Memoria que resiste: contranarrativas e intervenciones comunitarias

Resumen

En este artículo se presentan tres experiencias de espacios que han sido marcados por el horror de la muerte y la desaparición forzada, pero que en un esfuerzo colectivo, han sido resignificados a partir de experiencias colaborativas comunitarias: el predio “La Gallera” en la ciudad fronteriza de Tijuana, la “Plaza de la Paz” en Creel, Chihuahua, y el predio “La ley de la Verdad” en Lagos de Moreno, Jalisco. Son lugares de memoria donde a pesar de estar en medio del conflicto mexicano de las últimas décadas, que sus significados aún están en disputa y que el Estado los usa como capital político, se desarrollan una serie de prácticas conmemorativas que como contranarrativas, resisten a las verdades históricas, al olvido institucional, la indolencia social y la falta de justicia.

Palabras clave: contranarrativa, memoria colectiva, lugares de recuerdo, prácticas reivindicativas, intervenciones comunitarias.

 

La guerra en México

En 2006 con la llegada del entonces nuevo presidente Felipe Calderón y sus intenciones de “acabar con el narcotráfico y el crimen organizado”, se emprendieron una serie de acciones bélicas puestas en marcha con la llamada “Operación Conjunta Michoacán”, en la cual se desplegaron policías, federales y militares en los estados de Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila y Guerrero, con el fin de confrontar de manera abierta y acabar con esas “fuerzas del mal que envenenaban las almas de nuestros jóvenes”. A partir de la declaración de la llamada “guerra contra el narcotráfico” y de la militarización de las calles, la violencia criminal se exponenció en el territorio mexicano, instaurándose una teatralidad del horror donde las escenas de muerte, sangre y dolor se hicieron cotidianas.

A pesar de que oficialmente se trató de enmascarar todo esta performatividad de la violencia como “daños colaterales”, “eventos aislados” o “ajuste de cuentas entre carteles”, son evidentes las miles de víctimas a violaciones a los derechos humanos que ésta política bélica ha generado. La promesa de acceder a un Estado de derecho y recuperar la paz social fueron confrontadas por las escalofriantes cifras de personas desaparecidas, masacres públicas, muertes violentas, enfrentamientos y balaceras; expresiones de terror de las cuales hemos sido testigos -unos más cercanos que otros- durante más de dos sexenios, -algunos tiempos más intensos que otros-, pero ha sido una constante que se pronostica como un periodo difícil de superar.

Todo este escenario, además de dejar en evidencia la crisis humanitaria y la constante violación a los derechos humanos que se ha vivido en las últimas décadas en nuestro país, da cuenta de la ausencia de empatía y condolencia social que se necesitan en estos periodos de dolor. Los cuerpos desnudos bañados en sangre, restos de autos quemados o balaceados en enfrentamientos, masacres a personas en estado de indefensión, fueron imágenes que más que ofender a la dignidad humana, se fueron haciendo comunes y cotidianas, generando un léxico que construía la tragedia con neologismos: “encobijados, encajuelados, pozoleados, entapiados”.

En este nuevo lenguaje común, donde no hay sobresaltos ni atentados a la dignidad cuando se habla con toda naturalidad de fosas clandestinas, restos humanos, embolsados, cuerpos calcinados, narcomantas, entre otros apelativos que se han convertido en una realidad cercana y conocida para cualquiera persona, las dificultades en el trabajo de campo académico o comunitario se han vuelto mayúsculas. Incluso, diferentes investigadores de las ciencias sociales han debatido la pertinencia y necesidad de reconocer que, dado el número de muertes violentas, de personas desaparecidas y desplazadas de manera forzada, se puede señalar la existencia de una “guerra civil económica” (Shedler, 2015; 2016), de una “narcoguerra” (Illades y Santiago, 2014) o hasta de un ejercicio continuo de “violencia de Estado” (Calveiro, 2012; Aguayo, 2015; Enciso, 2016).

El recuento de estos eventos dolorosos al paso de los años se hace cada vez más complicado en tanto siguen ocurriendo, se acumulan, se hacen habituales y al exponenciarse en tal cantidad, se han tornado hasta difíciles de recordar; vivimos en medio de un conflicto que nos genera retos epistemológicos y metodológicos para un trabajo que busca analizar los procesos de memoria y de reconstrucción, más aún cuando lo que se pretende es intervenir en algunos sitios donde familiares y miembros de la comunidad han expresado el deseo de resignificar la muerte, el sufrimiento y el dolor. Precisamente este es el objetivo del presente texto: compartir la experiencia de investigación e intervención en tres lugares que fueron epicentros del terror de la violencia criminal dentro del territorio mexicano, comunidades que vivieron el trauma en los sexenios pasados y que continúan con un latente riesgo por vivir en regiones que el crimen organizado o redes de narcotráfico mantienen controladas.

