Caracterización de la sierra de Chihuahua como “región de refugio”

[1][2] 

La sierra de Chihuahua o Tarahumara se localiza en aproximadamente 65,000km² en el norte de México y forma parte de la Sierra Madre Occidental que se extiende desde el extremo suroriental de EE.UU. al centro del país por los estados de Chihuahua, Sonora, Durango, Sinaloa, Zacatecas Aguascalientes, Nayarit y Jalisco. Pueden encontrarse en la región varias zonas climáticas y ecológicas como los valles orientales y pastizales, bosques de montaña (2,000mnm), un complejo de barrancas  y cañones (1,200mnm).

Las cuatro principales cuencas (Conchos, Fuerte, Mayo y Yaqui) se originan en este macizo montañoso, que durante el período colonial, fue habitado por diferentes hablantes nativos de lengua uto-azteca. Mientras que los europeos se fueron estableciendo a lo largo del período virreinal, en pos de vastos yacimientos minerales y estableciendo un sistema misionero católico dirigido, en un primer momento, por los jesuitas y, posteriormente, por frailes de la orden franciscana.

En la actualidad esta región es habitada por aproximadamente 322,855 personas (INEGI, 2005), de las cuales una cuarta parte es indígena originaria de cuatro grupos distintos: rarámuri, o'oba, warijhó y ódhami. El resto de la población es de origen mestizo -de procedencia mixta europea, negra e indígena.

Las cabeceras municipales o las localidades al lado de las carreteras principales que comunican el interior del estado tienen en gran medida algún nivel de urbanización. Infraestructura y recursos humanos para la atención a la salud, educación y otros servicios públicos principalmente tienden a concentrarse en las cabeceras municipales. Los pueblos pequeños alejados de las carreteras principales comúnmente carecen de la disponibilidad de servicios u otro tipo de infraestructura. Algunas excepciones son en relación a internados, clínicas pequeñas o tiendas de abarrotes ubicadas en los municipios indígenas.

El sostenimiento diario de las comunidades indígenas se basa en una economía dual de agricultura a baja escala o de temporal de la cual el maíz es su principal fruto complementado por la diversidad de frijoles, calabaza, chile y papa y, en menor medida, por ganado caprino. Sin embargo, el ingreso es cada vez más dependiente de una economía asalariada basada en el empleo temporal agrícola-migrante, transferencias gubernamentales y mano de obra asalariada local en tala, minería, ganadería, cultivo de  enervantes (amapola y cannabis), así como empleo en servicios turísticos.


Mapa municipios de la Alta y Baja Tarahumara.
Tomado de Gabriela Gil, autor: J. Alexis Ascencio Lárraga, 2015.

En este sentido, la legislación internacional en la materia indica que en los Estados independientes se han de reconocer a los pueblos indígenas y tribales como aquellos portadores de formas singulares de organización, producción y cosmovisión, asentados en el territorio nacional previo al proceso de coloniaje:

 

Artículo 1

1. El presente Convenio se aplica:

a) a los pueblos tribales en países independientes, cuyas condiciones sociales, culturales y económicas les distingan de otros sectores de la colectividad nacional, y que estén regidos total o parcialmente por sus propias costumbres o tradiciones o por una legislación especial:

b) a los pueblos en países independientes, considerados indígenas por el hecho de descender de poblaciones que habitaban en el país o en una región geográfica a la que pertenece el país en la época de la conquista o la colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que sea su situación jurídica, conservan todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas.

2. La conciencia de su identidad indígena o tribal deberá considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos a los que se aplican las disposiciones del presente Convenio.

