figura del contenedor permitió estandarizar el transporte marítimo: las cajitas de metal, depositarias de una enorme diversidad de mercancías, en su uniformidad, permitieron estandarizar y abaratar su transporte.

Y si el ingeniero Daniel Jackling tuvo la ocurrencia de inventar en 1903 las minas a tajo abierto como un sistema articulado de extracción masiva de cobre (LeCain, 2009), el transportista Malcolm McLean, esperando en 1934 descargar su camión con pacas de algodón en un puerto, pensó, también ocurrente, en la posibilidad de meter ese camión directamente al barco para ahorrar tiempo y dinero. Pero fue hasta 1956 que McLean llevó a la práctica su idea de transportar mercancías en cajas de metal que circulasen por tierra y por mar, al adaptar para ese efecto un buque tanque utilizado en la segunda guerra mundial (Germanischer Lloyd Aktiengesellschaft, 2006). Había nacido el primer portacontenedores.

Y así como en el caso de México, fue capital provisto por el gobierno norteamericano lo que permitió adecuar la mina de Cananea al sistema de tajo abierto con lixiviación en 1942, para garantizar así el abasto de cobre a ese país durante la segunda guerra mundial (Sariego, 1988), fue la guerra de Vietnam, dado el requerimiento de aporte masivo de insumos del ejército norteamericano, lo que permitió a McLean contar con el apoyo financiero para consolidar el sistema de contenedores en el transporte naviero. Así, para los años ochenta, la llamada “contenedorización” se había ya consumado y actualmente el 90% de la carga general marítima mundial que no corresponde a buques tanque o a buques graneleros se mueve en portacontenedores (Germanischer Lloyd Aktiengesellschaft, 2006).   

La adecuación de los contenedores derivó en la adecuación de los contenedores de los contenedores, es decir, de los barcos mercantes, y conllevó a su vez la adecuación de las instalaciones portuarias y de los sistemas ferroviarios, en el diseño y establecimiento de redes de comunicaciones para la distribución expedita de esos mismos recipientes de metal en nodos y rutas, priorizadas en razón de la naturaleza de los bienes, por supuesto más que por la naturaleza misma de los seres humanos, si ésta no condecía con la naturaleza diseñada de los mismos en tanto que consumidores en esa red.


Los primeros embarques de contenedores. Fuente: http://containertech.no/Site/images/Containertech/small/01_01_001.jpg

Así fue como, en una medida que refleja a cabalidad la estupidez gobernante en México, toda la red ferroviaria para pasajeros en el país fue anulada de un plumazo: ella servía en buena parte a poblaciones rurales a menudo irrelevantes para las políticas públicas; el costo del pasaje y del transporte de mercancías requeridas por esas poblaciones formaba parte de una lógica de accesibilidad que sin embargo prescindió de cualquier esfuerzo de modernización; pero además, con la cancelación del servicio ferroviario de pasaje se favoreció el monopolio del transporte estructurado en vehículos automotores y carreteras, con una eficiencia energética menor y una mayor afectación ambiental, argumentos irrelevantes para el poder económico que se sirve de la estructura de gobierno para imponer su diseño de país. Zedillo, el mediocre presidente que instrumentó dicha medida con el apoyo del sindicalismo oficial, pasó luego a asesorar a las empresas ferroviarias de carga norteamericanas que se hicieron precisamente de aquellas rutas que en México les resultaron capitalizables.


Fuente: https://www.natura-medioambiental.com/la-contaminacion-de-los-buques-cargueros-es-muy-elevada/

Hoy México carece de una marina mercante significativa a pesar de contar con dos extensos litorales. En tanto, a nivel mundial se ha incrementado la capacidad y velocidad de los buques mercantes y se ha reducido significativamente el tamaño de su tripulación.

Hoy, por ejemplo, una nave promedio que cruza el Atlántico, con más de 23,000 toneladas de desplazamiento y más de 9,700 toneladas de capacidad neta de carga, puede ocupar una tripulación de 25 personas, cuando antes se requería al doble del personal para tripular un barco con menos de un tercio de ese tonelaje. El Letitia-Bibi-Tepic-Tepora, por ejemplo, tenía originalmente 56 tripulantes, con 6,150 toneladas de desplazamiento y 4,499 toneladas de capacidad de carga.

En cuanto a las tripulaciones, los ritmos de vida han cambiado drásticamente como reflejo de este proceso de masificación cuyos efectos tienen un alcance múltiple.

La marinería a nivel mundial, en buena proporción filipina, en muchas líneas navieras ya agrupadas en grandes consorcios, trabaja bajo contratos de nueve meses y luego queda desempleada y sin ingresos por otros cuatro, para reincorporarse una vez transcurridos a su puesto laboral si así lo decide la empresa, reiniciando así un nuevo ciclo de nueve meses.


No es nostalgia respecto al duro trabajo del estibador. Embarque de mercancía con grúa en el puerto de Veracruz. Agustín Casasola, ca. 1960. Fuente: http://www.mediateca.inah.gob.mx/islandora_74/islandora/object/fotografia:103047/datastream/TN/view

En esa escala para muchos invisible, el marinero se ajusta hoy a contratos sin estabilidad ni posibilidades de agrupación sindical efectiva, como sucede con muchos trabajadores académicos jóvenes en nuestro país. Y si bien su sueldo una vez embarcados puede duplicar los ingresos que pudiesen tener en su propio país, la precariedad no se resuelve.