 

Memoria que resiste

El escenario cotidiano antes descrito ha dejado a su paso miles de víctimas que oficialmente se han querido acallar, ignorar u olvidar; sin embargo, se han hecho presentes en el espacio público, para combatir el estigma social que les señala como delincuentes, contrarrestar la indolencia e indiferencia colectiva, así como para luchar contra la impunidad por los diversos delitos de que han sido víctimas y en los que generalmente no se hace justicia. Una de las expresiones más notables de familiares, colectivos, vecinos, estudiantes o académicos en hacer manifiestos a esas víctimas olvidadas oficialmente, son los ejercicios de memoria en emplazamientos materiales que han sido escenarios del terror de la muerte y que son intervenidos para resignificar ese dolor.

Cambiar el horror por la esperanza ha sido una de las consignas de colectivos y familiares que, desde abajo, no sólo buscan a sus familiares desaparecidos o hacen las investigaciones judiciales, sino que también construyen sus espacios de recuerdo y los alimentan de prácticas sociales que reivindican la lucha por sus víctimas. Memoria que resiste precisamente emprendió esa tarea: una campaña colectiva articulada en diversas jornadas en las que investigadores, estudiantes, familiares de víctimas, muralistas, vecinos de comunidades en contextos de violencia y organizaciones sociales como el Comité 68, nos dimos a la tarea de acompañar, reflexionar y actuar sobre eventos de violencia en México, las resistencias, así como las batallas por la verdad, la justicia, la memoria y la reconstrucción.

Se trata de tres experiencias de colaboraciones comunitarias en diferentes lugares marcados por el horror, pero que se han marcado e intervenido en distintos momentos del 2012 al 2019 para convertirlos en lugares de recuerdo y reconstrucción; a través de diversos recursos tanto de la memoria como de arte, se construyen narrativas que resisten al olvido, a la impunidad y la indolencia social. Memoria que resiste en este sentido ha sido un espacio reflexivo que igualmente pone acción recursos de lucha que familiares, vecinos y colectivos han edificado desde abajo, con sus propios recursos materiales y afectivos, donde demuestran con constancia que a pesar del dolor que han tenido que sufrir, siguen con tenacidad y entereza en su búsqueda de reconocimiento, presencia o justicia.

La primera experiencia que se expone es la del predio “La Gallera”, ubicado en los márgenes de la ciudad fronteriza de Tijuana, donde el llamado “pozolero”, construyó una rústica estructura que permitía desaparecer cuerpos humanos en serie, caso mediático que fue conocido mundialmente después de su detención en 2009. La segunda es la “Plaza de la Paz” en el “pueblo mágico” de Creel, Chihuahua, sitio donde se cometió la primer masacre pública del periodo instaurado por Calderón en su “guerra contra el narcotráfico”. Finalmente, la experiencia de reapropiación comunitaria de un espacio usado para torturar, asesinar y desaparecer cuerpos humanos ubicado en Lagos de Moreno, Jalisco y conocido actualmente como “La Ley de la Verdad”.

Este trabajo de investigación acción -militante- evidentemente se ubica en antípoda de todo canon positivista que exige distancia, objetividad y un acercamiento casi aséptico al “objeto de estudio”. Los difíciles tiempos que vive nuestro país no nos permiten excesos ni lujos de ese tipo: más que ello, nos exigen estrategias metodológicas de correspondencia y de cercanía con las víctimas, que nos convoquen a ser empáticos con el dolor y los traumas sociales, así como a tomar posición del lado de las voces no escuchadas.

Asimismo, ha sido una labor fuera de toda división ortodoxa de los límites disciplinares, echando mano de diversos recursos tanto de la ciencia, como del arte, en la búsqueda de mecanismos que sean mediadores en el proceso de articulación de la memoria del trauma. A este respecto, las preguntas que intento abordar en este texto giran en torno a las posibilidades del recuerdo reivindicativo, a saber: ¿cómo las intervenciones colectivas en lugares del trauma generan contranarrativas a las oficiales? y ¿cuál es el potencial de recuperar luchas históricas para reinterpretarlas y hacerlas vigentes?