3. La utilización del término «pueblos» en este Convenio no deberá interpretarse en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional.[3]

 

En este contexto de la norma internacional, tenemos que la territorialidad indígena del norte de México se caracteriza por estar basada en un modelo de viviendas o ranchos distantes lo que permite a la gente disponer de una gran variedad de parcelas agrícolas, en la que la distancia considerable entre éstas y la baja fertilidad del suelo orilla a la gente a practicar una agricultura móvil combinada con pastoreo de cabras. Los ranchos pueden estar compuestas de una a tres unidades habitacionales y, a su vez, la ranchería por varios ranchos que generalmente no sobrepasan las 20 unidades. El pueblo cabecera estructura la jurisdicción comunitaria de la unidad política rarámuri con mínimas variaciones para los grupos o'oba, warijhó y ódhami.[4]

El pueblo cabecera rarámuri puede estar constituido por más de 20 viviendas, así como por la infraestructura escolar, médica, agraria, comercial y el templo o capilla como eje cohesionante entre los rarámuri pagótuame.[5] El templo es comúnmente utilizado como centro ceremonial y como lugar de reunión para el gobierno indígena de la comunidad. La comunidad asentada en la totalidad del territorio, que en sí constituye la unidad política, se adscriben al siguiente sistema particular de autoridad indígena: un cabildo o junta comunitaria, el gobernador principal acompañado del grupo de autoridades con responsabilidades y compromisos diferenciados y específicos.

Históricamente los mestizos han tendido a controlar los asuntos políticos en el municipio y otros niveles locales. El ejido y la comunidad agraria son las figuras jurídicas de “propiedad social” que hasta la fecha aseguran la disponibilidad de tierras para la agricultura, el comercio y la vivienda; cuentan con instancias de toma de decisiones con respecto a la administración de los bienes ambientales. Aunque la representatividad de cada núcleo agrario yace en la Asamblea –figura distinta a la junta comunitaria-, el monopolio de los mestizos sobre asuntos externos y habilidades tales como el dominio del idioma castellano les facilita el establecimiento de la agenda  del núcleo agrario local. Asimismo, el ejercicio del poder desde la estructura agraria le permite a las élites locales (mestizas, gubernamentales y capitalistas), así como a otros grupos de interés foráneo, imponer su voluntad por encima de las aspiraciones de los indígenas.


El rarámuri de la Alta Tarahumara.
Imagen de Víctor Villanueva, 2012.

La explotación minera y la silvicultura han tenido, a lo largo de su presencia por más de un siglo en la zona, altibajos económicos dictados por las condiciones del mercado interno y externo.[6] Puesto que las políticas neoliberales de los años ochenta han cedido el control a los sectores privados a través de reformas constitucionales neoliberales como son el Tratado de Libre Comercio (TLCAN) con Estados Unidos y Canadá, la economía de mercado ha penetrado hasta el centro de los territorios indígenas, restringiendo así el acceso y control de las comunidades indígenas sobre las tierras y bienes ambientales. Además, las industrias minera y forestal en la región han sido históricamente importantes factores de cambio cultural y transculturación al incentivar la acumulación de capital por las élites locales en los territorios étnicos, promoviendo así la creación de centros urbanos, alentando procesos de migración e inmigración, reproduciendo, fortaleciendo y formando nuevas relaciones de poder y generalmente fomentando la penetración de las instituciones del Estado en las localidades.

Por ejemplo, desde la revolución mexicana (1910-1921) y la consolidación del partido revolucionario (PNR-PRI), las políticas de Estado sobre asuntos indígenas se han aplicado en México a través de una oficina federal de asuntos indígenas (antes Instituto Nacional Indigenista -INI- y ahora  Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas  -CDI-). Su influencia en la región data de la década de 1950 y es un reflejo de las ideologías particulares, discursos, políticas y prácticas que llegaron a ser conocidas en toda América Latina como “indigenismo”.[7] Dado el objetivo estatal de forjar una “nación moderna”, estas políticas públicas fueron caracterizadas por su objetivo de integrar, transculturar y en algunas etapas claramente asimilar las identidades indígenas en el Estado nación a través de una alegada mezcla cultural del pasado precolombino e hispánico que vendría a dar lugar a un anhelado mestizaje.

Dicha transformación se llevó a cabo en gran medida a las estrategias que se siguieron desde la teoría económica del desarrollo capitalista de las naciones, llevando servicios públicos e infraestructura a distintas regiones indígenas “aisladas” y promoviendo proyectos productivos tales como explotación forestal y turismo.