Dominan los portacontenedores y los tiempos de atraque se han reducido tanto, de días a horas, que a menudo no tiene sentido alguno bajar a tierra en instalaciones especializadas lejanas de las ciudades portuarias. Las redes y relaciones sociales antes significativas de la marinería y de la oficialidad en los puertos carecen ahora de condiciones básicas no sólo para persistir, sino para establecerse. Hay marinos que aducen, sin embargo, que el no bajar a tierra les permite ahorrar dinero: los marineros llegaban a la vejez sin pensión y sin ahorros y, por ejemplo, el gobierno filipino, bajo el cometido de garantizar ingresos de divisas al país, obliga a los marineros a una figura contractual que destina por fuerza el 80% de su salario a la familia del contratado. Las empresas canalizan directamente ese recurso a los parientes del trabajador. Pero al medir su presión arterial ahora en 2017, me percato de que casi todos los trabajadores de cubierta, de cocina y de máquinas en ese carguero en que nos encontramos, casi todos ellos jóvenes, se encuentran con cifras elevadas significativamente. No salen del barco en meses.


Terminal de contenedores, Veracruz. Fuente: http://t21.com.mx/maritimo/2013/09/27/icave-aumentara-productividad-puerto-veracruz


Algo se ha desequilibrado. Fuente: https://thediplomat.com/2016/01/alarm-bells-ringing-for-emerging-markets/


El Bibi deja Barcelona. (Foto: P. Hersch)


El Bibi del 73. (Foto: P. Hersch)

A los cargueros, para no perder velocidad, se les ha de librar de la capa de moluscos que se van adhiriendo a su casco a lo largo de sus viajes.  Paradójicamente, la vida adherida se convierte en un lastre. De ahí la necesidad de raspar su casco periódicamente en un dique seco para retirarle las lapas que se empecinan en vivir adosadas al metal. Pero aún ahí la tecnificación incesante sumó ya otro factor de “optimización de procesos”: se ideó un recubrimiento tóxico que evita la adherencia de moluscos, y a cambio de mayor celeridad en las entregas de mercancía se ha generado una nueva fuente de contaminación ya preocupante, pues ese recubrimiento va liberando su carga de toxicidad a lo largo de las rutas navieras en todo el mundo (Alonso, 2011).

En el mundo del trabajo, en el mundo recio y austero de quienes hacen posible el mundo, no todas las lágrimas ruedan ni todos los nudos de la garganta se resuelven en llanto, o en grito, o en lamento.

En el atardecer de un día de febrero, el “Bibi” va dejando puerto en esa Barcelona del 74 y la esposa e hija del “Madrid”, amigo y maestro mecánico del barco que nos enseñara a lavar el túnel de propela, han venido a despedirlo.

Otras mujeres han llegado a su vez a dar el adiós a quienes se van ahora con la nave y son los últimos en subir la escala, portando consigo el abrazo de despedida y también el extremo de un rollo de papel higiénico que los une aun por unos instantes más con aquellos que se quedan.

Poco a poco, al paso del alejamiento del muelle, la frágil línea de papel se alarga y alarga hasta romperse. Para siempre.

Son sin embargo los tiempos que vienen los que más importan, no los pasados, no los ya vividos. Y no es novedad alguna que esos tiempos se cuajan hoy mismo. Más allá de la nostalgia o el romanticismo, la pregunta es la misma que la planteada en cualquier carta de navegación:

¿A dónde vamos ahora?

¿Cómo llegamos ahí?

¿Sirven aún las cartas de navegación disponibles, con o sin añadidos al calce?

 

Referencias

  • Alonso Felipe, José Vicente (2011), Evaluación de efectos de biocidas contenidos en recubrimientos “antifouling “(AF coatings) en ecosistemas marinos. Tesis (Master), Universidad Politécnica de Madrid, en: http://oa.upm.es/33952/
  • Appadurai, Arjun (1991), La vida social de las cosas. Perspectiva cultural de las mercancías. México: Grijalbo.
  • Cassel, Ian (2017), “Malcolm McLean – The Savior of the Shipping”,  15  de  marzo, en: https://intelligentfanatics.com/forums/topic/malcom-mclean-savior-shipping-industry/
  • Germanischer Lloyd Aktiengesellschaft (2006), ContainerShips. Formula One if the Seven Seas, Hamburgo: Germanischer Lloyd Aktiengesellschaft,  
  • Kopitoff, Igor (1991), “La vida cultural de las cosas: la mercantilización como proceso”, en: Appadurai, A. (cord), La vida social de las cosas. Perspectiva cultural de las mercancías, pp. 89-122.
  • LeCain, Timothy J. (2009), Mass Destruction. The men and giant mines that wired America and scarred the planet, New Brunswick: Rutgers University Press.
  • Sariego, Juan Luis (1988), Enclaves y minerales en el norte de México. Historia social de los mineros de Cananea y Nueva Rosita 1900-1970, Ediciones de la Casa Chata, num. 26, México: Ciesas.

 

[1]    http://www.histarmar.com.ar/MarinaMercanteExtr/MarinaMercanteMexico/Mercantes/Tepic.htm y https://www.wrecksite.eu/wreck.aspx?192065