 

La Gallera, Tijuana, Baja California

En la zona Este de la ciudad fronteriza de Tijuana, sobre el cinturón periférico donde la marginación y la pobreza son elocuentes, en una geografía donde las colonias sin luz eléctrica, agua potable, drenaje, escuelas o centros de salud son la constante, se encuentra el predio “La Gallera”, en la comunidad de Maclovio Rojas. En 2012, familiares de desaparecidos de Baja California encontraron este predio donde el personaje criminal conocido como “el pozolero”, confesó haber desintegrado cientos de cuerpos sin vida en sosa cáustica que conseguía con facilidad en tiendas de abarrotes.

Tras su detención en 2009, detalló las coordenadas de tres fincas ubicadas en diferentes colonias periféricas de la ciudad, las cuales había utilizado como sitios clandestinos donde instaló sistemas artesanales con el fin de ejecutar una técnica de desaparición que fue perfeccionando, dejando a su paso dos fosas construidas sucintamente para alojar los restos de los cuerpos disueltos: oficialmente se calcula que hay más de diecisiete mil litros de restos de cuerpos humanos. En ese predio, conocido como “La Gallera” por haber sido otrora criadero y cortijo de peleas clandestinas de gallos, dejó una huella profunda de dolor, pues de los miles de litros ahí contenidos, las autoridades informaron a los familiares que no se podían identificar ningún ADN, dando un duro golpe a las esperanzas de encontrar a sus ausentes y prolongando el calvario que la búsqueda representa.


Imagen 1. Intervención en “La Gallera”, comunidad Maclovio Rojas, Tijuana, B.C.

Esta noticia trajo consigo un escenario donde el conflicto se exacerbó, pues las recriminaciones y acusaciones entre familiares y vecinos no se hicieron esperar, los primeros reclamando complicidad y silencio, los segundos replicando el estigma social donde imperaba la sospecha de que “si algo les pasó, es porque en algo andaban”. En ese momento es donde se puede ubicar el inicio de la campaña Memoria que Resiste: era a finales del año 2012 cuando familiares, vecinos, estudiantes, investigadores y miembros de la comunidad de Tijuana, se organizaron para llevar a cabo una serie de esfuerzos, materializados en acciones, que marcaron este sitio construido para la desaparición y el exterminio de personas.

Durante los siguientes cuatro años, con el apoyo de la Universidad Autónoma de Baja California (UABC), se organizaron diversas actividades encaminadas a la reconstrucción de ese dolor como parte de su duelo social, así como a la reconciliación entre estos dos sectores que se encontraban confrontados. Entre los primeros pasos se marcó como un lugar sagrado: se realizaron limpias, ceremonias religiosas y siembras por la paz; en un segundo momento, se señalaron las dos fosas con mandalas de mosaicos y espejos, se realizó un mural en la pared perimetral, se colocaron preguntas cuestionando la desaparición forzada y se rehabilitó lo que los vecinos bautizaron como Centro Comunitario Mahatma Gandhi.

La apertura de este centro comunitario en febrero de 2014 fue una de las jornadas más importantes para la comunidad, participando activamente durante una semana, llevando a cabo esfuerzos con la convicción de cambiar el significado de este predio. Principalmente fueron jóvenes de la comunidad y estudiantes de la UABC, con el apoyo y guía de artistas plásticos, los que participaron en un taller de muralismo, de pintura, de mandalas con mosaicos y de elaboración de figuras con esténcil, con la finalidad de intervenir el predio, marcar las fosas y cambiar la vibra total, dejando plasmado el mensaje y deseo principal: “Que no se repita” (Ovalle y Díaz Tovar, 2016).


Imagen 2. Estudiantes de la UABC en el Centro Comunitario Mahatma Gandhi. Tijuana, B.C. 

Las prácticas de terror como las escenificadas en “La Gallera” habían sido instrumentadas con la finalidad de borrar completamente la identidad de las personas, imposibilitando cualquier posibilidad de reconocimiento, y sobre todo, asegurando la completa impunidad de dichos crímenes. En cambio, a través del encuentro y la participación entre integrantes de la comunidad de vecinos, familiares de desaparecidos y miembros de la universidad, se buscaba abonar a esos procesos de reconciliación, de reconstrucción de lazos sociales que la violencia ha roto, y al mismo tiempo, contrarrestar estas intenciones de la autoridad de olvidar, silenciar y ocultar un crimen de tan profundo dolor social.