La temprana industria forestal del norte de México se asocia con la necesidad de extracción de madera en el siglo XVIII. Durante el Porfiriato -finales del XIX e inicio del XX- la industria forestal en la región se extendió a consecuencia de la construcción del sistema ferroviario que atravesó desde el sur de EU hasta el desembocadero del Golfo de California. Las empresas norteamericanas a cargo de la instalación de las vías férreas son los primeros que obtienen concesiones para la explotación maderera en la década de 1880, dominando la actividad en la zona hasta el periodo revolucionario. En la década de 1920 la actividad reduce su tendencia, pero se aprueba la primera ley forestal con un perfil de conservación.

La industria se consolidó después de la Segunda Guerra Mundial debido a la creciente demanda del mercado norteamericano. El capital privado y la industria local adquirieron un renovado impulso en el sector forestal en la década de 1930, cuando un grupo de empresarios locales obtienen el control sobre diferentes regiones de Chihuahua, algunos de ellos mediante la adquisición de propiedad de grandes porciones de tierras boscosas con la compra-venta del Ferrocarril del Noroeste en 1946. Diferentes leyes y reformas aprobadas en los años de 1940 y 1950 autorizaron al Ministerio de Agricultura, regular la actividad concediendo también el control sobre territorios boscosos a ejidos forestales y comunidades agrarias, y creando empresas estatales. Un claro ejemplo de aquello fue PROFORTARAH, una paraestatal que controló la gestión y producción, fomentó la autogestión y producción ejidal, pero que al mismo tiempo fue propensa a la burocracia ineficiente, al centralismo, a la corrupción y al corporativismo.

Durante este período, la oficina federal de asuntos indígenas promovió la industria forestal como eje de desarrollo económico en la Sierra, impulsando un modelo de autogestión indígena de los bosques, un experimento que además de ser altamente subsidiado, más tarde contó con la participación de capital privado y de las formas tradicionales de corporativismo, pero que tuvo su fin diez años después de ser creado. Las leyes posteriores en la década de 1960 y 1970 fueron orientadas a la descentralización de los servicios forestales, a la reducción de la sobreexplotación y el establecimiento de un sistema de gestión forestal social. La década de 1980 vio la aprobación de nuevas leyes para fortalecer los mecanismos de conservación.[8]

Sin embargo desde aquellas fechas, sin el control real sobre la transformación y comercialización de la producción maderera, los beneficios en los ejidos y comunidades agrarias se limitan a aquellos derivados del reparto de utilidades desde las concesiones de aprovechamiento a empresas privadas. Al mismo tiempo, las normas y criterios técnicos para la conservación de los bosques han sido pasados por alto, y en su lugar, los ritmos de explotación se determinan por las demandas del mercado internacional y las oportunidades políticas.

En la actualidad el modelo de política forestal en México se toma como un esquema de cogestión de la silvicultura social regulada, orientado hacia el ordenamiento de la extracción de productos forestales maderables y no maderables para el aprovechamiento sostenible y la comercialización. Los propietarios de terrenos forestales establecen contratos con las empresas madereras privadas, pero los requisitos técnicos están mediados por los consultores e ingenieros forestales. El proceso completo está regulado por tres agencias ambientales principales: La Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT), la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (PROFEPA) y la Comisión Nacional Forestal (CONAFOR).


Poblado de Aboréachi (Aweliachi), ranchería cabecera.
Imagen de Víctor Villanueva, 2012.

Aunado a esto, se encuentran las políticas de conservación de pago por servicios ambientales con acento en la conservación del agua y de los suelos y, más recientemente, las plantaciones de árboles. Además, se espera que la estrategia REDD+ (Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación Forestal) llegue en algún momento para orientar y regular todas las políticas nacionales de conservación.

Uno de los factores críticos en la naturaleza conflictiva de la operación minera y forestal resulta de la relación entre los intereses de empresas y los locales. Las comunidades están excluidas de los procesos de toma de decisiones y el acceso a la información. Mientras tanto los titulares de la Secretaría de Energía (SENER), generalmente mestizos, toman ventaja del clientelismo y otras estrategias políticas para mantener el control político y el acaparamiento de recursos.