“Dos de octubre no se olvida” es la consigna que se ha escuchado por cuatro décadas que marca en la memoria ese día de dolor en la historia de los movimientos sociales en México; cada dos de octubre, no sólo se conmemora  la masacre de Tlatelolco de 1968: esta fecha también se ha convertido en el marco de reivindicación más significativo para recordar las demandas de justicia social y equidad, así como para hacer latentes las prácticas de resistencia que se actualizan en todos los rincones de México. En el marco de la conmemoración de los hechos en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco del año 2014, se organizó una jornada que tenía como principal objetivo llevar a cabo una reflexión en torno a las prácticas de memoria y de resistencia de los movimientos sociales, tanto de las víctimas de la llamada “guerra sucia”, como la del periodo de “la guerra contra el narcotráfico”.

Se convocó nuevamente a la comunidad de Maclovio Rojas, de familiares de desaparecidos, así como a estudiantes e investigadores a esa jornada donde se conjuntaban diferentes luchas para reflexionar sobre la importancia de la resistencia ante la represión y la imposición del silencio o el olvido. El elemento clave fue la participación de tres miembros del Comité 68, colectivo conformado por sobrevivientes de la violencia de Estado de la década de los 60 y 70, quienes se han dedicado a su investigación y a las prácticas de conmemoración: la ex presa política en 1968 Ana Ignacia Rodríguez “La Nacha”, Álvaro Cartagena “El Guaymas”, ex miembro de la Liga Comunista 23 de Septiembre, así como el poeta David Roura, sobreviviente del movimiento estudiantil de 1971.

Para esta primera Jornada: Memorias de la resistencia buscábamos actualizar las demandas de Justicia y equidad de los movimientos sociales del 68; para ello se convocaron a otras dos experiencias de lucha pero de épocas recientes: la resistencia de los familiares de “los desaparecidos” en el Estado de Baja California y la resistencia de los habitantes del Poblado Maclovio Rojas, por su derecho a la vivienda y a una vida digna. El testimonio de “La Nacha”, la música de “El Guaymas” y los poemas de Roura convocaron a la emoción, los llantos, los abrazos y las sonrisas que dejaban constancia de la empatía, la condolencia, la apertura a sentir y compartir esos dolores que la violencia ha dejado a lo largo de estas décadas.

En este encuentro, la tensión y las recriminaciones de antaño se hicieron nuevamente presentes entre vecinos y familiares, aparecían viejos estigmas y rencores que en apariencia estaban siendo subsanados; la voz de los invitados del Comité tuvo un papel sumamente relevante para mitigar esta tensión, pues a través de sus testimonios y reflexiones se fue dejando por sentada la idea de que hay un elemento común entre todos los que conversaban: a saber, que en diversas formas, han sido víctimas de la violencia del Estado. En consecuencia, planteaban la imperiosa necesidad de reconocer el vínculo que los identificaba y que les hacía encontrarse, de formar un frente común de resistencia, más que alimentar esos prejuicios que dividen y rompen la organización social. En suma, el encuentro de estas diferentes luchas permitió trazar una suerte de actualización de las numerosas formas de resistencia a la violencia, de entender que a través de la memoria se puede contrarrestar esos contextos adversos y dolorosos socialmente.


Imagen 3. Cartel de la Jornada Memorias de la Resistencia en Tijuana y Mexicali, B.C. Octubre de 2014.

En los muros, paredes, ruinas, fosas o en el mismo suelo, se han ido inscribiendo diversas memorias que no sólo corresponden a los familiares de desaparecidos, sino que dan cuenta de otras luchas y resistencias, como las de la comunidad de Maclovio y el Comité 68 entre otras que han confluido en sus acciones. Ahí se inscriben las memorias que tienen una narrativa diferente a la oficial, que incluso la rechazan para escribir una propia y, como una suerte de antimonumento, reivindicar la desaparición forzada como un hecho de interés y dolor colectivo, pero sobre todo, recordar ese horror que la autoridad niega, silencia o ignora.


Imagen 4. Encuentro del Comité 68, vecinos de Maclovio Rojas y familiares de desaparecidos de Baja California. Tijuana, B.C. Octubre de 2014.

En esta reinterpretación y resignificación del pasado, se apela a esta extrema violencia como la desintegración de cuerpos en ácido, no como una alegoría de exaltación de lo mórbido, sino como un suceso de profundo dolor que se debe evitar y que socialmente se debe tener presente para que nunca más se repita (Díaz Tovar y Ovalle, 2018a). Justamente, en las múltiples intervenciones colaborativas que se llevaron a cabo en ese periodo de cuatro años, se buscaba señalar a “La Gallera” como un sitio de dolor para, a partir de un episodio ejemplar, tener presente lo ahí ocurrido como un referente de nuestro pasado y del horror que podemos llegar a vivir si no luchamos para evitarlo.

 

“Plaza de la Paz”, Creel, Chihuahua

Un hecho que ha marcado con un profundo dolor este periodo de guerra en México, fue la primera masacre pública donde resultaron asesinados 12 jóvenes y un neonato en Creel, un “pueblo mágico” de la Sierra Tarahumara de Chihuahua. Era un 16 de agosto del 2008 cuando un “comando” (grupo de sujetos fuertemente armados y encapuchados) arribó a una pequeña plaza donde algunos jóvenes se encontraban departiendo, jugando carreras y conviviendo, para disparar a quemarropa en contra del grupo indefenso de personas. La policía y toda fuerza del orden, al dar cuenta de la envergadura del ataque, decidieron abandonar el pueblo, dejando a su suerte a los pobladores que eran blanco de este violento atentado.

El conocido “Padre Pato” Javier Ávila, jesuita y defensor de derechos humanos, es quien ahora narra los hechos, como un testigo y protagonista del episodio, pues ante la ausencia total de autoridad tuvo que hacerse cargo de esa dolorosa escena del crimen: era algo de terror, las familias lloraban, querían levantar y llevarse a sus muertos, expresa. Narra cómo todos “se quebraron”, pero durante cuatro horas, a pesar del dolor por la masacre, pudo contener de cierta manera el dolor para mantener la escena del crimen lo más intacta posible, pues a pesar de la ausencia de autoridad, la apuesta fue porque se hiciera justicia, se investigara y castigara a los culpables (Ovalle y Díaz Tovar, 2019).

En una apuesta colectiva, familiares de las víctimas lucharon por la justicia buscando a los responsables y exigiendo al Estado que hiciera su tarea; al mismo tiempo, colocaron los cimientos para construir las vías de la memoria, de impedir que sus ausentes se olvidaran o fuesen recordados como delincuentes. En los primeros meses después de la masacre, la plaza se llenó de diversos artefactos de memoria como flores, velas, fotografías, cartulinas con mensajes; de cierta forma los familiares querían habitar ese sitio para ejercer su duelo públicamente, logrando que en el año 2009 la Procuraduría del Estado construyera un lugar para conmemorar a sus víctimas.


Imagen 5. Cartel de bienvenida de la Comunidad Maclovio Rojas al Comité 68. Tijuana, B.C. Octubre de 2014.

Dicho espacio fue nombrado oficialmente como “La Plaza de la Paz”, con varios elementos que rompían claramente con las intenciones de los familiares, en una construcción casi en obra gris, sin concluir, en abandono, con una escultura al centro que ofendía a las madres y con placas que, en leyendas absurdas, dejaban claro el velo de impunidad de los terrenales: “El amor y la verdad se dan cita, la justicia y la paz se besan, la verdad brota de la tierra y la justicia se asoma desde el cielo”. Era un lugar de memoria en el que no se veían identificados los familiares. Por ello, en el año 2016, con la labor de familiares, investigadores y miembros de la comunidad junto con el muralista Mode Orozco de Tijuana, organizaron la Jornada Memoria que Resiste para intervenir la plaza y reconstruirla como un sitio de recuerdo propio, dando cuenta de su resistencia y lucha por la justicia.


Imagen 6. Cartel de invitación al taller Memoria que Repara, Agosto de 2016.

Entre las diversas actividades de la jornada se llevó a cabo la limpieza y rehabilitación de la plaza, un taller sobre lugares de memoria dirigido a los familiares de las víctimas y uno más sobre muralismo, en el cual participaron principalmente jóvenes de la comunidad. Como resultado, se llevó a cabo la actividad principal de instalación de los rostros de las trece personas ahí ultimadas, dándole un nuevo significado a la plaza, expresado claramente en las palabras del Padre Pato en la misa de bendición:

“El arquitecto nos trajo un diseño de mural que no tiene nada que ver con lo que pasó aquí, había florecitas y pajaritos, pero queremos que quede un mural que nos diga lo que pasó. Los familiares de los muchachos han decidido que sean los rostros lo que aparecen en el mural, los rostros sonrientes como están ahorita para que tranquilicen el dolor”.


Imagen 7. Marcha conmemorativa del 2016 encabezada por el “Padre Pato” y familiares de las víctimas de la masacre de 2008 en Creel, Chihuahua.


Imagen 8. Plaza de la Paz antes de la intervención del 2016, Creel, Chihuahua.