En tanto a las políticas públicas desarrollistas y partiendo de la definición crítica de Escobar (2007), el concepto de desarrollo se refiere a un continuo de empresas modernistas y paradigmas colonialistas, así como un discurso que sostiene un sistema de poder y que no obstante su amplitud y vaguedad, ha dominado el debate público por medio siglo y ha guiado los pasos de la planeación gubernamental. Aunque el término mismo no define el sujeto del desarrollo, en la práctica se ha identificado a las reformas macro-económicas estructurales y los grandes proyectos de infraestructura (financiados por instituciones financieras transnacionales como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo) como agentes por excelencia del desarrollo. Al considerar los bienes ambientales de la región en comento, la explotación forestal y la minería como actividades extractivas y generadoras de capital han sido las expresiones históricas más concretas del desarrollo en el área. Sin embargo, en la última década se han añadido a estas industrias una variedad de formas de inversión que también se presentan bajo el discurso del progreso, la modernidad y el crecimiento económico. Algunos ejemplos son el nuevo impulso dado a las industrias turística y minera (con sus nuevas tecnologías y legislación), así como la construcción de infraestructura carretera, y otras orientadas a la provisión de agua, electricidad, gas natural extraído de algunos puntos serranos y canalizado a zonas urbanas, e incluso a otros estados de la República.

A lo largo del siglo pasado la construcción de represas fue una prioridad estatal, bajo el argumento de que es la única manera de proporcionar suficientes servicios de agua a los centros de población y el sector agrícola, en ello, lo común es el desplazamiento voluntario, forzado o negociado de comunidades originarias. Las reformas neoliberales, sin embargo, establecieron nuevas condiciones para la apropiación privada de tierras. En la actualidad el paradigma económico neoliberal dominante en la mayor parte del mundo ha penetrado en todos los aspectos de las políticas públicas nacionales como, por ejemplo, el promover condiciones para la inversión y mercantilización de la tierra en regiones específicas con el fin de incrementar las oportunidades de hacer negocio. Estos procesos a menudo implican la construcción y puesta en marcha de grandes proyectos de infraestructura (tales como carreteras, represas/centrales hidroeléctricas, proyectos turísticos, aeropuertos y otros) o bien extractivas (petróleo, minería o madera), así como plantaciones agrícolas, cría de ganado, e incluso la implantación de regímenes de conservación o mera especulación de tierras.

De hecho, el panorama actual de la territorialidad indígena en México presenta todo un conjunto de inversiones mineras a gran escala, más presas, más plantaciones de cultivos, crecimiento urbanístico, turismo en sus distintas modalidades, esquemas de conservación y, por ende, de búsqueda de acceso libre a los bienes medioambientales y culturales, incluyendo aquí la cadena producción-circulación-consumo enervantes, floreciente en áreas rurales remotas.

Básicamente, la gran inversión en infraestructura (pública o privada) en comunidades rurales, inconsultas a nivel local, pero legales desde el argumento que se aplica, de manera coercitiva o persuasiva, la categoría jurídica de “interés público”. Lo que oculta el impacto negativo que se provoca en la región mediante la definición de dicha categoría como instrumento “legítimo” en el marco del discurso relativo al dúo progreso/modernidad que aparentemente es propio de un proceso democrático y un estado de derecho.

En definitiva, esta región interétnica se ha convertido en una arena donde surge constantemente la contención entre grupos sociales. Los intereses capitalistas que toman al ambiente natural como recurso económico se sobreponen y a veces se confrontan con los sistemas indígenas de subsistencia como el complejo agrícola-ganadero, que depende de la fertilidad del suelo que proporcionan los cuerpos de agua y los bosques generalmente afectados negativamente por la silvicultura y la minería. Cada vez más, la silvicultura, el turismo y la minería requieren de mano de obra indígena, mientras que al mismo tiempo, ha disminuido el acceso de los pueblos indígenas a los bienes ambientales y el territorio.


Casa habitación en la sierra de Chihuahua durante la temporada de nieves.
Imagen de Víctor Villanueva, 2012.