 

Con esta intervención se buscaba reconocer a estas personas en condición de víctimas, no como delincuentes como oficialmente se les llamó, combatiendo el estigma social que incisivamente señalaba que “si les pasó algo, es porque en algo andaban”, condenando la impunidad y las intenciones de olvido social. Colocar los rostros era una forma de dar la cara, de mostrar que no tienen ni tuvieron nada que ocultar, que son víctimas y en esa medida deben ser recordados, conmemorados y honrados; ahora se habita con estas trece miradas y los familiares la visitan especialmente cada 16 de agosto cuando es el aniversario: sale de allí la marcha con la que se conmemora a las víctimas y se le reclama al Estado por la impunidad en la que esta masacre se mantiene hasta el día de hoy.


Imagen 9. Cartel de invitación a la jornada Memoria que Resiste en 2016 para intervenir la “Plaza de la Paz”.

Finalmente, el Padre Pato cierra el mensaje de inauguración del mural haciendo énfasis en cómo la acción detonó la memoria, la hizo viva aún con dolor y abonó a sus intenciones de no olvidar:

“Hemos pedido la restauración de nuestra plaza y la vamos a seguir reconstruyendo porque tiene que seguir siendo sagrada, porque este espacio habla de vida y de muerte, pero habla de esperanza y de lucha; si algo nos ha mantenido unidos es la lucha, nadie hasta ahorita se ha doblado. Tiene memoria de la alegría, tiene memoria también de la indignación, tiene memoria del dolor, tiene memoria de la imposición, tiene memoria y eso nunca lo vamos a perder”.

 


Imagen 10. “Plaza de la Paz” intervenida con los trece rostros de las víctimas de la masacre del 2008.

 

“La Ley de la Verdad”, Lagos de Moreno, Jalisco

El 7 Julio del 2013 en Lagos de Moreno, Jalisco, desaparecieron por lo menos a siete personas: seis jóvenes y un adulto quienes un mes después fueron encontrados sin vida en el predio conocido como “La Ley del Monte”, después de que un “comando armado” arribó al poblado y “los levantó”, como afirmaban en las noticias locales. Como una constante, la respuesta oficial fue criminalizar a las personas ahí encontradas, afirmando que estaban involucradas con el crimen organizado y que el hecho había sido un ajuste de cuentas. Sin embargo, como fruto de la lucha de los padres y madres, dos años después el presidente municipal ofreció una disculpa pública reconociendo que eran jóvenes víctimas de un doloroso suceso.

Para Teresa Hernández, madre del Cone, uno de los chicos encontrados en este predio que fue una tienda de abarrotes, este sitio es sagrado: es casi como una tumba, un lugar que sirve para recordar a su hijo ausente a pesar de saber que ahí fueron torturados, asesinados y desintegrados en ácido. En esta lucha por la justicia, los familiares de los jóvenes insistieron en la necesidad de que este predio fuese convertido en un espacio para la memoria y la no repetición, trabajando durante varios años para organizar lo que se llamó la III Jornada Memoria que Resiste, con la finalidad de rehabilitar, marcar e intervenir el predio para construir un lugar de recuerdo y conmemoración de estas víctimas, lo mismo que de otras de la región.


Imagen 11. Cartel de invitación y programa de actividades de la jornada Memoria que Resiste en Lagos de Moreno, Jalisco, 2017.

En el año 2017 nuevamente nos dimos cita investigadores, familiares, asociaciones, colectivos y miembros de la comunidad de Lagos de Moreno para en conjunto, llevar a cabo una jornada con diferentes actividades que fueron desde una “Siembra por la Paz” donde se limpió el terreno y se sembraron pinos y rosales como símbolo de reconciliación con este espacio, un taller de bordado, el trazado de una ruta de la memoria, hasta la composición de la pieza memorial que respondió a elementos significativos que los padres, las madres y los hermanos decidieron trazar y proyectar (Díaz Tovar y Ovalle, 2018b).

En esta jornada de reflexión hubo un intercambio y pensamiento conjunto, del cual se desprendieron una serie de acciones encaminadas a poner en acción la memoria, culminando con el renombramiento de ese predio llamado anteriormente “Ley del Monte”, para colocarle el apelativo que marca el nuevo significado y ruta de reivindicación: “La Ley de la Verdad”. Con este tipo de intervenciones colaborativas que culminan en prácticas de apropiación del espacio público, bordando y señalando lugares que fueron marcados por el dolor, se pueden reconstruir los lazos sociales que la violencia ha resquebrajado, al tiempo que se combate la indolencia y la indiferencia social.

A ese espacio que antes fue de muerte, terror y desaparición, ahora los familiares junto con otras organizaciones lo han marcado como uno de vida, donde celebraciones, festejos, cumpleaños han generado una serie de prácticas sociales de carácter reivindicativo que convierten este lugar como uno de memoria y de resistencia. Ahora se ha transformado en un lugar donde pueden conmemorar y reivindicar la identidad de sus hijos, esa identidad que intentaron borrar, desaparecer, criminalizar, negar y olvidar.

La última actividad de esta campaña fue en 2019, cuando se llevó a cabo la Jornada Memorias que Resisten, encuentro de reflexión y de conmemoración, donde nuevamente se encontraron dos luchas históricas: la del movimiento estudiantil del 68 y la de los desaparecidos de la “guerra contra el narco”. Ana Ignacia Rodríguez “La Nacha”, Romeo Cartagena y Dolifet Antúnez, pertenecientes al Comité 68, a través de su testimonio y de su danza, dieron cuenta de uno de los recursos históricos más importantes de lucha por los derechos y la justicia, a saber, el de ganar la calle. 

En este encuentro para la reflexión, convocado desde la red CALAS México, se buscaba conectar demandas, esos planteamientos políticos y exigencias sociales que han estado en el pasado, pero que a través de sus métodos y herramientas de lucha se hacen presentes, para mostrar su experiencia lo mismo que su vigencia. Resultó en una significativa reflexión sobre las formas de hacerse presentes y visibles en un entorno cotidiano que ha normalizado la violencia, de una sociedad que es indolente y sobre todo, de un Estado que no garantiza justicia; precisamente ahí es donde las prácticas de memoria que señalan y resisten a esos ejercicios que construyen silencio, sirven como herramientas útiles para la participación y el cambio colectivo.

 

Cierre

En la memoria se encuentra un deber, pero de igual forma, se encuentra un derecho: el derecho de reconocer episodios de dolor, más aún cuando se mantienen vivos; este reconocimiento idealmente debería estar acompañado de un sentido de responsabilidad, de hacerse cargo, de atenderlos y no dejarlos en el pasado, sin justicia, como si no hubiesen ocurrido (Jaramillo, 2016).  Este no es el caso del periodo de violencia que ha vivido México en estas últimas décadas, pues más que acceder a estas condiciones de justicia, se han ido acumulando las profundas huellas de sufrimiento en las personas que han sido víctimas, lo mismo que los lugares y comunidades que han sido marcadas por dolorosos sucesos que rompen lazos y fracturan su tejido social.

Incluso, son evidente constancia del abandono del Estado en sus diversos niveles, tanto en leyes e instancias de procuración de justicia, como en mecanismos de atención y cuidado de víctimas, toda una tarea pendiente que deja en entredicho las garantías de no repetición. Sin embargo, este abandono de alguna manera ha sido contrarrestado con las acciones e iniciativas de comunidades que han participado de diversas acciones para marcar, nombrar y recordar a sus víctimas en espacios de terror; con estos ejercicios no solo se busca tener presente el sufrimiento, sino tratarlo de reconstruir, de repensarlo para convertirlo en otra cosa, como esperanza, resistencia o exigencia de justicia.

La campaña de Memoria que Resiste, en sus diversas etapas y geografías donde se organizó, si bien tenía una intención de conocimiento, también fue llevando a cabo una labor social de duelo compartido, de expresión política, de reivindicación, lo mismo que de ejercicios estéticos donde el arte social adquirió un papel fundamental de narración y exploración subjetiva. Como se puede constatar, en estas intervenciones surgieron algunos elementos recurrentes, como los rostros sonrientes, los colores fuertes y cálidos, las flores o las aves, o incluso las frases, que representan una indagación estética y simbólica que cuida la subjetividad de las víctimas, privilegiando una representación que además de visibilizar y sensibilizar, promueve la afirmación de la vida y refleja el espíritu de lucha por transformar esta dura realidad.


Imagen 12. Renombramiento del predio “La ley del monte” por “La Ley de la Verdad”, agosto de 2017.

Lo esencial de estos encuentros no eran las intervenciones o las piezas colectivas como tal, sino los procesos de reflexión, denuncia, construcción de conocimiento y transformación de los participantes, apostando por los recursos de la memoria en tanto son herramientas que además de ser útiles para nombrar, generan una tensión con los discursos oficiales que le apuestan al silencio y al olvido. En este sentido, otro de los cuestionamientos centrales en estos encuentros ha sido la exploración de prácticas que abonaran a la construcción de empatía y condolencia social, pues si bien hay un Estado indolente, también existe una sociedad  que ha interiorizado la violencia llegando a naturalizar estos eventos, que como noticias ajenas, pasan sin convocar a un sentimiento colectivo de dolor, empatía o compasión.