Tras más de un siglo de extracción intensiva de madera y minerales, urbanización y otros procesos desarrollistas, los bienes ambientales de la región se encuentran seriamente degradados, ocurriendo continuos procesos de pérdida de biodiversidad, propagación de incendios forestales, contaminación y escasez del agua, así como extensión de vegetación endémica debido a la degradación de las tierras, desertificación, deforestación y pérdida de hábitat para la fauna local, entre otros síntomas.[9]

Además, el respeto a los Derechos Humanos se ha deteriorado seriamente, especialmente en un contexto de violencia abierta entre los operadores locales de los cárteles mexicanos de la droga y como resultado de la militarización derivada de la llamada “guerra contra el narco” iniciada por el régimen de Felipe de Jesús Calderón Hinojosa y que ha resultado hasta el fin de su sexenio en más de 95,632 heridos y decenas de miles desaparecidos según el INEGI. Esta situación ha prevalecido con particular intensidad en la sierra de Chihuahua como un punto nodal en la producción, distribución y circulación de estupefacientes, en donde a la fecha el consumo de los mismos sigue en incremento.

Como es común en América Latina, los pueblos indígenas u originarios constituyen uno de los sectores sociales de mayor marginalidad en nuestros países. Después de décadas de políticas adversas y contradictorias por parte del Estado burgués, aunado a las actitudes discriminatorias de la sociedad nacional dominante en contra de estos pueblos, la Sierra se ha convertido intencionalmente en una de las regiones indígenas más marginalizadas del país, en la que se libran intensas pugnas por los bienes ambientales y la sobreexplotación de la mano de obra.

En ese orden de ideas, pensamos que continuar caracterizando al sujeto del desarrollo económico como si fuese en verdad “sujeto de derecho” no es más que confundir al sujeto social –la comunidad indígena- con el sujeto de atención y descolocar por la vía de los hechos la posibilidad de emergencia del sujeto político –autonómico- en un contexto en el que la emergencia de Estados plurinacionales rebasa ya, por mucho, la política pública de atención a pueblos y comunidades indígenas –indigenismo- y antagoniza en distintos campos de la vida pluricultural.

 

Bibliografía

  • Almanza Alcalde, Horacio (2013) Land dispossession and juridical land disputes of indigenous peoples in northern México: a structural domination approach, Tesis doctoral, University of East Anglia, School of International Development.
  • Aguirre Beltrán, Gonzalo (1991) Regiones de refugio: el desarrollo de la comunidad y el proceso dominical en mestizoamérica, Ed. FCE, México.
  • Escobar, Arturo (2007) Worlds and Knowledges Otherwise. The Latin American Modernity/Coloniality Research Program, Cultural Studies Review 21 (Pp. 179-210).
  • González Rodríguez, Luis y otros (1994) Derechos culturales y derechos indígenas en la Sierra Tarahumara, Ed. UACJ, México.
  • Sariego Rodríguez, Juan Luis (coord.) (1998) El Indigenismo en Chihuahua. Antología de Textos, ENAH-Chihuahua/INAH/Fideicomiso para la Cultura México-USA/ Ediciones del AZAR, Chihuahua. 
  • _______ (2002) La cruzada indigenista en La Tarahumara, Tesis doctoral, UAM-I, México.
  • Urteaga Castro Pozo, Augusto. “Aspectos culturales del sistema político rarámuri”, en: El estudio de la cultura política en México, Esteban Krotz (coord.) CONACULTA/CIESAS, México, 1996.
  • Villanueva, Víctor (2014) El ejercicio del peritaje antropológico: Perspectivas, retos y alcances de un modelo integral para el dictamen cultural en Chihuahua, Tesis de Maestría, EAHNM-CIESAS, México.
  • Villoro, Luis (1957) Los grandes momentos del indigenismo en México, Ed. Era, México.
  • CONVENIO 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, 1989.   

Otras Fuentes:

Mapa: http://drogasmexicobrasil.mx/blog/2015/10/02/desde-las-barrancas-hasta-la-sierra-expansion-del-narco-en-la-alta-tarahumara/

 

[1] Profesor-investigador de tiempo completo en el Centro INAH Chihuahua.

[2] Perito antropólogo para el INAH entre los años de 2006 a 2016.

[3] (Convenio 169, OIT).

[4] González y otros (1994).

[5] En lengua rarámuri, pagótuame: bautizados.

[6] Véase Sariego (2002).

[7] Véase Sariego (2000) y Villoro (1957).

[8] Véase Sariego (2000).

[9] (World Wild Found, 2005).