 A partir de las acciones emprendidas en las jornadas de memoria de la resistencia, los espacios que anteriormente se ubicaban como lugares para el duelo privado, acallado e ignorado, propio de familiares y amigos de los miles de asesinados y desaparecidos, se recuperan para darle paso a otras narrativas, a las de la gente que no están siendo articuladas desde la historia oficial. Esta suerte de contranarrativa surge de esfuerzos colectivos desde abajo, gestionados, pensados y construidos a partir de la organización de familiares, colectivos y otros solidarios, donde no sólo se recuerda eso que oficialmente se busca acallar, sino que emerge como una práctica reivindicativa que contrarresta lo mismo los ejercicios de olvido, que los de criminalización.


Imagen 13. Placa colocada en el predio “La Ley de la Verdad” con los nombres de algunos desaparecidos de Lagos de Moreno, Jalisco. 

Estas contanarrativas están inscritas no sólo en esos lugares del terror que han sido reconstruidos como unos de memoria, sino que existen otros, como el “Memorial de Víctimas de la Violencia del Estado” que en el 2014 fue renombrado por el Comité 68 y donde se colocaron más de ocho mil nombres de personas que han sido víctimas de persecución política, de torturas, de desaparición forzada, de masacres, de genocidio, de encarcelamiento o que perdieron la vida por omisiones del Estado. Los nombres de las víctimas de Lagos de Moreno y de Creel fueron también incluidos en este sitio, pues este memorial buscaba dar cuenta de los crímenes del pasado, trazando una línea de continuidad que se actualiza con los ocurridos en fechas recientes.

Justamente otra de las colaboraciones que han surgido de estos encuentros es pensar en la construcción de espacios que integren luchas de periodos como la llamada “guerra sucia”, así como los de esta época en la “guerra contra el narco”, donde se inscriba una versión colectiva y como antimonumento, se erija un emplazamiento que confronte las versiones oficiales. Representan un esfuerzo colectivo por plasmar una memoria que reclama justicia, que hace contrapeso a las narrativas del poder y saca del anonimato a personas que fueron víctimas de múltiples agravios que el Estado ha cometido en contra de la sociedad civil, ya sea por su incapacidad o por su actuación directa en crímenes de lesa humanidad.


Imagen 14. Cartel de invitación a la jornada Memorias que Resisten en Lagos de Moreno, Jalisco, diciembre de 2019.

Estas contranarrativas que se construyen desde acciones y recursos de la memoria, reivindican otras versiones que generan una tensión con las versiones oficiales o que están consagradas en los manuales de historia, toda vez que los significados y representaciones del dolor, no son lo que usualmente ahí se inscribe. Hacen eco de otras voces, las que sistemáticamente han sido acalladas, ignoradas o silenciadas de forma hartera e intencional, generando una memoria abierta que se está reconstruyendo constantemente y que no marca un punto final, siendo útiles también para mantenerlas presentes en la agenda social y en el pensamiento de sus comunidades.

Finalmente, se abona así a la urgente tarea en México de reconocer a las víctimas y deconstruir los discursos oficiales que las polarizan, niegan, criminalizan y revictimizan, recuperando esas voces que la indolencia del Estado y su aparato burocrático han ignorado. En este discurso ambiguo de la guerra, es fundamental pensar y participar en este tipo de jornadas, tomando partido y rompiendo con los cánones ortodoxos que reclaman objetividad, neutralidad y lejanía, para pensar así en la responsabilidad de la academia ante las problemáticas que aquejan a nuestro país, que son urgentes y muy necesarias de atender.

 

Bibliografía

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Alfonso Díaz Tovar

Doctor en Antropología por la UNAM, miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Psicólogo social y antropólogo visual dedicado al estudio de temas como la memoria colectiva, los movimientos sociales y estudiantiles, la desaparición forzada y la narcoviolencia. En su ejercicio profesional integra proyectos de investigación, creación documental e intervención comunitaria. Es coautor de los libros Paisajes en Transición. Notas de campos en el México contemporáneo (2020), Memoria prematura. Una década de guerra en México y la conmemoración de sus víctimas (2019) y RECO. Arte comunitario en un lugar de memoria (2016). Actualmente es miembro del Proyecto Baúl y del Colectivo Rehabitar.